Edición 564 - Desde el 02 15 de abril de 2004
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El habla económica
esconde una política
de la exclusión

Pinochet ya había reducido el glosario político. Términos como clases sociales, revolución, pueblo, explotación, injusticia o desigualdad no circulaban en público desde los primeros años setenta. Con el retorno a la democracia a inicios de los noventa, el glosario político fue reemplazado no sólo por el económico, sino por aquella nueva jerga planetaria que surge de la globalización. Una “neolengua” que incorporaba extraños términos como flexibilidad, globalización, eficiencia, excelencia, regionalismo abierto, tolerancia cero, exclusión, etnias, nueva economía… Una pseudo lengua que tenía sus fuentes originales en los conversos de la Izquierda. El nuevo léxico no era una invención generada por el capitalismo tradicional, sino por viejos revolucionarios que anunciaban su nueva revolución, la neoliberal. Los antiguos promotores de la lucha de clases, testigos de las evidentes contradicciones del capitalismo, regresaban cual héroes griegos tras la epopeya con la arrebatada verdad: el cambio, la revolución, había estado siempre en el mismo capitalismo. Los influjos posmodernos, en un país que aún buscaba su modernidad, sólo creaban desconcierto, que por su misma complejidad ideológica no logró alterar los resultados eleccionarios. La Izquierda, pese a sus elogios neoliberales, aún era progresista.
Hubo, sin duda, un oportunismo discursivo y violento, que aprovechaba la confusión ideológica internacional y, en Chile, la falta de contrapeso político. El capitalismo y su nueva retórica fueron presentados, sin grandes explicaciones, como el factor de movilidad social, de las oportunidades, en suma, como el motor del tan buscado desarrollo. Sin dejar de ser revolucionarios eran también capitalistas. Una paradoja, contradicción como pocas, que cerraba cualquier discurso alterno. Polemizar esta verdad era la marginalidad, la locura, el anclaje ideológico, el pantano de la modernidad.
Se trata de un discurso violento, de coacción simbólica, un discurso que descalifica a sus críticos, soberbio, intolerante. El neoliberalismo, su mágica elocuencia y, entonces, sus efectos macroeconómicos y también subjetivos, devenía verdad revelada. Los chilenos podían acceder a créditos liberados y a un consumo desenfrenado, vida moderna que marcaba una brecha, un salto en el aire, con el poder de consumo de sus antepasados. Comprar un auto coreano, un equipo de música o una lavadora, jamás lo soñaron la mayoría de nuestros abuelos. La propuesta neoliberal y su prodigiosa elocuencia conducía a un discurso regional, acaso mundial, del modelo (económico) chileno que, en principio, ocultaba bajo un velo socialdemócrata su raigambre neoliberal. Lo que se exhibía al mundo era, simplemente, el éxito económico, medido, en aquellos confusos años, como mera estadística macroeconómica. Los números pasaron a ser signos privilegiados del nuevo lenguaje.
El discurso económico, que deriva de una disciplina, controla el resto de nuestro hablar. Determina las condiciones de utilización, impone reglas y no permite el acceso a todos los sectores. Incluye y excluye. Quien ingresa en el orden de este discurso ha de satisfacer ciertas reglas que lo califican o certifican como un representante de ciertos ritos, de un determinado pensamiento.
El discurso económico neoliberal tiene, al menos, dos características. Funciona como las antiguas sociedades secretas cuyo cometido es conservar o producir discursos, pero para hacerlos circular en un espacio acotado, distribuyéndolos nada más que según reglas estrictas y por oficiantes elegidos. Son formas de apropiación y difusión del secreto, como es el secreto técnico y científico, como es el discurso médico. El saber neoliberal -como también el político, que es hoy una extensión o un efecto del económico- ha sido ejercido, apropiado y distribuido del mismo modo que estos otros discursos. Sólo unos pocos elegidos pueden opinar de economía. Y sólo basta echar una mirada a nuestra prensa para ver quiénes son los que han sido designados como gurús. Por lo general, han de estar acreditados en centros de estudios norteamericanos, los cuales, a su vez, han sido también certificados como generadores de la doctrina liberal.
La otra característica que puede aplicarse al discurso neoliberal es la doctrinaria. La doctrina, a la inversa de aquellas sociedades cerradas, tiende a la difusión. En apariencia, la sola condición requerida para compartir el discurso sería el reconocimiento de las mismas verdades y la aceptación de sus reglas, acciones que conllevan, también, a una mayor significación. La dependencia doctrinal detecta a la vez el enunciado y al sujeto que enuncia. En un procedimiento de inclusión y exclusión -tal como en la dictadura, aun cuando sin la sanción corporal- el discurso doctrinario neoliberal en tiempos democráticos denuncia al sujeto que habla en el caso de haber formulado una herejía; lo vincula a cierto tipo de enunciación y le prohíbe cualquier otra. Se sirve también de ciertos tipos de enunciación para vincular a los individuos y para separarlos del resto.
Estas características han estado presentes desde los inicios del discurso neoliberal, hacia la década de los setenta. Es un discurso cerrado, secreto. La economía es asunto de sus oficiantes, la que se ejecuta sin necesidad de debate. El modelo económico se ejerce del mismo modo que la acción política, ambos ámbitos bien reforzados por el aparato comunicacional y represivo. Durante la dictadura el discurso neoliberal no es doctrinario, sino sólo un relato críptico de iniciados. Están los discursos político y moral, para actuar como doctrina, como instrumento discriminador, máquina de inclusión y exclusión.
La ausencia en democracia del discurso autoritario -junto a sus mecanismos de refuerzo policial- llevan al relato neoliberal a convertirse también en doctrina. Es el discurso de la verdad, como nueva mitología, ahora identificada con los procesos de modernización, de democratización y desarrollo económico. Sin la violencia coercitiva de la oratoria política dictatorial, el relato neoliberal doctrinario se instala reemplazando al dictatorial, pero no sin elementos de coerción y segregación. Deviene en un instrumento eficaz de renovación lingüística, el que se enuncia como un valor positivo: libertad, democracia, tolerancia, minorías. La modernización y la democracia están incorporadas en el modelo económico.
Se trata de un relato que borra la historia, la reciente y la pasada. Se vacía de todo recuerdo anterior a la dictadura -del legado socializante- y también de los crímenes recientes. Sólo con esta ahistoricidad el nuevo lenguaje puede rescatarse y limpiarse de sus orígenes dictatoriales y presentarse como un singular nuevo mito democrático.
La restauración democrática recupera los antiguos mitos burgueses, con sus valores frente al orden, la propiedad privada, ciertas costumbres. Un estatuto que no necesita nombrarse; está ahí porque ha estado siempre ahí. Los nuevos gobiernos, que son burgueses aun cuando no lo enuncian -¿cuándo un partido político burgués se ha denominado como tal?- se acomodan a los hechos sin necesidad de nombrarlos.
La difusión de los viejos conceptos burgueses se hacía antes bajo la idea de nación; hoy han sido reemplazados por los conceptos de mercado, comercio, crecimiento. Y esta difusión se hace por decreto y también por exclusión lingüística. Así se ha vaciado del glosario público, administrativo y comunicacional nombres como proletariado, clase, lucha, explotación o, incluso, trabajador.
La ideología política, como vemos, si bien no ha sido totalmente reemplazada, ha sido remozada y maquillada por la racionalidad económica, que ha devenido en una ideología del mercado, nueva mitología que, más que referirse a un evento pasado elevado cual acontecimiento supranatural, vela la historia y el presente y se extiende mesiánica hacia un indefinido futuro. La mitología de la economía de mercado, incapaz de hallar sus orígenes en un evento histórico mágico, carente -en principio- de figuras míticas o heroicas, es sólo una gran promesa, a la manera de la recompensa futura de las religiones

PAUL WALDER

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