|
Ley eléctrica
Los beneficios del apagón
La
memoria inmediata registra un apagón nacional en septiembre del
2002, otro en enero del 2003 y un último, el 7 de noviembre pasado.
Se trata de fallas en un sistema vital, que han logrado contrariar aquella
máxima liberal de mayor eficiencia atribuida a la empresa privada.
Los apagones nacionales, con sus efectos en todo el aparato productivo,
son una muestra dramática de la tensión (o contradicción)
permanente entre la búsqueda de rentabilidad y la eficiencia del
servicio. Las aspiraciones del mercado tienen una sola dirección:
una fuerza que se alimenta del usuario y confluye en el accionista. En
el centro del torbellino está la autoridad regulatoria, débil,
voluble, y hoy, sesgada.
Nos queda un consuelo. Los apagones no son una exclusividad del Tercer
Mundo. El corte, o black-out de la costa este de Estados Unidos, ocurrido
hace pocos meses, nos confirma que es una secuela -no deseada, claro está-
de un modelo de gestión empresarial avalado por un modelo de política
económica instaurado desde Norte a Sur. Las prioridades de las
empresas privadas que operan los servicios públicos no pasan, pese
a sus campañas publicitarias, por la atención al cliente.
Las prioridades están en redituar a sus accionistas.
El gobierno de Chile, que tras largos, complejos y atropellados estudios
y discusiones -que costaron la cabeza de algunos altos funcionarios del
sector eléctrico- envió, hace unos meses, un proyecto de
ley para evitar prolongados períodos de desabastecimiento energético,
como el sufrido en 1999. Es una ley que debe armonizar a lo menos cuatro
aspectos: el suministro permanente, las inversiones necesarias para cubrir
el aumento de la demanda, la rentabilidad de las empresas y, por último,
y, en apariencia cada día menos importante, cautelar los derechos
de los consumidores.
Por una feliz, o tal vez cruel coincidencia, durante la jornada del apagón
de Nueva York de agosto pasado, en Chile la Superintendencia de Electricidad
aplicó a las empresas responsables del corte del 23 de septiembre
del 2002 una multa superior a los siete millones de dólares. La
sanción, que recayó en doce empresas, está amparada
por la ley 99bis de 1999, bestia negra para las generadoras votada tras
los masivos y sucesivos cortes de aquel año.
El más reciente corte pone en duda la eficacia de las sanciones.
O tal vez su monto. El nuevo secretario ejecutivo de la Comisión
Nacional de Energía (CNE), Luis Sánchez Castellón,
calificó, no sin una dosis de ambigüedad, como “evitable”
el corte de luz. Es probable que Castellón hiciera una implícita
alusión a negligencia técnica -esta es una conjetura- y
es también probable que dirigiera su comentario a la falta de previsión,
que es también una escasez de inversión. Por el momento,
lo que hay es una conclusión provisional, que culpa a un operario
ofuscado en un momento de crisis, versión que no ha logrado dilucidar
las no pocas sospechas por el modus operandi empresarial. Una mala maniobra
de una sola persona habría dejado sin luz a más de la mitad
del país. Si hubiese sido el piloto de un Boeing, estaríamos
contando muertos por decenas.
¿Si sucede en Estados Unidos, por qué no en Chile? A fin
de cuentas, en días de globalización, la economía
norteamericana y su sociedad se han convertido en el paradigma al que
aspiran nuestras autoridades y business men. Y lo que sucedió en
agosto en la costa este de Estados Unidos fue una consecuencia directa
del modelo de mercado en los servicios públicos. En la oportunidad,
se lanzaron muchas e inútiles conjeturas respecto a los motivos
técnicos del apagón, sin embargo la causa, el verdadero
motivo del corte, fue la falta de inversiones. La carencia de inversiones
y una regulación muy débil deja sin grandes obligaciones
ni responsabilidades específicas a los actores del sector. En un
sistema tan fragmentado, con normas no siempre claras y que actúa
bajo el estímulo del mercado, es fácil que las responsabilidades
se diluyan entre los participantes. Es como abrir una caja negra de las
más oscuras ambiciones empresariales. Salvando las diferencias,
lo que pasa en Chile tiene la misma inspiración y motivación:
ahorrar costos e inversiones para maximizar los beneficios.
El aterrizaje de la ley, sin embargo, ha pasado por un largo proceso,
que en un comienzo -nos remontamos al 2001- estuvo impulsado por la idea
de efectuar modificaciones estructurales que le otorgaran más eficiencia
al sector, terminar con las distorsiones y la integración vertical
y abrirlo a nuevos actores para incentivar las escasas inversiones. Este
proyecto, complejo y ambicioso, de larga tramitación, finalmente,
y por un tiempo indefinido, fue desechado. Entre los factores considerados
para su postergación estuvieron la fuerte influencia que tienen
las empresas eléctricas en la economía, los cambios en el
mercado y otros factores comerciales, situación que llevaría
a la discusión legislativa a tardar a lo menos unos tres años.
La ley eléctrica I, o ley corta, es un compendio de los asuntos
más urgentes que requiere resolver el sector. Esta iniciativa persigue
resolver futuros períodos de desabastecimiento derivados de factores
climáticos. Y precisamente en esta dirección se inscribe
una de las grandes modificaciones, como es la integración eléctrica
de los sistemas interconectados del norte grande y central.
A grandes rasgos, el Ejecutivo busca estimular las áreas de generación
y transmisión con el objetivo de incentivar nuevas inversiones.
Para la generación, la iniciativa propone un nuevo mecanismo que
daría más estabilidad a la fijación del precio nudo,
lo que se apuntaría favorablemente en los resultados operacionales
de las compañías generadoras. En cuanto a la transmisión,
el proyecto cambia las metodologías de cálculo del peaje
de transmisión, lo cual también se entiende como un incentivo
para las generadoras.
La materia, que ha sido de larga gestación, no ha estado exenta
de polémica. Mediante estas modificaciones sobre el peaje de transmisión,
no pocos actores del sector han denunciado que serán los consumidores
quienes terminarán pagando el costo de transmisión, el que
hasta el momento era absorbido completamente por las generadoras. Con
la modificación, que traspasa una parte de este costo al usuario,
algunos agentes eléctricos prevén un alza de hasta el diez
por ciento en las tarifas.
El principal objetivo del proyecto de ley, sin embargo, es asegurar el
abastecimiento eléctrico. Y, según ahora entendemos, será
a como dé lugar, o en otras palabras, a costa de los usuarios.
Para tal fin, las modificaciones se centran en dos aspectos, los que pueden
definirse, a muy grandes rasgos, en el incentivo de inversiones en la
interconexión entre los sistemas eléctricos. El otro aspecto
se relaciona con la fiscalización del sector, que se verá
reforzada con la creación de un panel de arbitraje independiente
formado por expertos.
Aun cuando la ley no subsana los problemas estructurales del sistema,
como lo es la integración vertical (un mismo dueño para
las distintas fases del negocio) y la alta concentración del mercado,
busca, a grandes rasgos, reactivar las inversiones en transmisión
-cuya postergación representa cuellos de botella relevantes para
el suministro eléctrico en diversos puntos de los sistemas- y viabilizar
la inversión en instalaciones de interconexiones entre los sistemas
interconectados existentes, el central y el sistema del norte.
El proyecto de ley, que en estos días analiza el Senado, aún
puede sufrir nuevas modificaciones. No obstante, por el talante de las
autoridades y de las empresas, el nuevo cuerpo legal apuntaría
a estimular las inversiones. Lo que no se ha enfatizado es el nuevo peso
que recaerá sobre el consumidor de los servicios públicos.
Habría seguridad energética, la que pagaríamos todos
los usuarios. El mercado campea a sus anchas
PAUL WALDER
Volver | Imprimir
| Enviar
por email |