Editorial
Las deudas
de la justicia
EL lugar donde fue asesinado el periodista José Carrasco Tapia, junto a un muro del cementerio Parque del Recuerdo.
La Corte Suprema acaba de rebajar en forma considerable las sentencias de los agentes del Estado que asesinaron al periodista José Carrasco Tapia, al publicista Abraham Muskatblit Eidelstein, al profesor Gastón Vidaurrázaga Manríquez y al técnico electricista Felipe Rivera Gajardo. Estos cuatro mártires de la lucha por la libertad de Chile fueron ultimados por militares miembros de la CNI como represalia por el fallido atentado al dictador Pinochet del 7 de septiembre de 1986 en el Cajón del Maipo. El planificador del múltiple asesinato, el mayor de ejército Alvaro Corbalán Castilla, un siniestro verdugo a cargo de las operaciones criminales de la dictadura, vio reducida su sentencia en una tercera parte -de 18 a 12 años-, y los autores materiales, los oficiales Jorge Vargas Bories e Iván Quiroz Ruiz, fueron beneficiados con rebajas de seis años cada uno, lo que los deja a las puertas de la libertad. La aplicación de la llamada “media prescripción” también benefició a otros criminales de los aparatos de seguridad de la dictadura. En suma, once culpables de delitos de lesa humanidad han quedado libres en este caso emblemático de los atropellos a los derechos humanos que sufrió el país bajo la dictadura de las FF.AA. y del gran empresariado.
Los ministros de la Corte Suprema, autores de este escandaloso fallo, son Jaime Rodríguez, Rubén Ballesteros, Juan Araya y Carlos Kunsemüller, que bien merecen ser recordados en la nutrida historia de las vergüenzas judiciales de nuestro país.
Ese mismo día, el máximo tribunal de la República aplicó penas insignificantes que cumplirán en libertad a los responsables y ejecutores de la denominada “Operación Retiro de Televisores”, destinada a hacer desaparecer en el mar los restos de los detenidos desaparecidos que estaban sepultados en el campo militar de Peldehue. Ninguno de los militares implicados en ese delito tuvo que pagar con prisión la responsabilidad de sus actos.
Se consolida así una orientación de la Corte Suprema y de algunas Cortes de Apelaciones destinada a asegurar la impunidad encubierta a responsables de violaciones a los derechos humanos cuyos crímenes, de acuerdo a la legislación internacional ratificada por nuestro país, no pueden ser objeto de amnistía ni beneficiados con prescripción.
De acuerdo con un seguimiento hecho por la periodista Lucía Sepúlveda Ruiz, por encargo del coordinador de derechos humanos de los Colegios Profesionales, las “deudas de la justicia” son impresionantes. Solamente en diez de los 119 casos de los detenidos desaparecidos supuestamente asesinados en Argentina en 1975, hay sentencias definitivas contra el ex general Manuel Contreras, entonces jefe de la Dina, que fraguó la operación. En abril de este año, la Corte Suprema informó que todavía existían 369 causas judiciales pendientes por violaciones a los derechos humanos entre 1973 y 1990, año en que comenzó la transición a la democracia. De esas causas, un 65% se encuentra en sumario, lo que hace previsible que duren todavía varios años. Los militares asesinos de Jecar Neghme, crimen cometido bajo democracia, están libres como blancas palomas gracias a la benevolencia de los tribunales. En dos masacres de campesinos (Rahue y Liquiñe) ha habido considerables rebajas de penas y absoluciones a individuos que estaban condenados en primera instancia.
En sordina, entretanto, existen contactos para lograr indultos con motivo del Bicentenario. Las maniobras quedaron al descubierto en una entrevista al obispo emérito Sergio Valech, quien reconoció haberlo conversado con el siniestro ex auditor general del ejército, Fernando Torres Silva, a quien calificó como un “hombre bueno”. Impulsados por oficiales en retiro, y seguramente con la anuencia de los altos mandos de las FF.AA., ha habido contactos y búsquedas de entendimiento. La Iglesia se vio obligada a desmentir que un posible indulto pudiera incluir a responsables de “delitos de sangre”, y con menos énfasis añadió que a “violadores de derechos humanos”. Luego de algunas vacilaciones, el gobierno se planteó en la misma línea. Ahora ambos, Iglesia y gobierno, han anunciado que cualquier acuerdo en materia de indulto se hará público después de las elecciones de diciembre. Sin embargo, nada puede descartarse en esta materia, más aún cuando el indulto pudiera presentarse como justificado por “razones de humanidad”.
Entretanto, la represión en la zona mapuche incrementa la violencia del Estado que aparece cada vez con rasgos más represivos. La muerte del joven Jaime Mendoza Collío en los incidentes del 12 de agosto en Collipulli, se suma al asesinato del estudiantes de agronomía de la Universidad de la Frontera, Matías Catrileo Quezada, ocurrido en Vilcún hace un año y siete meses. En ambos casos las víctimas fueron baleadas por la espalda y Carabineros alegó que sus funcionarios actuaron en “legítima defensa”. En el caso de Matías Catrileo se demostró que eso era falso y ahora con la muerte de Jaime Mendoza Collío ocurrió algo semejante. A la bala por la espalda se agrega que cayó muerto a casi un kilómetro de donde ocurrían los incidentes y, además, el informe forense descarta la presencia de pólvora en sus manos, como habría sucedido si hubiera disparado una escopeta, como sostiene la policía uniformada.
Se ha hecho habitual que Carabineros falsee los hechos y reciba el respaldo del gobierno. Así ocurrió también en el caso del joven mapuche de 17 años, Alex Lemún, baleado en Ercilla el 7 de noviembre de 2002. Es una práctica establecida que también se aplica en otros casos. Se montan versiones que permiten ocultar la verdad, como sucedió por ejemplo con el montaje del hallazgo de un supuesto arsenal en una casa “okupa”, que permitió a Carabineros disimular otras acciones represivas y que vino a quedar al descubierto meses después, cuando los tribunales se vieron obligados a absolver de todo cargo a los supuestos “terroristas”. En mayo de 1999, Carabineros en Arica mató a otro estudiante mapuche, Daniel Menco Prieto, reprimiendo una manifestación de jóvenes de la Universidad de Tarapacá. Negaron primero los hechos y, finalmente, reconocieron que un oficial había actuado en forma irresponsable. El culpable no fue enviado a la cárcel a pesar de haber disparado deliberadamente con proyectiles mortales contra el estudiante.
El hecho de recurrir crecientemente a las Fuerzas Especiales de Carabineros, una tropa de asalto preparada para enfrentamientos con utilización de armas de fuego, indica que el alto mando de Carabineros y el gobierno asumen como posibles las consecuencias letales en las intervenciones de esa fuerza para disolver manifestaciones pacíficas de personas que sólo disponen de piedras y palos para defenderse. Pero al gobierno -principal responsable- esto no parece importarle mayormente, porque hay que mantener el “orden”.
Poco les pasa, además, a los funcionarios policiales que se extralimitan. El 21 de mayo del año pasado, en las manifestaciones que hubo en Valparaíso con motivo del Mensaje Presidencial, un reportero gráfico de la agencia española EFE, Víctor Salas, fue agredido por un carabinero a caballo que lo golpeó en la cara con una fusta con punta de acero. El reportero perdió la visión de un ojo. El responsable, ahora identificado, Ibar Barría, no ha sido sancionado.
En Chile impera una atmósfera represiva que, por desgracia, pasa inadvertida para muchos gracias a la cortina de silencio de los grandes medios de comunicación, cómplices de esta situación. Las voces disidentes son acalladas, como ha ocurrido con radios comunitarias de Valparaíso y de la comuna de La Reina, en Santiago, que han sido clausuradas. La preocupación por la “seguridad”, al estilo que gusta a la derecha, es cada vez más evidente. Acaba de ser aprobado en la Cámara de Diputados un proyecto de ley del Ejecutivo que restringe el derecho de reunión, una de las garantías básicas en un Estado democrático. Un derecho que en Chile afronta ya bastantes cortapisas, como lo indica la vigencia del decreto 1.086 de 1983, dictado por Pinochet, que prohibe la reunión en sitios públicos sin permiso previo, y que ha provocado la protesta de Amnistía Internacional. Como si esto fuera poco, ahora se ha aprobado en la Cámara de Diputados un proyecto de ley aún más restrictivo. Penaliza gravemente a los que provoquen desmanes en las manifestaciones públicas y presume responsables de los mismos “a quienes hayan llamado a través de los medios de comunicación y por cualquier otro medio, a reunirse o manifestarse”.
Aparentemente razonable, una norma de ese tipo podría prestarse a todo tipo de manipulaciones y serviría para restringir al máximo el derecho de reunión. Diputados del PPD, socialistas y radicales han anunciado que recurrirán a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que exija la derogación de la normativa, si ella es aprobada. Una ley de este tipo provocará, sin duda, más violencia. No es con leyes y fuerzas especiales de Carabineros como se solucionan los problemas que llevan a los afectados a protestar y movilizarse. Lo que, por lo demás, en sí mismo debería entenderse como algo natural en una democracia. Hay otras maneras de garantizar el orden que no son los disparos, los golpes, los chorros de agua y gases tóxicos, o los maltratos y vejaciones en las comisarías.
Hay un clima extraño: ¿será que el gobierno busca provocar la violencia como pretexto para aumentar la represión, incrementar el número de carabineros, crear cada vez más cárceles e imponer así un régimen de coerción permanente y restricción a los derechos de los ciudadanos? Se configura este panorama inquietante cuando se profundiza la tendencia de todos los gobiernos de la Concertación a recurrir a los métodos represivos antes que al tratamiento razonado y dialogante de los problemas. Las ideas de “tolerancia cero” y la campaña permanente del terror que impulsa la Fundación Paz Ciudadana del dueño del diario El Mercurio, ganan terreno. La política represiva fortalece a la derecha, que aumenta sus exigencias y busca también la manera de hacer negocios con la seguridad pública. Cárceles concesionadas, guardias de seguridad de empresas privadas, guardaespaldas, venta de armas y mecanismos de alarma domiciliaria, van en vertiginoso aumento. La derecha aspira a que el gobierno de la presidenta Michelle Bachelet le facilite también el camino represivo. Si Sebastián Piñera triunfa, encontrará hecho buena parte del trabajo.
PF
(Editorial de “Punto Final”, edición Nº 692, 21 de agosto, 2009)
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