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Homenaje
en La Habana
Miguel Enríquez
Miguel Enríquez cayó combatiendo el 5 de octubre de 1974.
Tenía treinta años de edad y era ya un aguerrido, lúcido
y experimentado dirigente revolucionario.
Adolescente aún, abrazó la causa de los desposeídos,
hizo suyos el dolor, la angustia y los sueños de los obreros, campesinos
y pobladores. Desde su ingreso a la Universidad de Concepción,
en 1961, se destacó en la conducción de los estudiantes
que, ese año, manifestaron su repudio a la invasión mercenaria
de Playa Girón. De su capacidad organizativa conocieron los mineros
de Lota, Coronel y Schwager y los vecinos de los barrios marginales de
aquella ciudad. En 1965 fue uno de los fundadores del Movimiento de Izquierda
Revolucionaria, y su secretario general desde 1967 hasta el día
de su muerte.
El MIR nació y se forjó en medio de la represión
de un régimen entreguista que, como revelan documentos oficiales
finalmente desclasificados en Washington hace dos semanas, había
surgido bajo la tutela y con los millones de dólares de la CIA
en 1964. Ellos no pudieron evitar, sin embargo, el triunfo popular que
se produciría en 1970, con la victoria electoral de Salvador Allende.
El MIR no formó parte del gobierno de la Unidad Popular, pero fue
siempre leal al presidente Allende y acompañó al pueblo
en aquellos años de esperanza y pelea y ocupó el primer
lugar en la lucha contra el fascismo instaurado el 11 de septiembre de
1973, en un golpe de Estado brutal del que fueron responsables la CIA
y sus solícitos empleados.
La vida de Miguel fue breve, intensa y rica. Su madurez y tenacidad, la
profundidad de su pensamiento y el heroísmo de su conducta, nos
recuerdan al Che y a Julio Antonio Mella, a Frank País, a José
Antonio Echevarría y a tantos jóvenes que se crecieron ante
los retos y las dificultades, que lo sacrificaron todo para ganarse el
derecho a vivir, siempre jóvenes, más allá de su
tiempo, como eternos jóvenes rebeldes.
Hace cuarenta años, lo mejor de la juventud chilena daba los primeros
pasos hacia lo que después sería el Movimiento de Izquierda
Revolucionaria. Ni ellos ni nadie tenía idea entonces de hasta
qué punto el imperialismo norteamericano penetraba en su país
para dominarlo, impedir su liberación y crear las condiciones para,
más tarde, hundirlo en la peor y más sanguinaria tiranía.
El movimiento popular chileno poseía una rica tradición
de luchas, y había alcanzado un nivel de desarrollo excepcional.
En 1958, cuando todavía los cubanos enfrentábamos la camarilla
batistiana, en Chile el candidato de las fuerzas de Izquierda, Salvador
Allende, estuvo casi a punto de ganar la presidencia en las elecciones
generales de aquel año. Esa victoria impresionante era resultado
exclusivo de los esfuerzos y sacrificios de sus trabajadores, campesinos
y pobladores que habían sido capaces de avanzar en un continente
donde abundaban gobiernos controlados por un imperio que había
aplastado la revolución guatemalteca, domesticado a la boliviana
e imponía el anticomunismo y la sumisión a sus intereses
en la doctrina oficial que servilmente acataban, con la misma obediencia,
militares genocidas y falsarios disfrazados de “demócratas”.
Después, triunfaría la revolución cubana y comenzaría
un nuevo capítulo en la historia americana. Una nueva esperanza
se abría ante los oprimidos. Su originalidad y autoctonía,
por ser ella también fruto exclusivo de la historia de nuestro
pueblo, serviría de estímulo para renovar el pensamiento
y la acción revolucionaria y estimular la creatividad y la búsqueda
de nuevos caminos para la toma del poder.
La década de los años sesenta planteó grandes desafíos
al movimiento revolucionario latinoamericano. Por una parte, la experiencia
cubana mostraba que un pueblo latinoamericano por sí mismo, sin
la participación de aliados externos, podía conquistar el
poder e iniciar el desarrollo de su propio camino independiente, pero
debería encarar la más feroz, sistemática y total
oposición del imperialismo, la agresión más prolongada
de la historia, que aún perdura. Se cumplía el diagnóstico
certero de Mariátegui: en nuestra América el socialismo
no habría de ser “calco y copia”, sino, “creación
heroica”.
Por otra parte, mientras a nivel global se iba dando un proceso de coexistencia
y equilibrio entre las grandes potencias, crecía la confrontación
entre los pueblos del Tercer Mundo y el imperialismo, que imponía
guerras atroces en Argelia, el Congo, Vietnam y otros lugares. Los combatientes,
entonces, tuvieron que librar su batalla en condiciones desfavorables
para la unidad, como consecuencia de las contradicciones que dividían
a los países socialistas y que eran exportadas, junto con estrecheces
dogmáticas, insuficiencias teóricas y falta de coherencia
en la práctica revolucionaria, hacia el resto del mundo.
La revolución cubana habría de ser un viento renovador que,
inevitablemente, se desplazaría sobre todo el continente, atrayendo
sobre todo a sectores juveniles que buscaban nuevas formas de lucha superadoras
de la inercia y el seguidismo.
Hacía falta, ante todo, una nueva y radical militancia. “El
deber de todo revolucionario es hacer la revolución”, proclamaba
Cuba, resumiendo el espíritu de una época, pero recuperando
también una verdad perdida muchas veces en interminables y estériles
disputas. Esa fue la undécima tesis para la generación de
los sesenta. No era una consigna hueca ni un llamado a un practicismo
irresponsable y ruidoso. Hacer la revolución era, y es, transformar
el mundo. Supone, en primer lugar, una ética de compromiso real,
de verdadera entrega; no implica abandonar o subestimar la teoría
sino que exige elevarla, perfeccionarla y enaltecerla en la práctica
concreta; rescata la esencia de la actitud revolucionaria que debe ser
-y será siempre- la perenne insatisfacción, la inconformidad
permanente con lo alcanzado, la incesante persecución de nuevos
horizontes. Implica la creación y el heroísmo, ambos ilimitados
e inseparables.
Fue aquí, en nuestro continente, donde el marxismo renacido desplegó
sus alas, quebró los lastres del reformismo y el sectarismo y alzó,
vital y generoso, un nuevo internacionalismo, genuinamente solidario,
que alcanzó su expresión más alta en Ernesto Che
Guevara y sus compañeros en la guerrilla boliviana. El ejemplo
y las enseñanzas del Che, que eran las de Fidel y la revolución
cubana, inspiraron y guiaron a muchos jóvenes latinoamericanos.
Entre ellos, Miguel Enríquez y los combatientes del MIR ocuparon
un lugar de honor que asumieron en todo momento con modestia, sin vacilar,
con plena consecuencia, con irreductible integridad.
Hace treinta años, Miguel, su compañera embarazada y otros
dos militantes se batieron durante dos horas con centenares de matones
fascistas. En el desigual combate, los revolucionarios sufrieron dos bajas:
la de Miguel y la del niño que no pudo nacer.
El crimen llenó de gozo estúpido a la dictadura y contó
con la bendición de los farsantes que seguían disfrutando,
todavía en secreto, la generosa paga de la CIA.
Duele saber que los asesinos deambulan libremente por las calles. No sorprende
conocer que sus cómplices, veteranos de las nóminas imperiales,
se reúnen ya públicamente en Praga con sus amos a recibir
la mesada que ahora les asignan para apoyar la guerra contra Cuba.
Se equivocan. Ni mataron a Miguel ni matarán a Cuba. Rendimos hoy
tributo al hermano inolvidable desde esta isla, que él habita y
será trinchera permanente, bastión invicto que nadie jamás
podrá conquistar. Hablando del Che, Miguel dejó estas palabras
también destinadas para él: “Aun después de
muerto, él seguirá luchando con nosotros. Su ejemplo guiará
nuestras acciones revolucionarias. Su muerte misma, luchando, nos ha enseñado,
nos ha dado su ejemplo que ninguno de nosotros podrá olvidar”.
Nosotros tampoco olvidaremos, Miguel. Seguiremos luchando y tú
lucharás con nosotros. Sabremos hacerlo, como tú, hasta
el último aliento y contigo, hasta la victoria siempre
RICARDO ALARCON DE QUESADA (*)
(*) Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular (Parlamento)
de Cuba. Palabras pronunciadas en el acto en homenaje a Miguel Enríquez
en el Teatro del Ministerio de Comunicaciones, La Habana, 5 de octubre
de 2004.
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