Mudanzas
Odio las mudanzas, pero en el último mes me he estado cambiando de departamento y he recordado por qué las odio. En una mudanza uno embala, embalado, algo que jamás debió embalar. Luego de hacerlo te preguntas por qué no empezaste todo de cero y por qué no tiraste tu pasado a la basura, pero como bien sugiere Hemingway en París era una fiesta, las ciudades te acompañan como pesadas mochilas. Así es que no sacas nada con botar todo porque el pasado no son las cosas, sino las experiencias que has vivido. En otras palabras, puedes vivir sin cosas. Sin ir más lejos, en esta mudanza tiré varias cosas de mi “ex”: un calzón, fotos, un grabado suyo, que no boté pero que obsequié con mucho cariño al nuevo inquilino de mi ex departamento.
Son raras las mudanzas. Observando tus cosas, que ya ni sabes a quién mierda pertenecen, te preguntas quién eres o qué has hecho con tu vida. En mi anterior departamento yo viví un aborto, la pérdida de un hijo, la enfermedad y posterior muerte de mi madre, tres libros publicados y otro a punto de ser editado, una nueva novia, con la que estoy “decorando” este nuevo espacio, que se llenará con esas cosas que otra mudanza desmantelará. Bueno, ojalá eso no sea pronto.
Lo único seguro es que las mudanzas, al igual que la muerte, siempre llegan. Alejandro Zambra, en su libro Mudanza, escribe lo siguiente: “No se debe hacer promesas en el aire / no conviene revisar la borra espesa / del café ni grabar las iniciales / en un libro que más tarde se / desfonda en la memoria”. El artista visual Carlos Altamirano me confesó que el libro de Zambra le gustaba, en especial un poema. No sé si este sea el poema al que se refería ni tampoco me importa. Porque para mí lo importante de las mudanzas, tal como sugiere el poeta-narrador maipucino, es no hacer promesas en el aire, o mejor no prometer nada en una relación que comienza, porque tal vez eso sea lo más sincero. Sin embargo, resulta difícil no prometer nada cuando la mudanza va con novia incluida.
Tal vez las únicas mudanzas que no implican estrés y que, muy por el contrario, dan alivio sean las que tu madre hacía con un sucio pañal. ¡Qué alivio era esa mudanza! Desde ese momento, vale decir desde tu más tierna infancia, uno se acostumbra a las mudanzas: de barrio, de colegio, algunos de país, otros de región o simplemente de ciudad, de estado civil. Las mudanzas son parte de nuestras vidas.
La mudanza que más recuerdo, en todo caso, es la que vino después de la separación de mis padres en 1976. Vivíamos en una casa debajo de la subida que conducía al Estadio Sausalito, en Viña del Mar, donde jugaba el Everton. Era una casa emplazada en un pasaje, y mis vecinos eran hijos de ingenieros, marinos o prósperos comerciantes. En el fondo era un buen barrio, casi cuico. Pero donde nos mudamos fue a algo de clase media, la Población Empart que daba a la Quinta Vergara. Ahí mis vecinos eran hijos de profesores, albañiles, pequeños comerciantes o jubilados. El primer día el Bernardo, que hoy conduce un centro cultural en Villa Alemana, fue a saludarme: ¿Y quién erís tú? Yo le respondí que Gonzalo León y enseguida le estreché la mano, pero él replicó: ¿Y no tenís papá? Y ahí yo me enojé, pero el Bernardo era más grande que yo, así es que sólo subí indignado las escaleras, hasta el departamento de mi abuelo.
En este punto creo que es válido considerar al golpe de Estado como una gran mudanza, de la democracia a la dictadura, del jovial caos al estricto orden uniforme. El historiador Alfredo Jocelyn-Holt habla del fin de la república chilena, en otras palabras, de la más grande mudanza vista hasta entonces. Mudanza como traslado, pero también como cambio, que es la otra acepción del término. Entonces si uno se muda, ¿cambia también? ¿Al cambiar de casa uno es otro? Al parecer sí, y eso es lo que he estado descubriendo en el último mes. Y no ha sido agradable, porque a mí me gusta el statu quo, que las cosas permanezcan inalterables. Por mí jamás me cambiaría de barrio, a lo Zalo Reyes, ni de pega, a lo sociedad socialista. Pero las cosas inevitablemente cambian. Creo que eso explica que nadie haya venido todavía a golpear la puerta para averiguar si tengo papá. Todo un avance, ¿no creen?
Gonzalo León
(Publicado en “Punto Final” Nº 681, 20 de marzo, 2009. Suscríbase a “Punto Final”)
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