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La historia dice otra cosa
¿“Nunca más”
un golpe en Chile?
Al cumplirse 30 años del golpe de Estado de 1973 se realizó
una discusión, un tanto superficial, acerca del carácter
político de las Fuerzas Armadas a partir del “nunca más”
del general Juan Emilio Cheyre, comandante en jefe del ejército.
La derecha, eterna golpista, acusada por este militar de haber promovido
el cuartelazo y avalado los crímenes contra la humanidad, sostiene,
por el contrario, que las Fuerzas Armadas tienen una historia como elemento
“tutelar” del Estado, de la cual Pinochet es su más
alto exponente. El gobierno de la Concertación quiere ver un cambio
positivo en la doctrina del ejército. Las declaraciones del general
Cheyre, incluso, influyeron en el espíritu de las propuestas sobre
derechos humanos que el gobierno ha enviado al Parlamento. El “nunca
más” del jefe del ejército tiene que ver con el otorgamiento
de impunidad a cambio de información que plantean esos proyectos
de ley. Pero quizás lo que Cheyre ha hecho sólo es restablecer
la doctrina Schneider, en cuanto al sometimiento de las Fuerzas Armadas
al poder civil, en tanto éste no afecte el sistema socioeconómico
dominante.
Si bien las Fuerzas Armadas tienen una historia como sostén de
la sociedad de clases, no es menos cierto que siempre ha existido en su
seno una minoría democrática, sensible al derecho y la justicia.
Esta corriente se ha expresado desde Freire, defensor de los pipiolos
en el siglo XIX, a Grove, líder del socialismo en el siglo XX,
que culmina en la insurrección de la marinería en 1931 y
la República Socialista en 1932. En un sentido más moderado
se expresó en los generales Alzérreca y Barboza, defensores
de Balmaceda y asesinados en Placilla, y en los generales René
Schneider y Carlos Prats, igualmente ultimados por sus pares de derecha.
A ellos deben agregarse los generales, oficiales, soldados y marineros
que se opusieron al golpe de Estado de 1973 o se marginaron, no participando
en crímenes contra la humanidad.
Las Fuerzas Armadas han intervenido en las actividades políticas
interrumpiendo el desarrollo normal de los gobiernos civiles en ciclos
de una generación, aproximadamente. En 1831, el general Joaquín
Prieto, después de vencer a los pipiolos o liberales en la batalla
de Lircay (1829), inauguró los gobiernos pelucones o conservadores;
en 1851, el general José María Cruz se levantó en
armas contra el gobierno de Manuel Montt, pero fue derrotado. El levantamiento
militar se repitió en 1859, con el mismo resultado. En 1891, el
almirante Jorge Montt, al mando de fuerzas insurrectas, derrotó
al ejército constitucionalista en las batallas de Concón
y Placilla. Se cerró así el ciclo de los gobiernos liberales
en el siglo XIX.
En 1924, una junta militar presidida por el general Altamirano depuso
al presidente Arturo Alessandri y abrió un período de predominio
militar en la vida política, que se prolongó hasta 1933.
Cuarenta años después un nuevo golpe militar derribó
al gobierno de Salvador Allende, estableciendo una dictadura genocida
de 17 años.
Conjuntamente con las guerras civiles y golpes de Estado, las Fuerzas
Armadas participaron en guerras internacionales. De 1810 a 1828 intervinieron
en las luchas por la independencia; en la década siguiente en la
guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1839); en
1860 fue en la guerra contra España y en 1879-1884 en la guerra
del Pacífico. Esas guerras confirieron a las Fuerzas Armadas una
aureola de prestigio popular.
Bajo esa aureola, entre uno y otro ciclo de intervención directa,
las Fuerzas Armadas gravitaron durante todo el siglo XX mediante conspiraciones
abortadas o conatos; asimismo, a través de represiones sangrientas
al movimiento obrero, en cuanto órganos del aparato del Estado.
En este ámbito se pueden señalar también ciclos de
represión continuos. Entre los más cruentos están
la represión de la huelga general de 1893; la masacre de la Escuela
Santa María, de Iquique, en 1907; la de San Gregorio, en 1921;
La Coruña, en 1925; Vallenar, en 1931; Seguro Obrero, en 1938;
la matanza de la Población José María Caro, en 1962,
mineral de El Salvador, en 1968 y Pampa Irigoin (Puerto Montt), en 1969.
LA HORA DE LA ESPADA
Desde comienzos del siglo XX, en las Fuerzas Armadas se sucedieron las
conspiraciones: sus altos mandos fueron manipulados por la oligarquía.
Al finalizar el siglo, todavía actuaban sectores golpistas que
ejercían presión sobre el gobierno, en plena transición
a la democracia.
Las conspiraciones militares comenzaron en 1907, a raíz de la demora
en el Congreso de la aprobación de un proyecto de ascensos. Oficiales
de menor graduación -capitanes y tenientes- se dieron cita en el
cerro Santa Lucía con el pretexto de tomar una cerveza, pero con
la intención de presionar al gobierno y al parlamento a fin de
obtener sus demandas. Estas conspiraciones fugaces, con uso abusivo de
las armas, se repitieron en 1912, 1917, 1919, 1924, 1931, 1935, 1937,
1939, 1964, 1969 y 1973.
Las intervenciones militares de 1925 y 1932 presentaron un carácter
distinto. La primera tuvo por objeto poner término al golpe reaccionario
del año anterior y restaurar a Arturo Alessandri en la presidencia
de la República, y la segunda abrir camino al socialismo. En ambas
desempeñó un papel decisivo Marmaduque Grove, fundador del
Partido Socialista.
Carlos Charlín, ex oficial de ejército, dice en su libro
Del Avión Rojo a la República Socialista, que los intentos
de conspiración desde 1907 a 1919 pueden ser calificados de simples
ensayos frente a lo que sucedió durante el gobierno de Juan Luis
Sanfuentes: “Se organizó una sociedad secreta, la Liga de
Salvación Nacional, con estatutos, juramento y todo un aparato
para impresionar a los incautos. Desde el nombre hasta sus fines, se identificaba
con el sector más reaccionario de la política chilena”.
Los cabecillas eran los generales Guillermo Armstrong y Manuel Moore.
Bajo la presidencia de Arturo Alessandri Palma, la oligarquía reanudó
su campaña en los cuarteles para derrocar al gobierno. Utilizó
su mayoría en el Congreso para impedir la aprobación de
leyes en beneficio de la comunidad y dificultar medidas sociales que requerían
regulación parlamentaria. En las elecciones del 2 de marzo de 1924,
el presidente Alessandri obtuvo mayoría en la Cámara de
Diputados, con lo que selló su destino: las Fuerzas Armadas optaron
por derribarlo. Como siempre, la confabulación correspondía
a civiles y militares al servicio del gran capital.
La chispa fue la aprobación legislativa de la dieta parlamentaria,
el 2 de septiembre de 1924. En la sesión del Senado que aprobó
esa ley, un grupo de oficiales generó una manifestación
de rechazo. Este episodio se conoció como “ruido de sables”.
Los peones de la hazaña castrense fueron, en esta oportunidad,
quienes invitaron a un té a los oficiales de la guarnición
de Santiago en el Club Militar. El jefe de la conspiración, el
general Luis Altamirano, inspector general del ejército, también
fue invitado, siendo aclamado. Expresa Charlín: “El té
continuó en comida, y ésta en cena de amanecida. Los militares
se declararon en sesión permanente. Pasadas varias horas del desayuno,
casi próximo al mediodía del 5 de septiembre, llegó
hasta el lugar el edecán militar del presidente de la República,
capitán Pedro Alvarez Salamanca, para invitar a una delegación
a conferenciar con don Arturo Alessandri. Se designó al capitán
Heraclio Valenzuela y a los tenientes Víctor Pimstein y Ricardo
Contreras Macaya”.
El encuentro se celebró en la noche del 5 de septiembre y se dieron
diferentes explicaciones. El astuto presidente sólo habría
tratado de conocer los propósitos de los conspiradores o presionar
a los jóvenes oficiales para dar un contragolpe. “El hecho
fue -agrega Charlín- que Alessandri insinuó a dichos oficiales
que formaran un comité militar para que elaborara los proyectos
de carácter constitucional, económico, social, educacional
y militar”, y si no lograban que el Congreso los aprobara, éste
sería clausurado. En ese caso se convocaría a una Asamblea
Constituyente, que el propio Alessandri dirigiría, para crear un
Chile Nuevo. De acuerdo al consejo de Alessandri, se formó un comité
militar, que luego se denominó Comité Militar Revolucionario.
El ingenio no salvó a Alessandri, porque tuvo que abandonar el
gobierno, pero un año después lo recuperó por la
acción de la juventud militar, en la que él confiaba, y
que tenía como líderes a Marmaduque Grove y Carlos Ibáñez.
INSURRECCION DE LA MARINERIA
Entre la primera guerra mundial y la crisis capitalista de los años
30, el movimiento obrero se había extendido y logrado notable organización.
Al final de este período las ideas comunistas y socialistas inspiraron
dos acontecimientos: la insurrección de la marinería en
1931 y la República Socialista en 1932. La crisis hizo evidentes
las contradicciones del sistema capitalista y proyectó la perspectiva
socialista.
El 1º de septiembre de 1931, la marinería tomó los
navíos de guerra y arrestó a la oficialidad.
Como un anticipo de la revolución socialista del año siguiente,
la marinería esbozó un programa para afrontar la crisis.
Entre las medidas, sobresalían la suspensión del pago de
la deuda externa para restablecer el orden financiero, la subdivisión
de las tierras improductivas, el desarrollo de nuevas industrias y un
plan de obras públicas, para absorber la desocupación.
El programa de la marinería suscitó profunda simpatía
en la Federación Obrera (Foch), que acordó promover una
huelga general en su apoyo. El gobierno reprimió a los trabajadores,
disolviendo violentamente una manifestación de comunistas y socialistas
en Santiago. La represión a los marineros fue aún más
violenta. El ejército atacó el 5 de septiembre a los barcos
surtos en Talcahuano, con una veintena de muertos en el bombardeo. La
escuadra, al mando de los insurrectos, zarpó hacia Coquimbo, produciéndose
un combate aereonaval. No obstante que el gobierno no contaba con los
medios para aplastar a los cinco mil marineros, éstos se rindieron
el 8 de septiembre.
LA REPUBLICA SOCIALISTA
La República Socialista se produjo en un período de transición
que sacudió a gran parte del continente.
Las condiciones económicas y sociales, así como la insurrección
de la marinería de 1931, influyeron en el desarrollo del socialismo
chileno, que se extendió en los núcleos obreros y en los
sectores medios a partir de la caída de Ibáñez. Surgieron
los hombres que, vinculados al descontento existente entre los militares
nacionalistas más avanzados, impulsaron el movimiento revolucionario
que proclamó el 4 de junio de 1932 la República Socialista.
Su más destacado dirigente fue Marmaduque Grove Vallejos, militar
profesional e innato rebelde, que había liderado el movimiento
que sustituyó en 1925 a la junta militar que presidía el
general Altamirano.
El nuevo gobierno adoptó medidas que configuraban -para su tiempo-
una política revolucionaria. Disolvió el Congreso designado
en 1929 por la dictadura y concedió una amplia amnistía,
en especial a los responsables de la insurrección de la marinería
y de la “Pascua trágica” de Copiapó y Vallenar,
algunos de los cuales estaban condenados a muerte. Repuso en sus cargos
a los maestros exonerados, restableció la matrícula a los
estudiantes universitarios excluidos y promovió la autonomía
y co-gobierno en la Universidad de Chile, declarando inviolables sus recintos.
La República Socialista anunció su propósito de convocar
a una Asamblea Constituyente para aprobar una nueva Constitución
y expuso su intención de abordar una política de cambios
estructurales. Esta comprendía reforma agraria, nacionalización
del salitre, creación del Banco del Estado, control del comercio
exterior, impuesto a las grandes fortunas, reforma educativa, generación
de fuentes de trabajo y, en general, reestructuración del Estado,
orientada a promover el desarrollo económico y social.
SUBORDINACION A EE.UU.
La segunda guerra mundial constituyó la divisoria en la relación
de los países latinoamericanos con Estados Unidos. La situación
semicolonial preexistente tiende a institucionalizarse en formas jurídicas,
condicionadas por bases políticas e ideológicas. En este
proceso, las Fuerzas Armadas fueron utilizadas por el poder imperial como
su instrumento.
En el período comprendido entre 1938, un año antes del inicio
de la segunda guerra mundial, y 1942, se generó el llamado Sistema
Interamericano. Raúl Ampuero(*), en el ensayo titulado La contrarrevolución
militar en América Latina, hizo un resumen de los pasos principales
en este proceso.
Después de la segunda guerra mundial y al comienzo de la “guerra
fría”, en agosto de 1947, se aprobó en Río
de Janeiro el Tratado de Asistencia Recíproca (Tiar), sobre cuya
base se estableció la dependencia militar de Latinoamérica
en que se basan la ideología y doctrina estratégica de sus
Fuerzas Armadas.
A partir del Tiar quedó establecido el control del Pentágono.
La transferencia de material de guerra en préstamo y donaciones,
permitía a Estados Unidos deshacerse de excedentes de guerra, recuperando
parte del valor de ese material obsoleto y asegurar una mayor dependencia
logística de los países “beneficiados”. Desde
1952, se celebraron 17 pactos de asistencia militar entre Estados Unidos
y América Latina, estableciendo obligaciones para la defensa del
“mundo libre”. Entre 1950 y 1972 recibieron entrenamiento
en escuelas de Estados Unidos 61.332 militares, de los cuales 4.932 eran
chilenos.
Después de la década de los 50, bajo el impacto de acontecimientos
como la derrota del colonialismo francés en Vietnam y el triunfo
de la revolución cubana, conjuntamente con la paridad nuclear alcanzada
por la Unión Soviética, Estados Unidos acomodó su
estrategia global. De la “represión masiva” pasó
a una estrategia flexible destinada a evitar el choque frontal, clasificando
los eventuales conflictos de acuerdo a su gravedad. “Las Fuerzas
Armadas latinoamericanas no se consideran ya -expresa Ampuero- un factor
significativo en el hipotético enfrentamiento con la Unión
Soviética y el bloque socialista; su rol se reduce al mantenimiento
del orden interno, esto es, a garantizar la ‘seguridad’ del
continente y de cada una de sus unidades nacionales. Su complemento es
el ‘desarrollo’ -inspirador de la Alianza para el Progreso-
destinado a atacar las causas de la inquietud social mediante la elevación
de los niveles de vida de las masas populares”.
El sometimiento de los gobiernos de derecha y centroderecha a la política
intervencionista, consolidó una relación de dependencia
que repercutía, en último término, en el abastecimiento
de las Fuerzas Armadas. Desde comienzos de la década de los 60,
las ventas sustituyeron a las donaciones y préstamos. Para consolidar
esa tendencia, el gobierno norteamericano complementó el programa
con la Ley de Ventas Militares al Exterior, que dio un impulso al comercio
de armas, particularmente durante el gobierno de Nixon.
De manera complementaria, el gobierno norteamericano se ocupó de
la formación profesional y política de oficiales y suboficiales
de los ejércitos latinoamericanos, para incorporar una motivación
ideológica a estos cuerpos armados, particularmente a sus jefes.
Para eso, se utilizó una red de centros de instrucción.
“La mentalidad de la mayoría abrumadora de los oficiales,
moldeada en las nociones de seguridad interna y de contrainsurgencia,
señala Ampuero, es el fruto de veinte años de control consecutivo
sobre el adiestramiento, la organización y el aprovisionamiento
de armas y equipos bélicos de parte del Pentágono, establecido
-es indispensable decirlo- con la absoluta complicidad de los dirigentes
políticos nativos”.
LA DOCTRINA SCHNEIDER
En la década de los 70, el coronel William W. Nairm, director de
la Escuela de las Américas, reveló que más de 170
graduados eran entonces jefes de gobierno, ministros, comandantes en jefe,
jefes de estado mayor y jefes de inteligencia. En Chile, entre los golpistas
de 1973, eran egresados de esa escuela el jefe de inteligencia, los comandantes
de la segunda división de infantería y división de
apoyo de Santiago, de la tercera división de infantería
de Concepción, de la Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes y de
la Escuela de Paracaidistas y Tropas Especiales.
Ampuero afirma: “Pocas dudas caben del apoyo logístico brindado
por el Grupo de Tareas norteamericano de la Operación Unitas XVI
a las unidades navales que ocuparon el puerto de Valparaíso en
la madrugada del 11. Tres destructores (Richmond K. Turner, Vesole y Tattnall)
y un submarino (Gamagove), al mando del contralmirante Robert R. Monroe,
estaban en estrecho contacto desde los días anteriores con la comandancia
naval chilena y los jefes de la sublevación en la base principal
de la escuadra. Diversos antecedentes permiten suponer que se planeaba
establecer un gobierno alternativo en Valparaíso, en caso de encontrar
resistencia consistente de las fuerzas leales en el resto del territorio.
En los días del alzamiento, la prensa sudamericana informó
de la presencia de aviones norteamericanos en Mendoza, a diez minutos
de vuelo de Santiago y en Asunción, Paraguay”.
En 1970, los sectores reaccionarios unidos a altos mandos de las Fuerzas
Armadas, pusieron en marcha un plan conspirativo para impedir el acceso
de Allende al gobierno. Se trató de hacer imposible su proclamación
por el Congreso Pleno o, simplemente, desencadenar el golpe de Estado.
Pero esta conspiración tuvo su mayor obstáculo en el comportamiento
institucional del comandante en jefe del ejército, general René
Schneider. Este había declarado el 7 de mayo de 1970 que “el
ejército es garantía de una elección normal, de que
asuma la presidencia de la República quien sea elegido por el pueblo,
en mayoría absoluta, o por el Congreso Pleno, en caso de que ninguno
de los candidatos obtenga más del 50 por ciento de los votos...
Nuestra doctrina y misión es de respaldo y respeto a la Constitución
Política del Estado”. Esta declaración representaba
la posición democrática de un sector del ejército.
No obstante, esa doctrina no surgió del vacío social, sino
que se desarrolló al interior de la sociedad en el curso de cuatro
décadas. Durante esos años, más allá de sus
particulares motivaciones, se sucedieron gobiernos unidos por el compromiso
esencial de preservar los valores de dicha sociedad e impulsar un desarrollo
capitalista dependiente del imperialismo norteamericano, que había
consolidado su poder en el país.
EL GOLPE DE 1973
Raúl Ampuero analizó lúcidamente este proceso en
el ensayo Militares y políticos en la crisis chilena del 73. Sitúa
la crisis en un esquema mundial y en el marco del desarrollo de la lucha
revolucionaria en un período más largo que el de los tres
primeros años de la década de los 70. “Nada sería
más equivocado que analizar el golpe como un episodio inusitado
o como una simple respuesta coyuntural y desesperada del imperialismo
y de las clases dominantes locales frente al decidido asalto a sus reductos
de clase. Lejos de eso, el levantamiento militar es la culminación
de un proceso largo y contradictorio, el momento de máxima tensión
en un enfrentamiento social que no dejaba espacio al compromiso y debía
terminar con la victoria del socialismo o -como ocurrió- de la
contrarrevolución burguesa”.
La experiencia chilena representa el caso más dramático
de una revolución desarmada y, por lo mismo, condenada al fracaso.
Ampuero la define claramente “...ya nadie desmiente que la dirección
oficial de la Izquierda demostró una impreparación inexcusable
y una penosa carencia de ideas frente a la cuestión militar, pese
a la significación que se le reconocía verbalmente al problema.
En ningún plano se enunció una verdadera política:
ni en el de la defensa nacional, entendida como seguridad física
del país, ni en el de la renovación institucional de las
Fuerzas Armadas, ni por último en el diseño de una acción
antisubversiva, orientada a frustrar la eventualidad de una rebelión
castrense”.
Cuatro años después del golpe, Raúl Ampuero escribió
un informe a la Comisión de Estudios de la Nueva Institucionalidad
de la Unidad Popular, en Roma, sobre Proposiciones para una reorganización
antifascista de las Fuerzas Armadas. Ese proceso suponía devolver
a éstas su carácter nacional, a lo menos en tres aspectos.
En el plano de la doctrina, desahuciando la noción estratégica
de la defensa hemisférica como misión esencial de las Fuerzas
Armadas, para lo cual deben abrogarse los tratados, convenios y compromisos
que la consagran y establecerse que ellas sólo tienen deberes de
lealtad con el Estado chileno, con sus autoridades democráticas
y con su pueblo. En el plano de aprovisionamiento de armas y equipos,
buscar fuentes múltiples y alternativas. En el plano de la formación
profesional, recurrir a países con experiencia moderna, desprovistos
de ambiciones hegemónicas y que tengan con Chile algunas condiciones
comunes.
El objetivo anterior está relacionado con la necesidad de conferir
a las Fuerzas Armadas un carácter democrático, restándoles
su condición de congregación cerrada para convertirlas en
un verdadero servicio del Estado.
Dice Ampuero: “La democratización de las Fuerzas Armadas
consiste en hacerlas permeables a los problemas del país, en estimular
la convivencia de ciudadanos y soldados, en suprimir todo lo que signifique
privilegios o fueros especiales para los hombres de armas que no sean
requisitos del servicio, así como las limitaciones a sus derechos
que no obedezcan a idénticas razones”.
Mientras no se realicen reformas necesarias en las Fuerzas Armadas, el
“nunca más” del general Juan Emilio Cheyre no pasará
de ser una divisa ambigua y sin eficacia
BELARMINO ELGUETA B.
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