Edición 704 - del 5 al 18 de marzo de 2010
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El terremoto
y el programa
de Piñera

LA destrucción de obras públicas como carreteras, edificios y puentes, requerirá una inversión de miles de millones de dólares.

La derecha aspira a gobernar Chile por lo menos ocho años, dos períodos presidenciales. Las metas trazadas apuntan a 2018, fecha en que Chile celebrará “el Bicentenario de nuestra verdadera Independencia”, según palabras de Sebastián Piñera. De la transformación, ha dicho, en un país desarrollado, una meta que también es un sueño ancestral compartido por todos los ciudadanos.
Para lograr este objetivo, el programa de Piñera no difiere gran cosa de las políticas de los últimos veinte años, llevadas a cabo por los gobiernos de la Concertación: altas tasas de crecimiento, altos niveles de inversión, producción, exportaciones, consumo, y, por cierto, empleo. Una serie de variables económicas que pese a todos los deseos, han venido decayendo.
Piñera ha establecido algunos mecanismos y precisado algunas variables para alcanzar esa meta. “Nuestro compromiso -ha dicho- es lograr una tasa de crecimiento del seis por ciento promedio en el período, para que así aumenten las oportunidades de trabajo y los ingresos de todas las familias chilenas”, y elevar la inversión en cinco puntos porcentuales, de un 23 por ciento a un 28 por ciento del PIB. Como consecuencia de ello, en los próximos cinco años se creará un millón de nuevos empleos “con salarios justos”.
Todo esto lo pone en cuestión el terremoto del 27 de febrero, que ha ocasionado pérdidas materiales de miles de millones de dólares.

“Un gasto fiscal moderado”

La fórmula propuesta por el presidente electo está entregada una vez más a las fuerzas del mercado. Si por un lado convoca al alto crecimiento y una fuerte inversión, por otro, frena la intervención estatal en la economía: “El gasto público debe crecer moderadamente en el futuro. Así, se proyecta un incremento promedio en torno a 4 ó 5% real en el período 2010-2013. En tanto, los ingresos fiscales para financiarlo provendrán del aumento de recursos generados por el mayor crecimiento económico”.
Entre estas propuestas económicas y las históricas de la Concertación hay muchas similitudes. Tienen la misma inspiración y apuntan a los mismos objetivos. Durante los últimos veinte años, oímos innumerables veces sobre el inminente ingreso de Chile al Primer Mundo y el salto al desarrollo, como también invocaciones al crecimiento económico como fórmula mágica para la creación de empleo y buenos salarios. Una invocación levantada desde los primeros años de la década pasada y mantenida como plegaria hasta hoy. Entretanto, el crecimiento económico decayó, las altas tasas de desempleo pasaron a ser estructurales y la distancia entre ricos y pobres se ensanchó como nunca en la reciente historia económica.
Pero no han sido estos los motivos que siembran las mayores dudas sobre la continuidad de las bases de la actual y neoliberal institucionalidad económica. Desde la instalación del modelo de libre mercado durante la década de los 80 y su profundización y perfección a partir de los 90, es mucha el agua turbia que ha corrido bajo ese puente. Porque la crisis financiera mundial desatada hacia finales de 2008 no da señales de terminar. Y un país como Chile, cuya economía depende de las oscilaciones de los mercados internacionales, está enfrentado a un futuro lleno de incertidumbres. Un nuevo período recesivo mundial  -que es un escenario bastante probable- puede reeditar desempeños económicos como los sufridos el año pasado, con un declive del producto cercano al dos por ciento, tasas de desempleo que superaron los dos dígitos y fuertes caídas en la producción, el consumo y las exportaciones. Todo ello sin considerar la catástrofe del 27 de febrero, que, como veremos, será también un terremoto para el programa económico de Sebastián Piñera.
La inspiración económica del gobierno entrante está apoyada en el comportamiento del mercado. Y no al revés. Se hace política sobre la economía a partir de los mercados, sobre un supuesto crecimiento económico. Neoliberalismo clásico. Pero en un escenario similar a 2009, ¿de qué sombrero sacará Sebastián Piñera el millón de empleos?

Más y más mercado

Piñera ha vuelto a invocar al mercado como tantas veces lo hicieron los gobiernos de la Concertación. Lo ha hecho con nuevos bríos, con la pasión de un oficiante mayor de esta fe. Como si su historia, o la de sus pares, fuera traspasable. Y en este arrebato, su discurso se muta en pura retórica. Cae en el vacío, porque su gobierno, o su país de emprendedores, es un eufemismo. Porque los llamados al éxito no son a los pequeños productores, ni los micro empresarios, ni tampoco los pequeños. Tal como lo hemos observado durante décadas de vigencia del mismo modelo económico, bajo el nombre de “emprendedores” han estado y seguirán estando los grandes empresarios, los grandes grupos, los pares de Piñera.
Al releer los párrafos del programa de la derecha dedicados a las pymes, no es mucho lo que hallamos de “cambio”. Las propuestas parecen un borrador de las políticas de la Concertación hacia este extenso sector de la producción y los servicios. Frases como “más financiamiento”, o una “reingeniería” de los instrumentos y programas que “hoy existen” en las diversas instituciones del Estado, se han venido oyendo desde hace veinte años con muy magros resultados. En los hechos, no ha habido -y ahora tampoco hay- una política que empodere a las pymes frente a los grandes grupos económicos y financieros que controlan los mercados.
El paso al desarrollo es un proceso generalmente empujado con persistencia por los gobiernos. Es un proyecto de largo aliento, una creación y el resultado de largas luchas. No es un acto espontáneo provocado por la liturgia del mercado, que es siempre un ente manejado por las grandes fortunas. Porque al hablar del “mercado” no nos referimos a los pequeños productores ni pequeños accionistas. El “mercado” está compuesto por los grandes bancos de inversión y las grandes riquezas, que velan siempre por sí mismas. Si los “mercados”, en su delirante ambición y egolatría derribaron hace tan poco la economía estadounidense, ¿qué puede llevar a pensar que conducirán al desarrollo a un pequeño país? ¿Ilusión, obsesión? ¿Fundamentalismo neoliberal? Tal vez todo ello, pero, en especial, intereses compartidos. Cuando observamos el perfil empresarial de Piñera o la composición de su gabinete de tecnócratas ligados a la gran empresa, es posible reconocer una sociedad de clases inspirada por intereses muy compartimentados, que la institucionalidad heredada de la dictadura ha cristalizado. Si a ello agregamos el perfil biografía y de relaciones de la clase que compone el nuevo gobierno, es evidente concluir que la segregación propia de esta institucionalidad de libre mercado se reforzará.
Los nuevos gobernantes y sus electores esperan hacerlo bien y por un largo período, que no es otra cosa que mantener los equilibrios macroeconómicos para mantener al país a la máxima velocidad de crucero. Y desde allí, con un ilusorio alto crecimiento como carta de navegación, crear empleos, aumentar salarios y el consumo. Esperan reforzar y amplificar la vieja política económica caritativa del chorreo. Pero se trata de una hipótesis que no se sostiene bajo un modelo económico que depende de factores externos. Pese a todos los deseos de la Concertación, la economía chilena, tras el auge de los 90, nunca más ha podido crecer a tasas superiores al seis por ciento. Que Piñera ahora lo proponga, es pura retórica.
Hace más de veinte años asesores del presidente Reagan proclamaron, tras la caída del Muro de Berlín, el fin de la historia, que es también el fin de la lucha de clases. Una consigna que a poco andar se estrelló con las enormes contradicciones del modelo de mercado proclamado por aquellos próceres que habían derrotado a la guerra fría. Pero el nuevo paradigma neoliberal no sólo revivió la historia, sino que ha sido incapaz de sostenerse por sí mismo. A más de veinte años de la caída del Muro, lo que tenemos es un escenario mundial caracterizado por la inestabilidad y debilidad económica. Sostener en Chile, a rajatablas, un modelo en franco deterioro, es obstinarse en mantener una sociedad de clases. Y sujetarla sin políticas redistributivas y tributarias, sostenerla bajo la premisa de más y más mercado, es apostar de manera muy arriesgada a los designios de la suerte. Sin un alto crecimiento económico y enfrentado a un recrudecimiento de la crisis, Piñera gobernará con un creciente, -y tal vez inédito para los últimos veinte años-, malestar social.

El terremoto

El 27 de febrero, a las 3:34 horas, la mala suerte se ensañó con Chile y de paso también con el gobierno entrante de Piñera. A las pocas horas de haber ocurrido el terremoto, el nuevo presidente anunció que recurrirá al dos por ciento constitucional para echar mano, sin mayores trámites, a la caja fiscal. Por cierto que este gesto es necesario, dada la magnitud de la catástrofe y el daño público y privado constatado, pero también es cierto que redundará en algo que Piñera había criticado: ante el mayor gasto fiscal que realizó el gobierno de Bachelet para amortiguar los efectos de la crisis, Piñera había anunciado un año austero. Tras la magnitud de los daños del terremoto -que algunas fuentes calculan en más de 30 mil millones de dólares-, se ha visto obligado a rectificar esas intenciones.
Es posible que la reconstrucción de la infraestructura e inmuebles públicos y privados se convierta en un incentivo a la producción y, en consecuencia, a la creación de empleo. Pero estas inversiones no sólo vendrán del sector privado. El Fisco tendrá que reparar los numerosos bienes públicos destruidos y se verá presionado a entregar ingentes subsidios para la recuperación de industrias, talleres, comercios y viviendas de los varios millones de damnificados, lo que sin duda significará un aumento sin precedentes del gasto fiscal.
Si consideramos las palabras del nuevo gobernante, en cuanto a un aumento del gasto según la tasa de crecimiento del PIB, es probable que la fórmula inicial de un equilibrio fiscal quede sólo en la letra. Resultaría si la reconstrucción del país es lo suficientemente dinámica para empujar el crecimiento del producto a las tasas deseadas, tarea que también recaerá necesariamente en el sector público.
Piñera probablemente se verá obligado a olvidar su fórmula inicial. Tendrá que hacer una “reingeniería” a su programa, se verá presionado a aplicar una especie de keynesianismo forzado, lo que necesariamente redundará en un fuerte aumento del gasto fiscal y, tal vez, en un nuevo déficit fiscal pese a los ahorros que deja el actual gobierno por los ingresos del cobre. El clásico modelo de no intervención pública, propio del modelo neoliberal, deberá esperar. Y si a la catástrofe le agregamos la gran incertidumbre respecto al desempeño este año de la economía mundial, Piñera podría comenzar a pensar en un programa económico alternativo con una participación más activa del Estado y nuevas fuentes de financiamiento.
El terreno que pisa la economía mundial en estos momentos es extremadamente frágil. Hoy no sólo Estados Unidos está sumido en una precaria situación, sino que también la Unión Europea. La crisis económica que padece Grecia, provocada, entre otras variables, por un alto endeudamiento público, se reproduce también en España  -por factores diferentes-, Italia, Irlanda y Portugal, con efectos sobre la estabilidad del euro. Una caída de estos países de la UE, han pronosticado diversos analistas, sería varias veces mayor a la quiebra de los bancos estadounidenses.
Los oficiantes del mercado anunciaron de forma muy prematura e interesada una fase de recuperación, que ha resultado ser falsa. Con la crisis de Grecia y otros países europeos, lo que ha quedado demostrado es la teoría de una larga crisis e inestabilidades futuras, la que podría prolongarse durante unos diez años.
Este es el mundo y la realidad -con una cruel naturaleza incluida- que enfrentará el gobierno de la derecha. El futuro se ve bastante nublado.

PAUL WALDER
(Publicado en Punto Final, edición Nº 704, 5 de marzo, 2010)
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