La guerra del
salitre
Autor: RAFAEL LUIS GUMUCIO RIVAS
La Constitución dictatorial de 1980, recauchada por el presidente Ricardo Lagos y sus ministros, no piensa garantizar ni libertad de opinión, ni igualdad ante la ley, mucho menos libertad de enseñanza pues sólo garantiza libertad de empresa. No podía ser de otra manera, si consideramos su matriz conservadora y neoliberal.
Los diarios pertenecen a dos grandes consorcios, El Mercurio y Copesa; los canales de televisión a dos grandes millonarios, Ricardo Claro y Sebastián Piñera; también hay un canal estatal, que tiene un directorio supuestamente pluralista, y otro católico, razón por la cual no es extraño que se haya censurado el documental Epopeya, que trata de la guerra del salitre. Como la censura es una fea palabra en estos tiempos, se disimula con una llamada telefónica del canciller Foxley al presidente del directorio de TVN, Francisco Vidal. En Chile, hoy, las órdenes se llaman sugerencias: es muy peligroso para nuestras relaciones con Perú exhibir Epopeya. Son tan débiles nuestras relaciones con los países vecinos que el hecho de recordar la historia puede resucitar conflictos. ¿No sería mejor declarar inexistente el pasado por medio de un decreto? ¿Es que el público es tan ignorante que nuestros gobernantes lo creen incapaz de analizar la historia?
¿No les parece, queridos lectores, que este es un nuevo insulto a nuestra inteligencia? Como no he visto el documental, me veo obligado a opinar, basado en comentarios filtrados en la prensa.
Para empezar, el nombre de “guerra del Pacífico” es falso. Más adecuado sería denominarla “guerra del impuesto de diez centavos” o “guerra del salitre”. Su origen y desarrollo es económico: el gobierno de Aníbal Pinto sufría la peor crisis económica del siglo XIX. Para evitar el default tuvo que terminar con el patrón oro y reemplazarlo por el papel moneda. Perú también estaba en crisis, por lo cual se vio obligado a nacionalizar el salitre; los bonos peruanos estaban completamente devaluados. Es cierto que, además, existían intrigas diplomáticas, en especial el tratado secreto entre Perú y Bolivia.
En esta guerra de intereses económicos, como siempre, se confunde leyenda con realidad: la famosa “chupilca del diablo” -mezcla de pólvora con aguardiente- es una invención del radioteatro Adiós al Séptimo de Línea, de Jorge Inostroza, que provocó mi interés por la historia. En el fondo, los soldados eran reclutados en las famosas levas forzosas, y dudo que estuvieran dispuestos a morir, dirigidos por sus ineptos generales. Es sabido que Manuel Baquedano tenía menos vocabulario que George W. Bush. La oligarquía ha sido muy inteligente para inventar sus propios héroes: en la guerra del salitre fueron los ministros Rafael Sotomayor, padre del carnicero de la matanza de Santa María de Iquique y posteriormente, José Francisco Vergara, radical, masón, millonario y dueño en Viña del Mar de la quinta que lleva su apellido.
Mario Rivas, un periodista talentoso y mordaz, escribió una monstruosa obra de teatro cuya trama consistía en el abrazo entre Juan Verdejo y un aristócrata. Según el autor, estos dos personajes habían ganado la guerra del Pacífico.
La oligarquía también inventó el personaje Patricio Lynch, una especie de virrey que dirigió la ocupación de Lima, en que los soldados se dedicaron, brutalmente, a violar a cuanta niña peruana encontraron y, hasta hoy, no se han devuelto los tesoros artísticos y literarios robados a la capital del Rímac.
Como en Chile todo es falso, la famosa estatua de Baquedano en Plaza Italia corresponde al general Ferdinand Foch, héroe francés de la primera guerra mundial.
La mayoría de los críticos chilenos del Centenario culparon a la guerra del salitre de todas las desgracias del Chile de comienzos del siglo pasado. MacIver, en su discurso Crisis moral de la República, culpa a la “peste de la riqueza fácil del salitre” de todas las corrupciones del Chile parlamentario. Para el profesor Alejandro Venegas, fueron la guerra del Pacífico y la contrarrevolución de 1891 las causantes de la corrupción de los banqueros y de la oligarquía campesina. Carlos Vicuña Fuentes fue partidario de abandonar el patrioterismo y entregar las cautivas Tacna y Arica a Perú.
¿Quiénes ganaron con la guerra del nitrato? En primer lugar, la oligarquía, los banqueros y los especuladores, que no pagaron nunca más impuesto a la renta y vivieron del ocio que permitían los millones, producto de este regalo del desierto. En segundo lugar, el imperialismo inglés, representado por los reyes de la especulación de fines del siglo XIX, entre quienes se cuenta a John Thomas North, “el rey del salitre”. North era un genio de la publicidad: se inventó un (…)
(Este artículo se publicó completo en la edición Nº 635 de "Punto Final", 23 de marzo de 2007)
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