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La televisión
guiando
al pueblo
Autor: Paul Walder
A escasos minutos de ocurrida la tragedia del 27 de febrero, fue la radio la primera en reaccionar. Con receptores a batería, con las radios de los automóviles, pudimos enterarnos, a cuentagotas, de una catástrofe en curso. Y pocas horas más tarde, a medida que llegaba la electricidad a las zonas menos azotadas, surgía una televisión tan desorientada como las pasmadas autoridades que llegaban a la Oficina Nacional de Emergencia, en Santiago. La televisión informaba sin mayores filtros ni modulación lo que en esos momentos tenía a su alcance. Todos los grandes canales, con la extraña ausencia del 13, iniciaron una cobertura que desde una primera estrechez y desorden fue ampliándose minuto a minuto, segundo a segundo, durante el curso del día como una señal de emergencia, un mensaje despojado de ornamentos e interpretaciones. Era información en estado puro, sin cortes, sin publicidad, sin concesiones. Una televisión desnuda vibrando a un ritmo que no nos dejaba tregua.
Pero el momento era de la radio. Por su propia esencia tecnológica, desplegó una información en campaña a través de lo que quedaba en pie de la telefonía, mediante una red de corresponsales en terreno capaz de adelantarse a unas aún aturdidas autoridades de gobierno, atadas a una red burocrática que les impedía no sólo moverse, sino tomar mínimas decisiones. Durante esas primeras horas, radios como Bío Bío y Cooperativa volvieron a mostrar el poder, otorgado por su liviandad y flexibilidad, que tiene este medio de comunicación. Las emisoras no sólo pudieron armar y desarmar redes de comunicación, sino realizar el más rápido y confiable mapeo del país tras el cataclismo. Un trabajo de rescate informativo que permitía sondear la realidad con creciente pavor. La radio, con sus múltiples mensajes en forma de red permitió visualizar la nueva y pasmosa realidad, pero también revelaba algo que parecía inédito: el colapso de los sistemas del Estado y un gobierno paralizado, que acaso balbuceaba decisiones erráticas. Como pocas veces habíamos vivido, y tal vez desde la misma dictadura, un medio de comunicación era el único referente para intentar comprender la realidad de un país en caos.
Tras estas primeras horas de información pura, la televisión comenzó a caer por el peso de su habitual estructura en un proceso que se abrió paso y profundizó hasta el abismo con los días, hasta copar la totalidad del espacio. La tragedia, a partir de entonces, reelaborada y doblemente dramatizada, tomó el ritmo de la televisión, con sus cortes, sus “rostros”, su selección. Con sus auspiciadores. Y, por cierto, bajo sus criterios, su opinión y su orientación. La inicial cobertura informativa dejó su lugar a montajes protagonizados por reporteros que juzgan y condenan. De la inicial información se deriva a la moralización, no sólo verbal, sino a través de la reiteración, acentuación, manipulación. Nuevamente el espectáculo, con su orden teatral y bajo sus habituales y conocidos objetivos. La televisión apareció actuando a coro, bajo un mismo modelo y un recargado guión. La tragedia surgió bajo una sola mirada, descolorida de tanta reiteración y abuso de lenguaje. El terremoto se convirtió en un spot de dolor continuo.
Y, de un día a otro, se operó una mutación sin precedentes, que deja otra vez al desnudo los montajes, las políticas internas y externas. En pocas horas, los efectos del cataclismo mutan el dolor y la muerte: desde el desaliento y la furia se pasa a la esperanza y la solidaridad. De un momento a otro, este pueblo abatido renace, se levanta y se abraza. Y lo hace ante las cámaras de la televisión. El cataclismo, otra vez, cambió. En una amplificación sin precedentes, es espectáculo. A la semana tuvimos al andamiaje televisivo actuando: espectáculo informativo, farándula en pleno reforzada por sus auspiciadores. La televisión de siempre haciendo suya la tragedia. Nuevamente, la televisión modela, silencia y amplifica: levanta a sus víctimas, crea sus propios héroes y apunta también a los villanos. La televisión guiando a las masas desde el dolor a la solidaridad y la esperanza. “Fuerza Chile”, “Adelante Chile”, “Chile ayuda a Chile”.
A partir de entonces, pudimos ver la otra cara de esta tragedia. La habitual, estructural, institucional. Vimos una vez más aquel agrio rostro de Chile, de aquella sociedad de clases que poco o nada ha cambiado en su historia. El terremoto, como tantos otros desastres, es una nueva oportunidad para la caridad institucionalizada, para opacar las diferencias sociales, o para culpar de éstas a una cruel Naturaleza. La televisión, que ha mutado el ánimo ciudadano desde el dolor y el desaliento a la esperanza y la solidaridad, entrega el guión a los nuevos héroes: el momento de la solidaridad y la ayuda es, en la televisión, el momento de la gran empresa, de los bancos, de las elites económicas, políticas y morales. Es el espectáculo final que busca blanquear con una aparente y momentánea solidaridad, injusticias estructurales de un modelo de sociedad.
(Publicado en Punto Final, edición Nº 705, 19 de marzo, 2010)
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