Edición 676 - Desde el 5 al 18 de diciembre de 2008
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Teatro en Chacabuco

A raíz del golpe de Estado de 1973, un millar de presos políticos fueron llevados a la antigua oficina salitrera Chacabuco, ubicada en medio del desierto de Atacama. La dictadura la aisló más todavía al rodearla de alambradas y campos minados: Chacabuco era un campo de concentración. La situación era extrema para quienes oficialmente eran “prisioneros de guerra”, pero también algo tenía de realismo mágico. Los cautivos refundaron el pueblito.
Mario Molina y otros compañeros ocuparon una casa abandonada del pueblo fantasma y la convirtieron en un pequeño teatro. El drama y la comedia tenían otro espacio. Con modestia, cuenta Molina, quisieron “escenificar temas ‘evasivos’ (…) para olvidar la realidad que se vivía entonces”. Escribe una decena de obras de teatro, en general de pequeño formato, en cuya producción y puesta en escena participan sus compañeros de prisión.
Entre estas pequeñas obras hay una farsa, “Locos”, que se desarrolla en un manicomio poblado por “orates que se creen médicos, sicólogos, periodistas”. Demasiado parecido al campo de prisioneros. Un hilarante diálogo entre gente de afuera y de adentro en que nadie podría responder la pregunta ¿quién está cuerdo?
En otro gag, un personaje di-serta sobre la incomunicación en un aparente diálogo que no es más que un monólogo, pues no deja hablar a nadie. Como en otros textos de Molina, campea la autoironía y el descubrimiento del absurdo. Cada uno de los que estábamos ahí -contando a los conscriptos que hacían el servicio militar, que también son tema de uno de los gags- teníamos cercana la experiencia de vivir una locura colectiva sin diálogos reales.
Nacía también un diálogo nuevo. En una obra de teatro sobre el teatro, se pone en escena un ensayo de una obra que se presentaría a los prisioneros -el director invita a un par de poetas, nacidos como tales en Chacabuco- que se interpretan a sí mismos. Uno de ellos -Ricardo Cartagena- lee el poema “Despierta Chacabuco”, en cuya estrofa final dice: “Cantos y artes / quena, guitarra y charango / trasuntan sentimiento: / enfermedad y llanto / nostalgias y esperanzas / ansias de libertad. / Despierta Chacabuco, / recibe a los que van llegando”.
El director lo felicita: “Tu poema nos hace volver a la realidad. Nos recuerda quienes somos y dónde estamos”. El mismo autor firmará más adelante “escribidor… egresado de Chacabuco, campo de concentración”. Como los poetas, ahí pudo valorar su propia capacidad para compartir la palabra.
Al proponerse hacer teatro para evadirse, para olvidar la realidad, probablemente Mario Molina no discutió más sus propias palabras que, afortunadamente, resultaron tener menos inocencia y mayor proyección que las contenidas en su primera enunciación. Al final, hay una feliz paradoja. El instrumento del olvido -las obras de teatro- resulta ser el registro más perdurable de la experiencia. Es testimonio y patrimonio. Memoria, legado. Para recordar lo que, en su momento, la sobrevivencia recomendaba olvidar.
En su creación y en la puesta en escena hubo un heroísmo pacífico trascendente. Para un prisionero de guerra la evasión es un derecho y el teatro fue más efectivo que un túnel. Demostró que se podía escapar del estereotipo con que la dictadura quiso estigmatizar a los presos (“marxistas desalmados y asesinos”). La victoria de los chacabucanos consistió en demostrar que tenían una identidad distinta a la asignada, que eran otra cosa. Fue una victoria cultural. En ese contexto hacer teatro era hacer realidad, sin fingir, sin simular, sin actuar. Lo verdadero del verdadero teatro está en estas piezas. Si un preso asistió al teatro, si escribió, si actuó, si ayudó en la escenografía… cualquiera de esas acciones destruía el estereotipo desvalorizador. Y cada uno vivió su rol simplemente, riéndose, emocionándose, recordando, mirándose vivo. Y no se lo llevó el viento porque hubo alguien que escribió, que conservó y que, ahora, puede compartirlo en un libro que, en su totalidad, conserva la mirada de un espectador irónico y escéptico (*). Un testigo, protagonista y comentarista de su tiempo. Gracias Mario Molina

JORGE MONTEALEGRE ITURRA

(*) Teatro en Chacabuco (campo de concentración), Mario Molina Domínguez, Ediciones Cesoc.

(Este artículo se publicó en la edición Nº 676 de Punto Final, 5 de diciembre, 2008. Suscríbase a la edición impresa de PF)