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LA CAIDA DEL CONDOR
Sorpresivo resultó el desafuero de Augusto Pinochet.
La Corte Suprema lo aprobó en el proceso que investiga la Operación
Cóndor.
La resolución revirtió la tendencia que marcaba el anterior
rechazo -basado en razones de salud- de tres peticiones de desafuero contra
el ex dictador. La Corte Suprema ratificó lo que había señalado
la Corte de Apelaciones de Santiago, que aprobó la resolución
del magistrado Juan Guzmán Tapia. Ahora, Pinochet deberá
declarar en torno a la Operación Cóndor y podrá ser
encausado por su responsabilidad en esa asociación criminal, que
crearon los servicios de inteligencia de las dictaduras militares del
Cono Sur, y fue promovida y organizada por Manuel Contreras, jefe de la
Dina, bajo mando directo de Augusto Pinochet.
El nuevo criterio de la Corte Suprema obedece a diversas razones. Entre
ellas, la conducta del ex dictador que constituyó una burla al
diagnóstico de demencia que supuestamente lo aqueja. Una entrevista
con la televisión de Miami -en que hizo declaraciones que, a juicio
de tres médicos especialistas, mostraron un alto grado de normalidad-
se sumó a actividades sociales -reuniones, comidas y paseos- y,
sobre todo, a la demostrada destreza en el manejo de asuntos de finanzas
y negocios como los relativos a las cuentas en el Banco Riggs. La conversación
que mantuvo con el ministro Sergio Muñoz, que investiga esas cuentas
secretas en EE.UU., contribuyó a colmar la medida. La Corte Suprema
tuvo que aceptar que nadie cree que Pinochet esté privado de razón
y que la supuesta condición de demente es una manera de eludir
a la justicia.
La decisión -que tuvo amplia resonancia internacional- se produjo
pocas horas después que el cuerpo de generales del ejército,
presidido por el comandante en jefe, Juan Emilio Cheyre, hizo un público
“recuerdo de la gestión institucional” de Pinochet
con motivo de cumplirse 34 años de su designación como comandante
en jefe. El homenaje de los generales fue sin duda una presión
a los tribunales. En esos días, también, se produjo otro
hecho significativo. La Corte Suprema argentina ratificó la prisión
perpetua del ex agente de la Dina, Enrique Arancibia Clavel, partícipe
en el asesinato del general Carlos Prats y de su esposa en Buenos Aires
hace treinta años. Ese crimen también se investiga en Chile
y nadie duda que Pinochet tuvo participación determinante, como
la tuvo después en el atentado contra Bernardo Leighton y su esposa
en Roma y el asesinato de Orlando Letelier y Ronnie Moffit en Washington,
en septiembre de 1976.
El desafuero de Pinochet, la investigación de sus cuentas en el
Banco Riggs y hasta las acusaciones contra el ex director de Investigaciones,
Nelson Mery, por torturas a prisioneros políticos, inquietan a
la derecha que aspira al silencio y olvido en estas materias. Entretanto,
argumenta que no tiene sentido preocuparse de lo ocurrido hace treinta
años, cuando ya los protagonistas se han convertido en ancianos.
Es mejor -sostienen sus representantes- entregar el pasado “al juicio
de la historia” y preocuparse sólo del futuro.
Para la derecha, la historia es su peor enemiga y por eso se empeña
en manipularla. Le inquietan hasta las películas que reviven el
gobierno de Salvador Allende y el golpe militar. Lo que no aparece en
la historia que escriben sus intelectuales debe caer en el olvido: así
lo ha hecho en episodios tan siniestros como la conspiración contra
el presidente Balmaceda, financiada por el imperialismo inglés.
Antes lo hizo con el apoyo que la aristocracia prestó al colonialismo
español y después, con las terribles masacres que ensangrentaron
la historia del movimiento obrero. En la actualidad, necesita borrar las
huellas de la injerencia norteamericana en el golpe de 1973 y también,
el rastro de los crímenes y horrores que dejó la dictadura.
En el fondo, la derecha apoya, justifica y celebra todo lo que hizo Pinochet,
crímenes y escándalos incluidos, porque fueron la contrapartida
de la represión de la Izquierda. Fue el precio -bien pagado a su
juicio- por la destrucción del movimiento popular que amenazaba
ser alternativa de poder en el país. Sin embargo, deja solo a Pinochet
porque necesita ajustarse a la democracia y mostrar un rostro humano y
conciliador.
La derecha miente y tergiversa. Es evidente que toda persona necesita
conocer el pasado para entender lo que ocurre en el presente y, también,
para enfilar al futuro.
Tenemos -todos- derecho a conocer a fondo lo sucedido en los últimos
decenios, incluyendo las razones de la derrota popular y también
los detalles del precio terrible que la derecha y los militares cobraron
al pueblo que se atrevió a poner en jaque su poder. No es posible,
por otra parte, pensar siquiera en el olvido si hasta hoy no ha habido
justicia y la verdad sigue oscurecida por amplias nubes y sombras.
La mayoría de los responsables de asesinatos, tortura y atrocidades
sigue en libertad y disfruta de cuantiosas jubilaciones y asignaciones
especiales pagadas por el Estado. Unos pocos descansan en prisiones estatales
para militares, gozan de detenciones domiciliarias que nadie controla
o de reclusión en cuarteles donde son tratados como huéspedes.
Ni siquiera se asume en plenitud el hecho de que los crímenes contra
la humanidad son imprescriptibles, como lo reconoce el derecho internacional
y lo aplica la Corte Suprema argentina en el caso de Arancibia Clavel,
y que, por lo tanto, cualquiera sea la edad de los responsables, los procesos
que los afectan deben llegar hasta el final, sin perjuicio de las pautas
humanitarias que deben seguirse respecto a las condenas. Así funcionó
la justicia internacional desde los juicios de Nüremberg, y los criminales
nazis siguen siendo denunciados y perseguidos.
Los nuevos procesamientos de Pinochet -que necesariamente implican a la
derecha- se producen en la proximidad de la recordación de fechas
tan significativas como el triunfo popular del 4 de septiembre de 1970
y el golpe de 1973. Los treinta años del golpe marcaron la resignificación
de la obra y personalidad de Salvador Allende y el comienzo de una nueva
mirada hacia su gobierno y el papel cumplido por la Unidad Popular. Ha
pasado un año y la imagen de Pinochet sigue cayendo, convertido
hoy en una figura despreciable. Mientras, Allende se consolida como un
personaje notable de nuestra historia.
El contraste es mayor porque el modelo neoliberal evidencia su fracaso.
Es claro que el crecimiento de la economía en los últimos
treinta años no ha significado mayor tranquilidad laboral ni mejor
salud, educación y expectativas para la mayoría de los chilenos.
El aumento de la polarización social hace que todavía estén
en situación de pobreza tres millones de personas, que no la abandonarán
antes de 18 ó 20 años con las políticas actuales.
La desigualdad social se profundiza agudamente. Los valores de solidaridad
y responsabilidad social han sido reemplazados por el individualismo y
el consumismo exacerbado.
El capital transnacional domina la economía chilena, más
dependiente que nunca, y la depredación del medio ambiente es una
característica del modelo.
Al acercarnos al bicentenario -el 2010- surgen parecidas interrogantes
a las que se plantearon hace un siglo: ¿Qué ha pasado para
que no hayamos sido capaces de construir una sociedad deseable, integrada,
ajena a las angustias permanentes y a las injusticias estruturales? ¿Por
qué no somos un país vivible y no una selva en que imperan
los poderosos, se agiganta la violencia y las enfermedades mentales crecen
a los mayores niveles del mundo?
A pesar de la permanente campaña de desprestigio, la experiencia
de la Unidad Popular concita cada vez mayor interés. Ahora nos
damos cuenta que en Chile se intentó una revolución, un
profundo cambio para construir un nuevo país, en que el poder estuviera
en manos del pueblo. Fue una revolución que fracasó pero
dejó semillas que en septiembre parecen rebrotar. Surgen nuevas
inquietudes entre los jóvenes y se hacen -una vez más- esfuerzos
por encontrar el camino democrático y pluralista hacia un cambio
social cada vez más indispensable
PF
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