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El habla económica
esconde una política
de la exclusión
Pinochet ya había reducido el glosario político. Términos
como clases sociales, revolución, pueblo, explotación, injusticia
o desigualdad no circulaban en público desde los primeros años
setenta. Con el retorno a la democracia a inicios de los noventa, el glosario
político fue reemplazado no sólo por el económico,
sino por aquella nueva jerga planetaria que surge de la globalización.
Una “neolengua” que incorporaba extraños términos
como flexibilidad, globalización, eficiencia, excelencia, regionalismo
abierto, tolerancia cero, exclusión, etnias, nueva economía…
Una pseudo lengua que tenía sus fuentes originales en los conversos
de la Izquierda. El nuevo léxico no era una invención generada
por el capitalismo tradicional, sino por viejos revolucionarios que anunciaban
su nueva revolución, la neoliberal. Los antiguos promotores de
la lucha de clases, testigos de las evidentes contradicciones del capitalismo,
regresaban cual héroes griegos tras la epopeya con la arrebatada
verdad: el cambio, la revolución, había estado siempre en
el mismo capitalismo. Los influjos posmodernos, en un país que
aún buscaba su modernidad, sólo creaban desconcierto, que
por su misma complejidad ideológica no logró alterar los
resultados eleccionarios. La Izquierda, pese a sus elogios neoliberales,
aún era progresista.
Hubo, sin duda, un oportunismo discursivo y violento, que aprovechaba
la confusión ideológica internacional y, en Chile, la falta
de contrapeso político. El capitalismo y su nueva retórica
fueron presentados, sin grandes explicaciones, como el factor de movilidad
social, de las oportunidades, en suma, como el motor del tan buscado desarrollo.
Sin dejar de ser revolucionarios eran también capitalistas. Una
paradoja, contradicción como pocas, que cerraba cualquier discurso
alterno. Polemizar esta verdad era la marginalidad, la locura, el anclaje
ideológico, el pantano de la modernidad.
Se trata de un discurso violento, de coacción simbólica,
un discurso que descalifica a sus críticos, soberbio, intolerante.
El neoliberalismo, su mágica elocuencia y, entonces, sus efectos
macroeconómicos y también subjetivos, devenía verdad
revelada. Los chilenos podían acceder a créditos liberados
y a un consumo desenfrenado, vida moderna que marcaba una brecha, un salto
en el aire, con el poder de consumo de sus antepasados. Comprar un auto
coreano, un equipo de música o una lavadora, jamás lo soñaron
la mayoría de nuestros abuelos. La propuesta neoliberal y su prodigiosa
elocuencia conducía a un discurso regional, acaso mundial, del
modelo (económico) chileno que, en principio, ocultaba bajo un
velo socialdemócrata su raigambre neoliberal. Lo que se exhibía
al mundo era, simplemente, el éxito económico, medido, en
aquellos confusos años, como mera estadística macroeconómica.
Los números pasaron a ser signos privilegiados del nuevo lenguaje.
El discurso económico, que deriva de una disciplina, controla el
resto de nuestro hablar. Determina las condiciones de utilización,
impone reglas y no permite el acceso a todos los sectores. Incluye y excluye.
Quien ingresa en el orden de este discurso ha de satisfacer ciertas reglas
que lo califican o certifican como un representante de ciertos ritos,
de un determinado pensamiento.
El discurso económico neoliberal tiene, al menos, dos características.
Funciona como las antiguas sociedades secretas cuyo cometido es conservar
o producir discursos, pero para hacerlos circular en un espacio acotado,
distribuyéndolos nada más que según reglas estrictas
y por oficiantes elegidos. Son formas de apropiación y difusión
del secreto, como es el secreto técnico y científico, como
es el discurso médico. El saber neoliberal -como también
el político, que es hoy una extensión o un efecto del económico-
ha sido ejercido, apropiado y distribuido del mismo modo que estos otros
discursos. Sólo unos pocos elegidos pueden opinar de economía.
Y sólo basta echar una mirada a nuestra prensa para ver quiénes
son los que han sido designados como gurús. Por lo general, han
de estar acreditados en centros de estudios norteamericanos, los cuales,
a su vez, han sido también certificados como generadores de la
doctrina liberal.
La otra característica que puede aplicarse al discurso neoliberal
es la doctrinaria. La doctrina, a la inversa de aquellas sociedades cerradas,
tiende a la difusión. En apariencia, la sola condición requerida
para compartir el discurso sería el reconocimiento de las mismas
verdades y la aceptación de sus reglas, acciones que conllevan,
también, a una mayor significación. La dependencia doctrinal
detecta a la vez el enunciado y al sujeto que enuncia. En un procedimiento
de inclusión y exclusión -tal como en la dictadura, aun
cuando sin la sanción corporal- el discurso doctrinario neoliberal
en tiempos democráticos denuncia al sujeto que habla en el caso
de haber formulado una herejía; lo vincula a cierto tipo de enunciación
y le prohíbe cualquier otra. Se sirve también de ciertos
tipos de enunciación para vincular a los individuos y para separarlos
del resto.
Estas características han estado presentes desde los inicios del
discurso neoliberal, hacia la década de los setenta. Es un discurso
cerrado, secreto. La economía es asunto de sus oficiantes, la que
se ejecuta sin necesidad de debate. El modelo económico se ejerce
del mismo modo que la acción política, ambos ámbitos
bien reforzados por el aparato comunicacional y represivo. Durante la
dictadura el discurso neoliberal no es doctrinario, sino sólo un
relato críptico de iniciados. Están los discursos político
y moral, para actuar como doctrina, como instrumento discriminador, máquina
de inclusión y exclusión.
La ausencia en democracia del discurso autoritario -junto a sus mecanismos
de refuerzo policial- llevan al relato neoliberal a convertirse también
en doctrina. Es el discurso de la verdad, como nueva mitología,
ahora identificada con los procesos de modernización, de democratización
y desarrollo económico. Sin la violencia coercitiva de la oratoria
política dictatorial, el relato neoliberal doctrinario se instala
reemplazando al dictatorial, pero no sin elementos de coerción
y segregación. Deviene en un instrumento eficaz de renovación
lingüística, el que se enuncia como un valor positivo: libertad,
democracia, tolerancia, minorías. La modernización y la
democracia están incorporadas en el modelo económico.
Se trata de un relato que borra la historia, la reciente y la pasada.
Se vacía de todo recuerdo anterior a la dictadura -del legado socializante-
y también de los crímenes recientes. Sólo con esta
ahistoricidad el nuevo lenguaje puede rescatarse y limpiarse de sus orígenes
dictatoriales y presentarse como un singular nuevo mito democrático.
La restauración democrática recupera los antiguos mitos
burgueses, con sus valores frente al orden, la propiedad privada, ciertas
costumbres. Un estatuto que no necesita nombrarse; está ahí
porque ha estado siempre ahí. Los nuevos gobiernos, que son burgueses
aun cuando no lo enuncian -¿cuándo un partido político
burgués se ha denominado como tal?- se acomodan a los hechos sin
necesidad de nombrarlos.
La difusión de los viejos conceptos burgueses se hacía antes
bajo la idea de nación; hoy han sido reemplazados por los conceptos
de mercado, comercio, crecimiento. Y esta difusión se hace por
decreto y también por exclusión lingüística.
Así se ha vaciado del glosario público, administrativo y
comunicacional nombres como proletariado, clase, lucha, explotación
o, incluso, trabajador.
La ideología política, como vemos, si bien no ha sido totalmente
reemplazada, ha sido remozada y maquillada por la racionalidad económica,
que ha devenido en una ideología del mercado, nueva mitología
que, más que referirse a un evento pasado elevado cual acontecimiento
supranatural, vela la historia y el presente y se extiende mesiánica
hacia un indefinido futuro. La mitología de la economía
de mercado, incapaz de hallar sus orígenes en un evento histórico
mágico, carente -en principio- de figuras míticas o heroicas,
es sólo una gran promesa, a la manera de la recompensa futura de
las religiones
PAUL WALDER
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