Cobarde
Autor: Ricardo Candia Cares
Debió sentir que el pecho se le hinchaba cuando la detonación de su revólver llegó a sus oídos y luego el estimulante olor de la pólvora recién quemada entró por sus narices. Debió recordar en ese instante la fecha de todas las batallas, la toma de Lima, el asalto del Morro de Arica, la batalla de Yungay...
Rememoró la luz de los fogonazos de los fusiles SIG, en las noches de entrenamiento en los campos de batalla de mentira; se le inflamó el pecho de orgullo, se sintió heredero de las mejores tradiciones militares chilenas y desenfundó su revolver en el convencimiento de que esa labor de acribillar a un cantante de canciones populares, rendido, herido, maltratado y sin posibilidades de atinar a nada, resumía las mejores tradiciones guerreras del nunca vencido ejército de Chile.
Debe haber disfrutado el éxito militar, la sensación de ganador invencible e intocable, sentir el placer de recibir las palmaditas de felicitación de los jefes, suponer con indisimulado orgullo el rumor de admiración que a su paso se expandía por los impolutos pasillos de los cuarteles. Llegaría a ser leyenda.
O mantuvo en algún lugar destacado de la oficina, o sobre las piedras que coronan la chimenea de su casa, en un marco de caoba, el veterano revólver que puso las cosas en su lugar y las balas en las perforaciones que habrían de eliminar a un peligroso enemigo. Contaría la historia mil veces después del tercer whisky, agregándole su poco en cada vuelta.
Tal vez recordó esos días y noches de tensión, del revólver tibio en el muslo, el corvo de acero oscuro al alcance de la mano, las comunicaciones roncas de las radios recibiendo noticias del avance de las tropas, la toma de palacio, los fieros combates de las unidades que, al final, vencieron los reductos de los que resistían, contadas como una película de guerra.
¿Recibió felicitaciones personales quizás del mismísimo Gran Jefe?
Todo con justificado merecimiento.
Había liquidado a uno de los íconos de esos tiempos desordenados y confusos, usando para el efecto su rango y su revólver. La orden que dio a sus conscriptos no podía ser desobedecida y después de los primeros disparos a la cabeza de Víctor Jara, vinieron inútiles descargas de fúsil que sólo acribillaron un cuerpo que ya no podía sentir.
Ese oficial, formado en el honor, la disciplina y el rigor, usó casi medio centenar de balas pagadas por el Fisco para asesinar a un hombre, a uno sólo. Ese teniente se escondió por años en el silencio de sus conscriptos, convencidos de que el miedo que generaba habría de resistir el paso de los años.
Ahora está rodeado y todo el mundo está pendiente de lo que va a pasar con ese infante de bronce que acribilló a un hombre indefenso. Veremos cómo mantiene la gallardía de entonces, si queda rastro del garbo con que aquella vez disparaba a la cabeza del molesto cantante. Veremos si le alcanza la valentía y nos hace saber los detalles inéditos de su hazaña. La gesta de la que fue protagonista el oficial de ejército apodado El Loco, estará dando la vuelta al mundo. Habrá millones de personas atentas a conocer la cara de este héroe y se aprestarán a escuchar su victoria inaudita.
¿Cómo habrá sido la vida de este soldado en los últimos años? ¿Tendrá familia y esas cosas de la gente normal? ¿En qué habrá terminado su brillante carrera militar? ¿Habrán sobrevivido sus más cercanos a la pedagogía de su pistola? ¿Serán sus hijos, de tenerlos, personas normales que no sufrieron los rigores de las botas chantilly, ni los azotes del cinturón porta fusil?
Bastante suerte hemos tenido los habitantes de este país por no haber pasado por el trance dramático de la guerra. Bastante suerte ha tenido el territorio para no haberse expuesto a que cobardes como éstos hayan tenido que defenderlo de enemigos reales.
Resulta muy distinto acribillar a personas indefensas, atadas sus manos, vendados sus ojos, a enfrentarse a enemigos de verdad, en igualdad de condiciones y de armas.
El Loco, ese criminal que asesinó a Víctor Jara y no se sabe a cuántos más, tarde o temprano será atrapado. Dejará un reguero de cobardía a su paso y los sollozos de un llantito apenas audible.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 687, 12 de junio, 2009. Suscríbase a PF) |