Edición 580 - Desde el 12 al 25 de Noviembre de 2004
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Bolivia

NUESTRO EXCESO DE
MUERTE


Un velorio en Arani, Bolivia, 1910. La familia doliente de doña Daría Rodríguez Quevedo.

“Bolivia se nos muere”: frase lapidaria con que el jefe vitalicio del MNR inauguró una era fúnebre en la historia del país, hace tres lustros, cuando el neoliberalismo comenzaba a florecer sobre las infinitas tumbas que habrían de activar al “modelo”. El doctor Víctor Paz Estenssoro, hábil hechicero que alcanzó una cierta inmortalidad a costa de vidas ajenas, aplicó esa frase como un conjuro que, lejos de ahuyentar a la codiciosa parca, la incorporó más activamente en la vida nacional. “Bolivia se nos muere”, exclamó Víctor Paz simulando un diagnóstico que exigía las convulsivas recetas del FMI, y con semejante remedio este moribundo país prolongó su agonía padeciendo sistemáticos genocidios en aras del mercado libre y la libre modernidad.
Hoy, Bolivia se nos sigue muriendo en elevadas tasas de mortalidad infantil, en sobrepobladas “morgues” sin agua ni luz. Ya estamos acostumbrados a ello, como tantas viudas y tantos huérfanos.

INDOLENCIA ORGANIZADA

El “costo social” que pagó Bolivia para vincularse al capital transnacional fue un excesivo costo de muerte. Culturalmente hablando, ese costo alteró la rutina entre el vivir y el morir de los bolivianos, rompiendo el equilibrio entre ambos extremos existenciales. La decadencia neoliberal y la obsesión de los políticos bolivianos por detentar el poder (y consiguientemente por acceder al enriquecimiento fácil) han generado una cultura de indolencia colectiva e indiferencia social ante el hecho de la muerte, de su horrenda saturación y de su espantosa diversificación.
El fallecer en genocidio, el morir por desangramiento tras un asalto callejero, el perecer a la mitad de un viaje con boletos de negligencia, el perder la vida en un atentado cuidadosamente tramado, el irse al otro mundo en cumplimiento del deber… en fin, el morirse en la víspera se ha convertido en una actividad habitual entre los bolivianos, en un espectáculo imprescindible en los noticieros televisivos del mediodía, en un suculento manjar para las primeras planas de la prensa más vendedora.
Morirse simplemente de viejo, dejar este mundo con resignación y en acuerdo de partes, como estipula el cristianismo en situaciones “normales”, es la forma minoritaria y menos interesante de morir en Bolivia. En este maravilloso país se muere a bala de metralla, destrozado por una carga de dinamita, perforado por un puñal, desbarrancado al fondo de una carretera con sobreprecio, linchado por una turba endemoniada; o no se muere. A la calidad de vida que detentamos los bolivianos, corresponde una calidad de muerte con similares rasgos. Bolivia es uno de los pocos países del mundo donde no es posible cumplir esa máxima de Leonardo Da Vinci según la cual “así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte”. ¿Qué muerte, sino la más horrorosa y triste, puede esperar un indígena que arrastra su cotidiana miseria por unas calles donde la muerte asecha en todas sus formas “socialmente aceptadas”?

SATURADOS DE MUERTE

Eustaquio Picachuri y Benjamín Altamirano son los símbolos “vivientes” de la indefensión de los bolivianos ante esta muerte dominante, brutal y perversa. El féretro del minero que se decapitó con una carga de dinamita en el Congreso Nacional y el rostro sin identidad cierta en el cadáver quemado del alcalde de Ayo Ayo son expresiones inequívocas de la violencia instituida en el centro del sistema político. Muertes políticas, las de Picachuri y Altamirano, que llevan la política a la crónica roja, tan rica en estadísticas mortuorias. Y es en el escenario de la crónica roja donde la política y los conflictos del poder se desarrollan con intensidad dirimidora, pues en la crónica roja es donde se dirimen los asuntos oficiales del Estado.
Picachuri y Altamirano son también, además, la continuidad de aquella muerte que alcanzó, en octubre de 2003, su rango omnipresente e institucional. A partir de octubre, el culto a la muerte en Bolivia pasó de la resignación por la pérdida de un ser querido a la celebración mediática del espectáculo fúnebre. Y en el fondo de este culto cruel subyace una deplorable concesión a la impunidad. Estamos hablando, entonces, de una muerte ideológica, de un vaciamiento ético y moral de nuestro concepto sobre la “otra vida”. He aquí el legado más descarado del gonismo (de Goni, apelativo del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, derrocado en octubre de 2003 por una insurrección popular. Nota de PF), continuador post mortem de la obra letal de Paz Estenssoro.
Y ahora, ¿cómo restituirle a la muerte su justa medida? ¿Cómo volver a celebrar la muerte como un hecho natural, como un designio individual aceptable ante la vida y no más como un alto costo social, un espectáculo mediático, un crimen organizado desde el sistema jurídico y político? ¿Cómo poner a la muerte en su lugar histórico aliviándonos de su cotidiana e inhumana saturación?
-“Enjuiciando a los masacradores”, responderán las víctimas de octubre.
-“Luchando contra la corrupción”, dirán otras almitas en pena victimizadas por el statu-quo.
-“Aceptando que la muerte es el menor de todos los males”, opinarán nuestros difuntitos de otras épocas.
-“Viviendo mejor para morir mejor” aconsejarán los muertitos de hambre envueltos en blancas mortajas.
Y mientras esas voces fantasmales buscan devolverle a la muerte su dignidad humana, quien escribe estas líneas -dos veces muerto sin morir ante el estupor de sus frustrados matadores- sólo atina a exclamar, como en el cuento de Rulfo y a manera de ineludible epitafio: “¡Diles que no me maten, Justino!”

WILSON GARCIA MERIDA
En Cochabamba
llactacracia@yahoo.com

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