Naciones indígenas en EE.UU.
Lejos del
“sueño
americano”
DANZAS tradicionales de la nación lenape, Filadelfia.
Por casi dos siglos han vivido sin ser vistos, espectadores de la tierra que sus ancestros han ocupado por diez mil años, y tal vez más, a orillas del río Delaware. Han sido testigos de la muerte, la enfermedad, el despojo, el racismo y la violencia. Y muchos temían que dejando de ser invisibles, correrían la misma suerte que sus abuelos. Pero siguiendo una antigua profecía, los descendientes de la nación lenape, de Pensilvania, han decidido dejar el anonimato, salir a la luz pública y reivindicar sus derechos en la ciudad de Filadelfia, la histórica primera capital y cuna del proceso emancipador de Estados Unidos. “Durante generaciones habíamos vivido con miedo”, señala a Punto Final Robert Red Hawk Ruth, jefe de los lenape, en la inauguración de la muestra Fulfilling a Prophecy: The Past and Present of the Lenape in Pennsylvania. “Esa era una manera fea de vivir, infectaba a toda la comunidad, así que decidimos alejarnos de todo eso. Ahora decimos con fuerza que estamos aquí. Esta exhibición se llama ‘Cumpliendo una profecía’ y ha sido una catarsis para nosotros como nación, nos ha permitido mostrarnos y también reunirnos, reencontrarnos como hermanos”.
Instalada en uno de los campus de la Universidad de Pensilvania, la muestra incluye danzas y comidas típicas, vestimentas y recreación de ceremonias, exposición de pinturas y grabados, conciertos en vivo y exhibición de videos documentales con la historia y los desafíos de un pueblo que para sobrevivir, debió volverse invisible. “Mi padre siempre me decía: ‘no te muestres ante nadie, no le digas a nadie de donde provienes’”, relata Red Hawk. Desplazados de su tierra a comienzos del siglo XVIII por los “padres fundadores” de Estados Unidos, los lenape terminaron dispersos en Ohio, Wisconsin, Oklahoma, incluso más al norte, en Canadá. “Mis abuelos y los abuelos de ellos fueron de los pocos que siguieron viviendo aquí. Ellos nos inculcaron las ceremonias espirituales, nuestro idioma y cultura, pero no a la luz del día. Durante generaciones nuestros ancestros se mezclaron con europeos y afroamericanos. Hoy somos poco más de 300 personas aquí en Pensilvania”, nos cuenta el jefe tradicional. “La nuestra es una historia de sobrevivencia”, resume Red Hawk.
Los lenape son una de las 562 tribus o naciones reconocidas por el gobierno de Estados Unidos. Todas son consideradas legalmente “entidades soberanas”: como el gobierno federal y el de los Estados. Dicha soberanía se basa en el derecho al autogobierno que les garantizó la corona británica mucho antes de la formación de Estados Unidos. Luego de su declaración de independencia, el Congreso Continental afirmó la propiedad de EE.UU. sobre territorios que no habían sido parte de las colonias originales, pero reconoció la soberanía de las tribus, consideradas entidades políticas separadas, externas a Estados Unidos. Esto derivó en que se mantuviera el sistema de “tratados”, estableciéndose que sólo el gobierno federal (no los gobiernos locales) podía ser contraparte de las tribus. La firma del tratado con los delaware, en 1787, marcó el inicio de un período de casi un siglo en que el gobierno federal firmó más de 650 tratados con las naciones indígenas, de los cuales fueron ratificados 370. Por regla general, estos contenían cláusulas relacionadas con el mantenimiento de la paz, las relaciones comerciales, los derechos de caza y pesca, y el reconocimiento por parte de las tribus y del gobierno federal de la autoridad de cada contraparte.
“Las tribus indígenas somos consideradas como naciones dentro del país. Como tales, conservamos poderes soberanos sobre nuestra población y territorios. Más que miembros de una minoría racial, los indígenas de Estados Unidos somos pueblos con condición jurídica semejante a la doble nacionalidad. Ese es nuestro estatus legal”, señala a Punto Final Susan S. Harjo, destacada líder de la nación cheyenne y directora, en los años 80, del Congreso Nacional del Indio Americano, principal referente indígena del país. No fue un camino fácil, subraya. Y es que muchos de los tratados firmados a comienzos del siglo XIX serían violados más tarde por el gobierno federal, sobre todo tras la década de 1820 que marcó el inicio del avance colonizador hacia las tierras del oeste. Esto derivó en contiendas judiciales que llegaron hasta la Suprema Corte, instancia que en varios procesos falló a favor de la soberanía de las tribus, sentando una jurisprudencia vigente hasta nuestros días. “El camino judicial es la principal herramienta que tenemos las tribus para reivindicar nuestros derechos”, apunta Susan. “Mucho, pero mucho más efectivo que el político”, reconoce.
Autogobierno y soberanía
A lo largo 150 años, la postura del gobierno respecto de las tribus osciló entre el reconocimiento de su soberanía y la búsqueda de su asimilación forzada. Paradójicamente, sería el polémico presidente Richard Nixon quien trazaría el camino definitivo. “Nixon, en 1971 -señala Susan- emitió una declaración sobre asuntos indígenas que reprobó la eliminación forzosa y nos volvió a caracterizar como entidades políticas soberanas. En este marco, el derecho al autogobierno en múltiples materias quedó garantizado. Al menos en el papel”, aclara. En teoría, EE.UU. posee uno de los marcos legales más avanzados de reconocimiento de derechos indígenas. Países como Canadá, Nueva Zelanda y Dinamarca también reconocen a las naciones originarias el derecho a su territorio, recursos naturales, autoridades y sistemas normativos propios, inclusive el autogobierno. Sin embargo, sólo EE.UU. amplía estos derechos al punto de reconocerles doble nacionalidad. O triple, como en el caso de Susan. “Yo soy cheyenne por parte de padre, muscogee por parte de madre y estadounidense por lamentables circunstancias históricas”, precisa con ironía.
Si bien se trata de un sistema normativo superior incluso a la recientemente aprobada Declaración Universal de Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU, y a años luz de la legislación chilena, una de las más atrasadas del planeta, no todo ha sido color de rosa. Una constante histórica, subraya Susan, fue la violación de los tratados. A lo largo del siglo XIX el gobierno le quitó a los pueblos indígenas dos tercios de las tierras que les habían sido reconocidas como propias, a fin de facilitar la expansión de Estados Unidos hacia el oeste. “Republicanos y demócratas tienen sus manos manchadas con sangre india. A mi gente, los muscogee creek, en 1830 se les obligó a abandonar sus tierras a punta de bayoneta hacia el oeste del río Mississippi”, relata. Susan hace referencia a uno de los capítulos más oscuros de la historia norteamericana: la marcha forzada desde el sudeste al actual Estado de Oklahoma de cinco tribus indígenas (chickasaw, choctaw, creek, seminola y cherokee), durante las administraciones de los demócratas Andrew Jackson y Martin Van Buren. Más de 1.200 kilómetros de infernal caminata que condenó a muerte a miles de nativos.
Se calcula que la cuarta parte de la población cherokee pereció, principalmente asolada por la disentería y otras enfermedades. En su idioma, ellos recuerdan este suceso como nunna daul isuny, (el camino donde nosotros lloramos). De allí su denominación popular: El Sendero de las Lágrimas.
La conquista y colonización del oeste norteamericano nada tuvo que envidiar a la conquista y colonización española, siglos antes, en el resto de América. O a aquella que, por la misma época, ya planificaban contra el pueblo mapuche los Estados de Chile y Argentina, en el Cono Sur de América. Aunque la declaración británica de 1763 afirmaba que las tribus tenían títulos legales sobre sus tierras y que sólo podrían modificarse mediante tratados, la expansión de la frontera blanca fue tan implacable que esto poco se tuvo en cuenta. Un ejemplo fue el tratado de Fort Laramie (1868), entre la nación sioux y el gobierno estadounidense, que acordó entregarles la mitad de las tierras de Dakota del Sur. Sin embargo, luego del hallazgo de oro en Black Hills (Colinas Negras), centro espiritual y geográfico de los sioux, el tratado fue modificado unilateralmente por el gobierno de Washington. Sin consulta ni aviso previo.
En los siguientes veinte años el gobierno federal se apoderó de más del noventa por ciento del territorio que antes les había concedido. Para 1889 el tamaño de la reserva sioux se había reducido a una pequeña esquina del mapa de Dakota del Sur. “Cualquier observador objetivo tendría que decir que nuestro tratamiento de los americanos nativos ha sido una desgracia nacional”, llegó a reconocer el ex candidato republicano, John McCain, entrevistado por el Washington Post. Un poco más autocrítico, su contendor y actual presidente electo de Estados Unidos, el demócrata Barack Obama, calificó de “vergonzosa” la actuación de la Casa Blanca en la materia. Obama, cuya campaña concitó masivo respaldo indígena, prometió restablecer la validez de los tratados, respaldar el autogobierno tribal e inyectar millonarios fondos a los siempre insuficientes presupuestos indígenas. Las tribus, en su gran mayoría, depositaron mucho más que un simple voto ante esta promesa de cambio. Expectantes, aguardan los primeros pasos de su administración.
El caso de Leonard Peltier
En toda Norteamérica las tribus lucharon contra la ocupación de sus tierras. Desde Arizona hasta Alaska. Pero esta resistencia fue aplastada a punta de cañonazos y promesas rotas. “En los tiempos modernos estas historias de atropellos se traducen en que algunas naciones indígenas mandan una carta de saludo a cada nuevo presidente. Y siempre lo llaman con el mismo nombre que daban al presidente George Washington los miembros de la Confederación Iroquese: ‘Sr. Destructor de los Pueblos’. Esto grafica cuál ha sido históricamente la relación de los nativo-norteamericanos con el gobierno”, subraya Susan a Punto Final. En sus palabras resuena el eco de sus ancestros. Su bisabuelo, Bull Bear, fue uno de los principales líderes de la resistencia cheyenne contra la opresión del gobierno de Estados Unidos a fines del siglo XIX. Su abuelo, Thunder Bird, destacado artista y escritor, era reconocido por mantener vivas ceremonias tradicionales de su pueblo, como el Baile del Sol, cuando éstas fueron proscritas por las autoridades. Pero la lucha por la tierra continúa. El propio Estado de Dakota del Sur está intentando trasladar tierras indígenas a manos del Estado, violando nuevamente los tratados firmados con los sioux, también conocidos como lakota.
Un líder rebelde de este pueblo, Leonard Peltier, es hoy el prisionero político estadounidense más conocido en el mundo. Peltier está encarcelado y condenado a doble cadena perpetua por el supuesto homicidio de dos agentes del FBI en la reserva de Pine Ridge. Peltier era un activo militante del Movimiento Indio America (AIM, en inglés), organización radical indígena que en los 70 operó en diversos puntos de EE.UU. y que, junto al Partido de los Panteras Negras, fue duramente reprimido por la administración de Richard Nixon. Encabezado por John Trudell, Russell Means y Dennis Banks, el AIM protagonizó en 1973 el conflicto armado más largo al interior de Estados Unidos desde la Guerra Civil: la ocupación armada de Wounded Knee, sitio histórico ubicado al interior de la reserva de Pine Ridge y donde, en 1890, el ejército de EE.UU. masacró a cientos de sioux que se negaban a ser “relocalizados” en Nebraska, entre ellos decenas de mujeres, ancianos y niños.
La ocupación buscaba denunciar ante el mundo la situación de abandono, marginación y pobreza que afectaba a los sioux. La respuesta del gobierno fue un cerco policial y militar que se prolongó por 71 días, dos activistas del AIM asesinados y el inicio de una caza de brujas que sólo culminó a fines de los 70 con el AIM desarticulado y Leonard Peltier en prisión. “Leonard ha estado más de la mitad de su vida encarcelado. Fue acusado junto a otras dos personas por el asesinato de dos agentes federales, pero fue un enfrentamiento confuso, un tiroteo donde también murió un nativo. Nadie supo ni sabe aún quién disparó a los agentes, no hubo evidencia determinante en el juicio, pero aun así, condenaron a Leonard”, apunta Susan, cuyo esposo, Frank Harjo, militó junto a Peltier en las filas del proscrito AIM. De allí su cercanía con el líder sioux. “En lo personal, Leonard representa una época terrible de persecución política, pero también una época maravillosa de activismo que forma parte de mi vida y de la de mi esposo. Pero nosotros queremos que él deje de ser un símbolo, nos interesa mucho más que recupere su libertad y su vida”, subraya a Punto Final.
Desde la ocupación de Wounded Knee pocas cosas han mejorado para los sioux de la reserva de Pine Ridge, la segunda más grande en extensión territorial de las 314 designadas por el gobierno de Estados Unidos como “territorios tribales soberanos”. Familias pobres en casas baratas subsidiadas por el gobierno; jóvenes que no recuerdan la historia de su pueblo y caen en la trampa de la droga y el alcohol igual que sus padres; hombres y mujeres tratando de sobrevivir sin empleo; tierras propias rentadas a rancheros blancos y perdidas para el uso de sus habitantes. Y por si fuera poco, administraciones corruptas que más que “autodeterminación”, sólo perpetúan la dependencia económica y el control político externo. Legalmente, la reserva Pine Ridge es un “Estado soberano independiente” dentro del territorio estadounidense, con un gobierno indígena democráticamente electo cada dos años y al que se le otorgan casi 70 millones de dólares en pagos federales directos e indirectos, para apoyar a una población de entre 20 y 30 mil habitantes. Sin embargo, todas las decisiones fundamentales sobre su destino se hacen fuera de sus límites, por la misma burocracia que utiliza gobiernos locales corruptos para reprimir voces disidentes que abogan por un cambio. La de Leonard Peltier, es una de ellas.
En la primera economía del mundo, los descendientes de las primeras naciones continúan siendo víctimas del racismo y la marginación social. Conforme a estadísticas oficiales, en Estados Unidos la población nativoamericana tiene ocho veces más posibilidades de padecer enfermedades como la tuberculosis, que otros ciudadanos y un 37% muere antes de los 45 años de edad. La tasa de suicidios es tres veces la tasa nacional, mientras que la mortalidad infantil es 60% más alta que la del conjunto de la población norteamericana. Por su parte, las tasas de desempleo oscilan entre 50 y 80%, lo que al mismo tiempo engendra violencia, delincuencia y un elevado tráfico y consumo de drogas. El desplazamiento a centros urbanos, programado desde Washington en las décadas de los años 50 y 60 por la pobreza en las últimas décadas, en nada ha contribuido a que las condiciones de vida de muchas tribus mejoren. En muchos casos, sólo ha aumentado la tasa de suicidios juveniles y de nativoamericanos que pueblan las principales cárceles del país
PEDRO CAYUQUEO
En Filadelfia, EE.UU.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 676, 5 de diciembre, 2008)
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