Edición 650 - Desde el 26 de octubre al 8 noviembre de 2007
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Protestan los hijos
de la democracia


Autor: MAURICIO BECERRA


La primera vez que Víctor Farías (17 años) vio una pistola, fue cuando un detective puso el arma en la sien a un amigo con el cual tomaba cerveza afuera del supermercado Unimarc, en Las Parcelas de Peñalolén. Ni los cigarrillos que se llevó la policía, ni la cerveza que les arrebataron, resultó más impactante para Víctor que esa imagen de hace dos años. Después, Farías ha visto armas automáticas en manos de traficantes de drogas o las ha oído romper el silencio de la noche en su población.
Para Víctor o Nelson -su hermano de 15 años- el mal trato policial es una experiencia constante. “Podemos estar tranquilamente sentados en la vereda, llegan los pacos y nos empiezan a registrar diciendo que andamos con marihuana o copete. Nos insultan y tratan mal, nos registran enteros. Pegan patadas terribles de fuertes. Anteayer estábamos afuera del colegio, llegaron los pacos y empezaron a registrarnos. ‘Adonde tenís la marihuana’ -preguntan altiro y uno se queda frío, temeroso... Se aprovechan porque ellos están armados y uno anda así nomás”.
Por eso para Víctor Farías la noche del pasado 11 de septiembre fue la oportunidad del desquite. Con sus amigos del Pasaje K encendieron barricadas y esperaron desafiantes a la policía.
El gesto de protesta se ha multiplicado exponencialmente desde hace unos años. En las poblaciones se ha generado un ritual de violencia cada 11 de septiembre, que trasciende la conmemoración del golpe de Estado. Durante esa noche miles de menores salen a enfrentar a la policía. La muerte del cabo Cristián Vera, producto de un disparo en Pudahuel, visibilizó una protesta que ya en 1997 dejó dos muertos. En 2005 la bala de un policía mató al menor Cristián Castillo, a pocas cuadras del Pasaje K donde viven Víctor y Nelson Farías.

PERSPECTIVA HISTORICA

Si bien la protesta urbana ha sido una constante en la lucha de los sectores populares, lo que ocurre en las noches de los 11 de septiembre de los últimos años destaca por el grado de violencia, el uso de armas de fuego y la presencia de muchos menores. Esta situación, a juicio de Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia, “evidencia la fractura entre los dos niveles en que se miden los procesos históricos. Por un lado, se desarrolló la transición formal, acomodando la Constitución dictatorial, proceso que la clase militar y política ya han dado por cerrado. En un segundo plano, ocurre un proceso histórico más invisible, menos formalizado y conceptualizado. Es la transición ciudadana, que está regida por otros parámetros, diferentes a los acuerdos y negociaciones políticas. Lo rige la memoria social de lo que significó la dictadura, los recuerdos de la democracia existente antes del golpe y la evidencia de la vida actual, bajo la dictadura del mercado. Para aquellos que dieron por cerrada la transición hay que hacer valer la ley que emana de la Constitución dictatorial. Eso expresa para ellos la gobernabilidad. En cambio, para las masas populares la transición no está cerrada mientras no existan canales de comunicación orgánica entre los dos niveles de la sociedad, tengan espacios de expresión política y funcionen canales expeditos de participación ciudadana. Para ellos la única posibilidad de alcanzar esos objetivos es mediante la protesta”.
El sociólogo Raúl Zarzuri, coautor con Rodrigo Ganter del libro Culturas juveniles. Narrativas minoritarias y estéticas del descontento, señala que la protesta poblacional elige como objetivo a la policía porque esa institución fue la “encargada de reprimir a los sectores populares durante la dictadura. Eso está en la memoria de esos sectores. Además, el accionar de la policía en los sectores populares es muy diferente al trato que utiliza con sectores acomodados. Muchos jóvenes de las poblaciones experimentan fobia a Carabineros, que es correspondida por la policía con verdadera saña contra ellos”.
Gabriel Salazar agrega que la violencia no es antojadiza, como pretenden hacer aparecer los medios. “Pese a que no hay una propuesta política para deshacerse del modelo neoliberal y muchos agentes de violencia no han racionalizado el porqué de ella, ésta se expresa en la destrucción de los símbolos materiales del modelo: colegios privados, mobiliario urbano, vehículos policiales. Eso revela que no hay confianza ni expectativas en las ofertas y promesas del sistema”.
Una imagen repetida machaconamente por la TV después del último 11 fue la destrucción del colegio Nocedal, en La Pintana, propiedad del Opus Dei. Un vecino del sector, Danilo Fuentes, señala: “Hay cierto resentimiento en la población con ese colegio. Sólo admite alumnos con notas excelentes; se exige pelo corto a los jóvenes y moño a las niñas; tienen uniforme distinto a otros colegios y tratan a los apoderados como si fueran una elite en la población”.
A juicio del historiador Sergio Grez, “el análisis de la protesta urbana, desde el primer reventón ocurrido en 1889 en Santiago, da cuenta que la mayoría de las víctimas las causa la represión estatal. Como efecto de esas protestas, en el mediano plazo se producen reacomodos en la clase dirigente. Esta hace concesiones, pero en función de mantener su control sobre el conjunto de la sociedad”.
Gabriel Salazar añade: “En Chile existe una cultura de la protesta masiva. Eso está en la memoria colectiva y la juventud la reproduce. Pese a que el proceso de la Unidad Popular encauzó institucionalmente al movimiento popular, luego del golpe y de la represión, en 1983, esa tradición de la protesta reapareció y se legitimó convertida en resistencia antidictatorial”.

LA PROTESTA POR LA TELE

La noche del pasado 11 de septiembre, mientras la ciudad era bombardeada con gas lacrimógeno, la televisión transmitía en directo desde el Hospital de Carabineros la llegada en helicóptero de cada policía herido (42 en total). Algunos periodistas estrenaron una práctica de los reporteros norteamericanos en Iraq: acoplar sus vehículos a los carros de asalto policiales. Otros comentaristas de la violencia guardaron los antiguos adjetivos “violentistas” y “vándalos” usando esta vez “delincuentes”, palabra repetida por los voceros policiales y autoridades del gobierno. El columnista de La Tercera, Patricio Navia, no vaciló en hablar de “barbarie contra civiles y carabineros”.
Esa misma noche, una guagua de 26 días, Catalina Gajardo, murió en la Villa René Schneider, de Lo Hermida, asfixiada por las bombas lacrimógenas. Eso no tuvo eco en los medios, volcados al funeral del cabo Vera. También se omitió difundir que el cabo fallecido era de la misma comisaría a que pertenecía el carabinero Miguel Angel Castro, que días antes mató con su pistola a un niño de 11 años que había peleado con su hijo.
En las primeras horas del 12 de septiembre el subsecretario de Interior, Felipe Harboe, exigió a las organizaciones de derechos humanos que se responsabilizaran por (…)

(Este artículo se publicó completo en la edición impresa de“Punto Final”, Nº 650, 26 de octubre, 2007. Suscríbase a PF)


 

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