|
Mi escuela pública
A finales de los 60, dos escuelas públicas en San Bernardo atendían a centenares de niños moquillentos y quiscudos, hijos de los obreros de la maestranza ferroviaria, del zapatero, del feriante o del peluquero: la escuela número 3, en calle Nogales, y la escuela 17, cercana al canal espejino. Escuelas con número, que no se llamaban Academy, College o School. Los profesores asumían su realidad estoica de maestros normalistas. El mobiliario de madera, antiquísimos bancos que conservaban el orificio del tintero en desuso por varias décadas, daba cuenta que viejos y pesados pupitres compartidos jamás fueron renovados, sólo pintados y repintados cada año para borrar los miles de testimonios, consignas o declaraciones de amor. O cientos de historias, decenas de apodos para insultar a la “condora” de inglés, denostar al inspector de patio o graficar las piernas de la señorita Eva, dueña de la clase de dibujo. Todo tallado con clavos por varias generaciones de alumnos.
Los niños de la escuela pública usábamos unos overoles grises de gran tamaño, lo que no era una imposición de la moda neoyorquina o un desliz farandulero. Nuestros padres los compraban una o dos tallas superiores para que la vestimenta sirviera el año completo y asegurar gran parte del siguiente. El calzado, unos bototos que parecían zapatos de seguridad, era capaz de soportar la intensa lluvia del invierno y casi derretir los pies en el verano. Los negros bototos se transformaban en chuteadores y hasta en arma defensiva, si era necesario. Pero no todos vestíamos igual. Los alumnos del Sagrado Corazón llevaban chaqueta sin solapa, corbata azul o roja (con los años he sucumbido a una memoria daltónica), botas, cuando era invierno, y zapatos bajos, cuando el verano arreciaba. Usaban buzo azul para la clase de gimnasia y paraguas con empuñadura tallada, para evitar los torrenciales aguaceros de julio.
En el mundo femenino, las compañeras de la escuela 17 usaban un delantal a cuadros y parecían dispuestas para el servicio doméstico, para preparar la sopa o guisar el pollo. Las niñas de la Inmaculada Concepción, en cambio, llevaban un trajecito escocés de dos piezas, falda con pliegues y calcetas blancas y en unos portafolios mononos, las hojas pautadas de la clase de piano.
Se podrá especular que finales de los 60 la vestimenta era mera diferencia entre un laicismo público y un catolicismo privado. Temo que no. La vestimenta era la temprana diferenciación en la vida, la incandescente frontera entre el que ordena y el que acata. El overol gris, inmensamente grande, nos preparaba para la fábrica, para la usina o para el taller; nos inducía al polvo, nos señalaba la pala, nos conducía al cemento y la arena, nos marcaba un oficio. Albañil o carpintero y quizá los más legos sólo tendrían cabida como vendedor ambulante, lustrador de zapatos o barrendero. Ellas buscarían lugar en el servicio doméstico, como modista o verdulera de feria libre. Trabajos de fuerza, miserables salarios. La corbata de los colegios privados mostraba el camino hacia la Academia de Guerra, el claustro universitario, la abogacía, la medicina o el cálculo ingenieril. Así como la armonía del piano preparaba para el matrimonio en la catedral, para el virginal vestido o el desmayo con los ojos blancos ante la desnudez masculina en la noche de bodas.
Todas las cifras indican que el overol sigue presente en los colegios públicos y también en los subvencionados, aunque les cambien el nombre y modifiquen vestuario. El overol gris está en todas las aulas de los colegios pobres. Aunque la escuela de barrio hoy se llame Academy o Instituto Superior. Sigue siendo cuna de desigualdades.
Los colegios Britania no tenían luz ni agua; las alcantarillas eran socavones de ratas y los asistentes eran niños pobres entre otros pobres que pululaban por las polvorientas calles. A los profesores no les pagaban durante meses y sus lagunas previsionales parecían el Océano Pacífico. El sostenedor era un mal agestado “nuevo rico”, un deshonesto insensato que veía en la escuela un buen fajo de billetes. Lo más cercano a la educación era escribir “pedajogía”, con “j” primero y con “g” después, porque así le sonaba a Jugosa Ganancia. Pero los colegios se llamaban Britania, lloviéndose por dentro, con barriales por patio y un gélido viento, recreando los inviernos fluviales de la Britania europea.
La situación no es accidental, las brechas se amplían en la medida que el negocio florece. Hace un tiempo en la prensa capitalina un aviso señalaba: “Vendo colegio con mil alumnos, funcionando. Excelente negocio”. Volvemos paulatinamente a la época del feudo, cuando el señor todopoderoso vendía las tierras con vasallos incluidos. Hoy se venden escuelas con los alumnos.
Y la fiesta sigue dando dividendos. La comuna de Vitacura tiene sólo dos escuelas públicas, Antártica Chilena y el Liceo Amanda Labarca, refugio o bastión de los hijos de la nana, del jardinero, de profesores. También llegan los vástagos de quienes prefieren un mayor pluralismo de clase. Dos colegios públicos o municipales… dos trincheras laicas, en el derrotero de la opulencia. Pero pareciera que ofenden. ¿Cómo atentan un par de colegios contra la pulcra y privada educación católica de la comuna? Dos sobrevivientes en el municipio más acaudalado del país. Pareciera que el sentido público y la condición estatal son atributos impropios para la exclusividad del barrio. Ya pronto encuentran su hora. Hora definitiva de la privatización. Este año, el colegio Antártica Chilena comenzó diferenciando cursos por género: hombres a la diestra, mujeres a la siniestra “¿No se parece demasiado a lo realizado en Colonia Dignidad en época de Schaefer?”, dice Yuri Delgado, activo dirigente vecinal de la comuna. ¿No parece acaso un primer aroma a Opus Dei, un deseo oculto de los Hasbún y los Medina, un hálito póstumo de Escrivá de Balaguer?
LEONARDO SALAZAR MOYA
(Publicado en “Punto Final Nº 650, 26 de octubre, 2007)
Volver | Imprimir
| Enviar
por email |