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La Torre de Papel
La emisión del mal
Autor: Paul Walder
La privatización de lo público no sólo corresponde al proceso iniciado hacia el último tercio del siglo pasado y profundizado en su última década a través del traspaso, completo, de los medios de producción públicos y los recursos naturales a las grandes corporaciones. Corresponde también a la renuncia del Estado a la creación de ideas, de sentido, de intereses, de conciencia colectiva, actividad que entrega a esas corporaciones.
El Estado, que representa el interés público, dimite no a favor de los ciudadanos o de las organizaciones que los interpretan, sino a favor de los grandes conglomerados económicos, ante los que capitula. Con la retórica de la postguerra fría, que dio alimento a la globalización neoliberal y a una falsa relevancia de las individualidades y sus libertades, los Estados, hoy comprimidos e inhibidos, traspasaron el poder que alguna vez les habían otorgado los ciudadanos a la gran empresa globalizada. Ha sido una fusión de estos dos grandes poderes, surgida de una traición de las elites hacia los individuos representados.
Este fenómeno lo vemos como un creciente mal en todas las áreas de la economía, todas privatizadas y todas concentradas en unas pocas corporaciones. Pero el mal es más evidente cuando la generación de sentidos de vida se le ha ofrecido a estas empresas, proceso diario canalizado a través de los ubicuos medios de comunicación, millonarias campañas publicitarias y actividades de lobbying que presionan a los gobiernos y parlamentarios. Tras la cesión de los derechos públicos a los doblemente poderosos privados, aquello entendido como lo público, el sensible espacio social ha pasado a ser territorio y pasto de transnacionales. La orientación de los intereses y aspiraciones de las personas, de su sentido de vida, está modelada por la gran empresa. Y bien sabemos cuál es su único objetivo.
La televisión y todos los productos anexos, desde ciertas radios a toda o casi toda la prensa diaria escrita, es la primera pantalla de este proceso de privatización, concentración y modelación de las ideas. Porque la televisión privada ha pasado a ser, en algunos casos, un cómodo y satisfecho rehén de sus avisadores, y en otros, una extensión de ellos; así como el ciudadano expuesto a la televisión -lo que hace con deleite- es un prisionero satisfecho sólo en la apariencia con los contenidos de la televisión.
En esta viciada estructura del mercado mediático la comercialización de los contenidos de la televisión comercial -TVN es pública sólo en su nombre- es también corrupción, así como lo es el cartel de las farmacias y la colusión en los precios de los medicamentos. La fusión entre información y publicidad genera un producto de masas cuyo objetivo principal en el lucro, y secundario, la cristalización del statu quo y el control social.
El traspaso de figuras de la farándula desde espacios propios de la entretención o la información a la publicidad, es la cara más evidente de la corrupción. Porque es el mismo medio, a través del “prestigio” de su “estrella”, el que hace la publicidad. Es el canal al servicio de la tienda de departamento, de la farmacia, del banco. Es TVN, Megavisión o Canal 13 promoviendo de manera explícita y desvergonzada los supuestos beneficios de una marca.
Podría argumentarse que es un negocio entre privados. Pero aquí hay un tercer actor, que es el expuesto ciudadano, inerme ante la extendida y profunda presencia de la televisión. Tanto o más indefenso que ante el cartel farmacéutico o financiero. Porque esta maquinaria mediática, que se extiende hacia profundos aspectos de la vida doméstica y social de forma reiterada y obsesiva, se reproduce y amplifica en las otras emisoras: más parece un enorme monopolio comunicacional, que diferentes actores en un competitivo mercado.
Si observamos un espacio publicitario en cualquier canal en el horario nocturno, podemos establecer una evidente relación entre la generación de contenidos, que es finalmente sentidos de vida, y la concentración del poder económico. Son las tres o cuatro casas comerciales, seguidas por los dos o tres supermercados y marcas de consumo masivo los que lideran el tiempo publicitario, conducido por figuras conocidas de aquellos mismos canales. El “líder de opinión” de la casa televisiva tiene otro amo: está también al servicio de la casa comercial. Aún más: la televisión como institución está al servicio de la gran corporación, la que finalmente establece los contenidos.
¿Qué pensaríamos si el ministro de Hacienda nos recomendara un banco por la televisión? Aunque la televisión sea privada y basada en el lucro, la exposición de un personaje de alta presencia pública para objetivos comerciales debiera llevarnos a un rechazo similar. Se trata de generar confusión entre roles y afectos para obtener el único valor empresarial, que es la ganancia.
La fusión entre información y publicidad es engaño, es corrupción, es abuso. La ubicuidad de los grandes intereses económicos se refuerza día a día en la modelación de conciencias, en la creación de un sentido de vida que pasa por el statu quo, en lo político, y el consumo, en lo económico. Aquí está la esencia de este mal.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 699, 27 de noviembre, 2009. Suscríbase a PF. punto@interaccess.cl
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