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DULCE PATRIA
¿para quienes?
En
vísperas de las Fiestas Patrias, es útil preguntarse qué
país estamos construyendo. ¿La “copia feliz del Edén”
que soñaron los libertadores? ¿El país igualitario,
libre y soberano por el que lucharon generaciones de chilenos? Abundan
las investigaciones y encuestas que demuestran que estamos descontentos
y que existe enorme inseguridad sobre el futuro. Son indicadores que apuntan
en sentido contrario al exitismo que derrochan los usufructuarios del
modelo neoliberal.
Chile, en efecto, ha experimentado un tremendo retroceso en su evolución
democrática. Ha vuelto a las condiciones en que se hallaba hace
más de un siglo, cuando se iniciaron las luchas por la justicia
social y la democracia. Lo que hoy tenemos es una república oligárquica
en el más amplio sentido de la palabra. Un grupo muy reducido -que
en la práctica conforma una casta social privilegiada- gobierna
el país en su beneficio. No sólo el poder económico
y financiero se ha concentrado en pocas manos. Lo mismo sucede con el
poder político, que ha pasado a ser un instrumento sumiso del primero
en una identificación consubstancial de intereses. La cúpula
empresarial y política tiene propósitos comunes, y utiliza
similares procedimientos que le han permitido acumular la suma del poder.
Esta oligarquía manipula a los partidos políticos de gobierno
y oposición, que son simples marionetas de un juego que asegura
la continuidad, cualquiera sean los resultados electorales. La política
ha perdido así todo significado para el ciudadano común
que, en su práctica cotidiana, se ha visto despojado del derecho
a participar en las decisiones que determinan su futuro. Carentes de contenido,
valores y principios, los partidos del sistema son distribuidores de prebendas
y a la vez, engranajes de la corrupción con que la oligarquía
gratifica a sus servidores.
A las puertas de un nuevo período electoral, que culminará
el próximo año, el pueblo no puede cometer la ingenuidad
de volver a creer que los partidos al servicio de la oligarquía
van a satisfacer sus anhelos de igualdad y justicia. Nadie ajeno le ahorrará
al pueblo trabajador los sacrificios que significa construir -y defender-
su propia alternativa. La demora en emprender esa tarea, que pudo justificarse
por las condiciones en que se inició el proceso de transición,
hoy se convierte en la irresponsable indiferencia que permite que el país
continúe a merced de la minoría que lo gobierna. La iniciativa
para comenzar a revertir esta situación debe partir de las organizaciones
representativas de los trabajadores y de los sectores ciudadanos castigados
por el modelo. No se puede tolerar que la decepción y desaliento,
profundizados por las promesas incumplidas de la Concertación,
permitan el avance de la derecha por la falta de iniciativa de los sectores
más progresistas de la sociedad. Es necesario rescatar las mejores
tradiciones de lucha, resistencia, creatividad e iniciativa del pueblo
para levantar una alternativa a este modelo, a partir de una Constitución
democrática que reemplace a la que instauró la dictadura
en 1980.
El rumbo fundamental de esta lucha para derrotar a la oligarquía
política y económica que se ha adueñado del país
no es muy diferente al que enfrentan otros pueblos de América Latina.
En el continente prevalecen condiciones similares, como consecuencia de
la aplicación de la receta neoliberal. La pobreza afecta a más
del 40% de la población y casi el 11% se encuentra desempleada,
señala la Cepal. La democracia, reducida al simple acto de votar
entre partidos que representan lo mismo, muestra al desnudo sus insuficiencias
y se va hundiendo en el pantano de la ineficacia y la corrupción.
Un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) de
abril de este año, señala que más de la mitad de
los latinoamericanos apoyaría regímenes autoritarios, si
les resuelven sus problemas económicos. Lo mismo indican las encuestas
a nivel continental de Latinobarómetro. Chile aparece en ellas
con una baja adhesión a la democracia (a esa “democracia”
que no ha resuelto los problemas del pueblo y que, peor aún, se
ha burlado de sus esperanzas). Un reciente estudio de la escuela de administración
y economía de la Universidad Católica Cardenal Raúl
Silva Henríquez señala que el 73% de la población
pobre de Santiago opina que el país vive una “pobre democracia”.
El 59% califica de mala o muy mala la participación, y el 66,5%
tiene una percepción baja o muy baja del actual gobierno. Por otra
parte, a principios de este año se conoció una encuesta
de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, donde se indica que
el 90,6% de los consultados a nivel nacional está de acuerdo en
que “en este país falta más igualdad”, y el
48% piensa que no se puede confiar en nadie. El mismo estudio puso en
evidencia los temores que afectan a los chilenos: el 77,5% teme quedar
cesante, más del 40% piensa que si enferma no tendrá atención
médica adecuada y el 52% cree que no podrá dar una buena
educación a sus hijos.
Son temores propios de un país donde los trabajadores cada día
son más pobres y los ricos más ricos. El desempleo aumenta
y el trabajo que existe es precario. El costo de la mano de obra es uno
de los más baratos del mundo y los salarios reales disminuyen,
mientras crece la productividad gracias al trabajo no remunerado. La salud,
educación y vivienda de calidad están reservados para una
minoría que puede pagar esos servicios. Vastos sectores de las
capas medias también se ven afectados por esta realidad: sus ingresos
se han deteriorado y el desempleo ha generado una vasta legión
de “cesantes ilustrados”, que es incrementada por un sistema
de educación privada guiado por criterios de mercado. Los valores
morales y los lazos solidarios de las familias están siendo destruidos
por la violencia del sistema, el egoísmo, el individualismo y la
competencia despiadada que éste genera. Las principales víctimas
de este modelo inhumano son los niños, los jóvenes sin mañana,
las mujeres violentadas en mil formas y los ancianos condenados a una
soledad que les hace considerar inútiles sus vidas.
En vano se pretende minimizar la corrupción que produce la fusión
de la política con los negocios. La expresión más
repugnante de ese fenómeno, desde luego, es la fortuna ilícita
que logró reunir Pinochet y que ha sumido en la vergüenza
al ejército y a la derecha. Pero los gobiernos de la Concertación
no han escapado a esa ley corruptora del poder oligárquico. Esa
lógica mercantil ha contaminado a los administradores del Estado,
al gobierno, al parlamento y al poder judicial, apartando a funcionarios,
legisladores y jueces de su responsabilidad social de conducir el país
por la senda del bien común y del respeto a la voluntad de la mayoría.
Hay una responsabilidad ineludible para los luchadores sociales que, desde
el seno del pueblo, no han abandonado su quehacer en defensa de los derechos
de los postergados y excluidos. A todos aquellos que no tienen derecho
a cansarse ni a abandonar la lucha por un mundo mejor, les corresponde
emprender la construcción de una alternativa que sea capaz de forjar
la más amplia unidad social y política, para hacer de Chile
un país verdaderamente democrático, igualitario en derechos
y justo para todos. Sólo así podremos sentirnos orgullosos
de esa dulce Patria que dejaremos a nuestros hijos
PF
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