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Bolivia
NUESTRO EXCESO DE
MUERTE
Un velorio en Arani, Bolivia, 1910. La familia doliente de doña
Daría Rodríguez Quevedo.
“Bolivia se nos muere”: frase lapidaria con
que el jefe vitalicio del MNR inauguró una era fúnebre en
la historia del país, hace tres lustros, cuando el neoliberalismo
comenzaba a florecer sobre las infinitas tumbas que habrían de
activar al “modelo”. El doctor Víctor Paz Estenssoro,
hábil hechicero que alcanzó una cierta inmortalidad a costa
de vidas ajenas, aplicó esa frase como un conjuro que, lejos de
ahuyentar a la codiciosa parca, la incorporó más activamente
en la vida nacional. “Bolivia se nos muere”, exclamó
Víctor Paz simulando un diagnóstico que exigía las
convulsivas recetas del FMI, y con semejante remedio este moribundo país
prolongó su agonía padeciendo sistemáticos genocidios
en aras del mercado libre y la libre modernidad.
Hoy, Bolivia se nos sigue muriendo en elevadas tasas de mortalidad infantil,
en sobrepobladas “morgues” sin agua ni luz. Ya estamos acostumbrados
a ello, como tantas viudas y tantos huérfanos.
INDOLENCIA ORGANIZADA
El “costo social” que pagó Bolivia
para vincularse al capital transnacional fue un excesivo costo de muerte.
Culturalmente hablando, ese costo alteró la rutina entre el vivir
y el morir de los bolivianos, rompiendo el equilibrio entre ambos extremos
existenciales. La decadencia neoliberal y la obsesión de los políticos
bolivianos por detentar el poder (y consiguientemente por acceder al enriquecimiento
fácil) han generado una cultura de indolencia colectiva e indiferencia
social ante el hecho de la muerte, de su horrenda saturación y
de su espantosa diversificación.
El fallecer en genocidio, el morir por desangramiento tras un asalto callejero,
el perecer a la mitad de un viaje con boletos de negligencia, el perder
la vida en un atentado cuidadosamente tramado, el irse al otro mundo en
cumplimiento del deber… en fin, el morirse en la víspera
se ha convertido en una actividad habitual entre los bolivianos, en un
espectáculo imprescindible en los noticieros televisivos del mediodía,
en un suculento manjar para las primeras planas de la prensa más
vendedora.
Morirse simplemente de viejo, dejar este mundo con resignación
y en acuerdo de partes, como estipula el cristianismo en situaciones “normales”,
es la forma minoritaria y menos interesante de morir en Bolivia. En este
maravilloso país se muere a bala de metralla, destrozado por una
carga de dinamita, perforado por un puñal, desbarrancado al fondo
de una carretera con sobreprecio, linchado por una turba endemoniada;
o no se muere. A la calidad de vida que detentamos los bolivianos, corresponde
una calidad de muerte con similares rasgos. Bolivia es uno de los pocos
países del mundo donde no es posible cumplir esa máxima
de Leonardo Da Vinci según la cual “así como una jornada
bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien
usada causa una dulce muerte”. ¿Qué muerte, sino la
más horrorosa y triste, puede esperar un indígena que arrastra
su cotidiana miseria por unas calles donde la muerte asecha en todas sus
formas “socialmente aceptadas”?
SATURADOS DE MUERTE
Eustaquio Picachuri y Benjamín Altamirano son
los símbolos “vivientes” de la indefensión de
los bolivianos ante esta muerte dominante, brutal y perversa. El féretro
del minero que se decapitó con una carga de dinamita en el Congreso
Nacional y el rostro sin identidad cierta en el cadáver quemado
del alcalde de Ayo Ayo son expresiones inequívocas de la violencia
instituida en el centro del sistema político. Muertes políticas,
las de Picachuri y Altamirano, que llevan la política a la crónica
roja, tan rica en estadísticas mortuorias. Y es en el escenario
de la crónica roja donde la política y los conflictos del
poder se desarrollan con intensidad dirimidora, pues en la crónica
roja es donde se dirimen los asuntos oficiales del Estado.
Picachuri y Altamirano son también, además, la continuidad
de aquella muerte que alcanzó, en octubre de 2003, su rango omnipresente
e institucional. A partir de octubre, el culto a la muerte en Bolivia
pasó de la resignación por la pérdida de un ser querido
a la celebración mediática del espectáculo fúnebre.
Y en el fondo de este culto cruel subyace una deplorable concesión
a la impunidad. Estamos hablando, entonces, de una muerte ideológica,
de un vaciamiento ético y moral de nuestro concepto sobre la “otra
vida”. He aquí el legado más descarado del gonismo
(de Goni, apelativo del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada,
derrocado en octubre de 2003 por una insurrección popular. Nota
de PF), continuador post mortem de la obra letal de Paz Estenssoro.
Y ahora, ¿cómo restituirle a la muerte su justa medida?
¿Cómo volver a celebrar la muerte como un hecho natural,
como un designio individual aceptable ante la vida y no más como
un alto costo social, un espectáculo mediático, un crimen
organizado desde el sistema jurídico y político? ¿Cómo
poner a la muerte en su lugar histórico aliviándonos de
su cotidiana e inhumana saturación?
-“Enjuiciando a los masacradores”, responderán las
víctimas de octubre.
-“Luchando contra la corrupción”, dirán otras
almitas en pena victimizadas por el statu-quo.
-“Aceptando que la muerte es el menor de todos los males”,
opinarán nuestros difuntitos de otras épocas.
-“Viviendo mejor para morir mejor” aconsejarán los
muertitos de hambre envueltos en blancas mortajas.
Y mientras esas voces fantasmales buscan devolverle a la muerte su dignidad
humana, quien escribe estas líneas -dos veces muerto sin morir
ante el estupor de sus frustrados matadores- sólo atina a exclamar,
como en el cuento de Rulfo y a manera de ineludible epitafio: “¡Diles
que no me maten, Justino!”
WILSON GARCIA MERIDA
En Cochabamba
llactacracia@yahoo.com
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