|
Santiago Nattino en el corazón
Escribo
para Santiago Nattino cuando ciertos detalles del rostro de mi amigo comienzan
-debido al efecto del tiempo maldito y, por paradoja, tratándose
de un pintor como él-, a desdibujarse en mi memoria. Por fortuna
va quedando inalterable lo esencial de aquel hombre que se ganaba la vida
creando hermosos y elocuentes afiches.
Empezaré por decir que la noche del sábado 30 de marzo de
1985 un grupo de amigos celebrábamos una fiesta de cumpleaños
en mi casa de Pedro de Valdivia con Bustos, con la clara disposición
de olvidar, al menos transitoriamente, la otra noche que se había
precipitado sobre Chile hiriendo ríos y personas, y aplastando
al sol en los campos, como si la Cordillera de los Andes se hubiese despeñado
sobre la flaca y débil contextura del país.
Animaba aquel día de cumpleaños una alegría desatada,
tan sólo comparable con los excesos que se viven en los escasos
momentos de solaz que brinda la guerra. Intentábamos realizar una
suerte de saumerio de bailes y bebidas, consagrado a expulsar siquiera
por algunas horas la tragedia.
En un momento de cumbias, los golpes enérgicos y angustiados en
la puerta de calle de aquella casa no fueron escuchados ni por los bailarines
-Poli Délano, Carlos Olivarez, Ramiro Rivas, entre otros- que giraban
en el pequeño living, ni por quienes sentados en colchonetas colocadas
sobre el piso gratificaban con vivas y aplausos burlones la escasa habilidad
que demostraban al desplazarse al ritmo de la música. Sin embargo,
Carlos Cerda, más atento a lo que sucedía en el mundo global,
pudo captar las señales de afuera y se incorporó para atender
los insistentes llamados del timbre y los golpes intermitentes en la puerta.
Santiago Nattino, el artista pintor de 63 años, se encontraba desaparecido
desde el jueves 28. Al día siguiente, los sicarios del dictador
procedían a secuestrar en las puertas del Colegio Latinoamericano
de Integración al profesor Manuel Guerrero y al sociólogo
José Manuel Parada. Trámite siniestro que realizaron baleando
previamente y en el mismo lugar, en presencia de adultos y niños,
al educador de párvulos Leopoldo Muñoz de la Parra, por
intentar acudir en auxilio de Guerrero.
En algún momento del movido cumpleaños los escritores y
artistas presentes sabrían de golpe lo que la teoría tantas
veces les había señalado: en materia de salvajismo y brutalidad,
la realidad concreta de los tiempos que vivíamos en Chile superaba
ampliamente a la realidad concebida por los creadores más delirantes.
Quien llamaba a la puerta era la abogada Carmen Hertz. Doce años
atrás, en octubre de 1973, había sufrido la pérdida
de su marido, Carlos Berger, a manos de la dictadura, y desde entonces
vivió doblemente angustiada, sufriendo y brindando apoyo a los
ciudadanos que como Nattino, Parada y Guerrero no regresaban a sus hogares
a la hora que con escrupulosa planificación anunciaban a sus parientes
antes de salir a la calle.
Entonces era ministro del interior un tal Ricardo García Rodríguez,
otra marmota en invierno, uno de los tantos lambiscones satisfechos a
rabiar con la dictadura, que sin rubor ponían en duda ante la prensa
la veracidad y las motivaciones de los crímenes que se cometían
bajo su jurisdicción. Sobre la constante ocurrencia de hechos vergonzosos
y crueles, parecía estar más enterada la prensa mundial
extranjera, la de China, Japón, o Africa que los funcionarios del
gobierno más militarizado y con más férreo control
autoritario de la historia de Chile.
El jueves 28, cuando Nattino no volvió a casa a la hora convenida,
el corazón de Elena Nattino, la esposa de Santiago, alertada por
el tic tac del reloj intuyó también, con extrema incredulidad
-no puede ser, qué ha hecho mi marido- que a su esposo le había
ocurrido algo que en aquellos tiempos siempre revestía gravedad.
Un desaparecido más no paralizaba al país. La vida cotidiana
parecía no sufrir alteraciones. Se celebraban bautizos, matrimonios
y cumpleaños. Sin ánimo alguno de participar en la fiesta
de mi casa ese día sábado 30 de marzo, Carmen Hertz después
de que por fin le abrieran la puerta se acercó a Carlos Cerda y
le habló en el oído. Después, se retiró presurosa
con un pañuelo en los ojos. De regreso, Cerda se entretuvo en la
puerta cerrándola con extrema lentitud, maniobra absurda que apenas
consiguió demorar un par de segundos la entrega de la noticia.
-Los encontraron -le había dicho Carmen-. ¡Los han asesinado
a los tres!
Una pareja de médicos allí presentes abandonó a toda
prisa el departamento y sus movimientos resonaron en el silencio. Al día
siguiente, se marcharían del país.
Me pregunté en solitario si había sido un rictus de la sonrisa
tan particular de Nattino, o un desconocido fulgor en sus ojos, de compasión
o desprecio, los signos que habían enojado al verdugo mayor y a
los sicarios cuando decidieron acabar de manera tan atroz con su vida.
¿Cuál había sido el ruido que hizo su cuerpo menudo,
su alma grande y silenciosa para que con tanta ira los asesinos se percataran
de su presencia?
Ante su féretro no hubo desfiles y en su entierro escasearon las
demostraciones de adhesión desmesuradas.
Fue humilde, de corazón noble, lleno de sensibilidad.
A menudo recuerdo al amigo, al compatriota sensible y generoso. Cómo
olvidar cuánto se enriquecieron mi primer libro publicado a los
veintiún años, Los sueños quedan atrás, y
después Déjame tener miedo, con las portadas dibujadas por
él. Similar trabajo de colaboración realizó para
escritores como Armando Cassígoli, Braulio Arenas, Antonio Montero,
Luis Merino Reyes, Poli Délano, Altenor Guerrero (padre del asesinado
Manuel Guerrero), Luis Enrique Délano, Manuel Miranda y Eugenio
García Díaz.
A veces, cuando observo esa gran paleta de la naturaleza que es el cielo,
me parece encontrar en lo alto un retrato grande pintado con nubes, lunas
y soles. Veo en ese marco infinito a Santiago Nattino, José Manuel
Parada y Manuel Guerrero. Los asesinos parecen huir a perderse tras las
nubes más negras, heridos por las espadas del amor y la solidaridad
-única arma que supieron empuñar los tres mártires-.
Meses antes de la muerte de Manuel Guerrero, la Sociedad de Escritores
de Chile nos solicitó a Martín Cerda y a mí que acompañáramos
a Manuel Guerrero, padre (autor de la novela Tierra fugitiva) a una entrevista
con Rafael Retamal, entonces presidente de la Corte Suprema, en el palacio
de los tribunales. Nos recibió un anciano frágil, en cuyas
espaldas encorvadas uno podía adivinar el agobio que le producía
la representación de un poder teórico, de fachada, mantenido
ahí por el dictador. Un “supremo” encadenado, al que
se le negaban todas las facultades y medios para impedir las reiteradas
violaciones que cometía la dictadura contra el derecho y la equidad.
Manuel Guerrero se proponía suplicar al máximo exponente
de la “justicia” chilena que los tribunales le prestaran amparo
a su corajudo hijo, Manuel Guerrero, quien desde hacía meses sufría
el asedio de los servicios montados por la dictadura para exterminar opositores
y demócratas con un desparpajo sostenido y aplaudido por poderosos
gobiernos extranjeros y por un sector de civiles ligados a los intereses
económicos. El aterrorizado Guerrero padre pedía a Retamal
que hiciera respetar la ley arbitrando las medidas necesarias para evitar
la consumación del anunciado crimen. El anciano jurista avanzó
hasta la posición de Manuel Guerrero con pasitos cortos, arrastrando
los pies y lo abrazó como si fuera él el desamparado. De
los pequeños ojos de Retamal cayeron abundantes lágrimas
y entre murmullos deslizó una excusa:
-Lo siento, lo siento. No puedo hacer nada. Las autoridades no escuchan
a la justicia.
Al final, con los ojos aún húmedos, Retamal recomendó
hacer ruido en los medios informativos y llamar la atención de
la ciudadanía sobre el caso, en la esperanza de que los corazones
y los ojos vigilantes de millones de compatriotas amedrentarían
a los asesinos. Fue inútil, igual fueron asesinados Manuel Guerrero,
Santiago Nattino y José Manuel Parada.
Después de aquel trágico cumpleaños, dediqué
una noche entera de vigilia al recuerdo de Santiago Nattino. Lo vi en
el Gran Palace, en uno de los conciertos que anualmente ofrecía
Quelentaro y que eran como baños termales de libertad. Lo vi en
su taller, donde trabajaba con tesón, como uno de los tantos discriminados
en Chile, sometidos a espionaje y permanente sospecha de ser enemigos
de lo que para ellos significaba el concepto “patria”. Aquellos
recuerdos inspirarían más tarde lo que en principio fue
un cuento mío de ocho páginas, El himno nacional, pero que
pronto cobró una irrefrenable vida propia, desarrollando múltiples
vertientes hasta convertirse en la novela que publicó LOM Ediciones
en el año 2001. Un modesto homenaje para quien tuvo una muerte
tan horrorosa y que no debe ser olvidada por los chilenos de buen corazón
FERNANDO JEREZ (*)
(*) Anticipo del libro Diferentes miradas, la historia
que podemos contar, volumen II, de próxima aparición.
Volver | Imprimir
| Enviar
por email |