Descubrir
la soberanía
De todas las cosas significativas que la victoria del Movimiento 26 de Julio trajo a los cubanos en 1959, la de mayor impacto fue, a mi juicio, el descubrimiento de la soberanía. No sé cómo hablar de esto sin el riesgo de que se perciba como un suspiro doctrinal. Pero en todo caso es un riesgo que no se puede dejar de asumir. Y hay que decir precisamente que es más que eso.
Lo cierto es que los cubanos nos percatamos enseguida de que en el país no se podría hablar de libertad sin que la nación fuera soberana. Que pudiera decidir por sí misma su destino, concertar sus alianzas, escoger sus opciones, repeler agresiones, criticar sin tibiezas, y resistir. No fue, nunca es, un debate entre los muros de la academia. Fue algo aprendido en la práctica política, que nos descubría a cada paso la falsedad de los textos y la vacuidad de los símbolos: ni la afirmación constitucional, ni el himno, ni la bandera hacen, por sí mismos, soberano a un país. Así que descubrir el verdadero sentido de la soberanía no fue el fruto de una voluntad, sino el de la resistencia.
El debate sobre el reclamo por una soberanía real y los peligros de la ficción rondaba ya a la Constituyente de 1901. La discusión sobre la llamada Enmienda Platt, impuesta desde Estados Unidos como sello de protectorado, lo revela muy bien. Con la supresión de la Enmienda Platt en 1934 no se eliminó el acecho. Tuvo que triunfar la Revolución de 1959 para que la soberanía cobrara un sentido efectivo.
Al principio podíamos creer que se trataba de algo que íbamos a conquistar de una vez: que a partir del discurso nos habíamos vuelto soberanos. Pero poco a poco nos fuimos dando cuenta de que la soberanía, la efectiva, la real, esa que años después Nyerere(1) calificara de soberanía funcional, no era algo acabado, sino que había que construirla día a día. Defenderla con las armas como en Girón y en la Sierra del Escambray, conscientes de su vulnerabilidad ante la proximidad de la gran potencia. De la potencia que decidió erigirse como enemiga desde que percibió los primeros signos de desobediencia. Pero también de la potencia que salía en defensa nuestra, con respuestas eficaces y en apariencia incondicionales. La “crisis de octubre” reveló que también los aliados podían erosionar la independencia. Había que ingeniar una especie de contabilidad política: discernir los costos que implicaba mantener y afianzar la soberanía, y las fórmulas para asumirlos.
A lo largo de los 60 volverían a dejarse sentir las tensiones en la polémica sobre el modelo económico socialista y, sobre todo, en el disenso en torno a la legitimidad de la lucha armada revolucionaria como vía de acceso al poder en los países subdesarrollados y conectados por lazos de dependencia al sistema mundial.
Durante aquella primera década el proyecto cubano, asediado por el dominio imperialista norteamericano y su influencia en la casi totalidad de los gobiernos de América Latina, se afanó por lograr una inserción soberana en el sistema mundial, independiente tanto en el plano económico como en el político sin pasar por una alianza de bloque. La ruptura con la dependencia neocolonial se estaba pagando muy cara, sobre todo porque el centro de poder no estaba dispuesto a aceptar sin castigo la insolencia de este pequeño país, donde rodaban tantos automóviles que no tenían cómo explicarse los reproches.
La primera década de buenas relaciones con Moscú, al dorso de las generosas manifestaciones de apoyo, tenía una cartilla de condicionamientos para aceptar a Cuba en su sistema. En aquello que ellos consideraban la buena integración frente a los modelos occidentales. La isla, que aprendió rápido a defender la soberanía, eludió avenirse a los condicionamientos. Pero esa reticencia no pudo sostenerse: el proyecto cubano, que se reconocía como socialista y trataba de demostrarlo convirtiéndolo todo en estatal, se venía abajo si no se encontraba con urgencia un espacio seguro.
Finalmente, no se tuvo otra opción (y si la había nadie la demostró) que ingresar al bloque soviético a principios de los 70, lo cual generó, junto a los beneficios, una nueva forma de dependencia. Pagar un costo de dependencia sin afectar soberanía parecería un oxímoron, pero hay que reconocer que, en los temas que se habían vuelto emblemáticos para el socialismo cubano, como el de la solidaridad y, dentro de ella, la legitimidad de la lucha armada revolucionaria, Cuba se las agenció para no ceder en sus proyecciones, que no habían cambiado.
Así, se destaca el apoyo al sandinismo en lucha por el poder en los 70 y en un esfuerzo de construcción social revolucionaria en los 80, después de la victoria; igualmente llegó a ser significativo el apoyo al movimiento guerrillero en El Salvador y en Guatemala. Y podrían citarse otras referencias del compromiso latinoamericano. Pero hay que subrayar, sobre todo, que la solidaridad cubana rebasa incluso la frontera continental para dejar su más indeleble manifestación en la colaboración militar iniciada en Angola en 1975, la cual se extendió por cerca de quince años. Pasaron por allí alrededor de trescientos mil cubanos, todos voluntarios, de los cuales varios miles entregaron la vida. Esta presencia tuvo un papel decisivo en el derrumbe del régimen de apartheid, hecho que modificó el curso de la historia africana. Y en esta empresa sin ganancias económicas lo primero que resalta es también una muestra de soberanía: jamás he oído que un país de Europa del Este haya puesto un combatiente voluntario ni un centavo o una libra de leche en polvo, en la campaña de Africa. Cuba no encontró obstáculos -al menos- entre sus aliados, pero tampoco se sabe que haya existido cooperación.
El derrumbe soviético, que sobrevino después, fue una tragedia para la isla. Una nueva y quizás la mayor. No sólo en lo económico sino en lo político, porque eliminó el efecto disuasivo que la bilateralidad había propiciado, para dejar en manos de Washington la conducción irrestricta del sistema mundial. El escenario no podía ser más adverso para Cuba, que tenía que volver a poner a prueba otra vez su soberanía, llevando al extremo sus capacidades para resistir y subsistir. Fue la esencia del nuevo desafío que se presentaba a los cubanos. La restauración capitalista rusa de los 90 nos mostró que el socialismo, o lo que se creyó que era socialismo, era reversible, y a nosotros nos tocaba muy adentro esa decepción. Pero no hubo tiempo para lamentaciones, y era la irreversibilidad de la soberanía la que había que defender hasta el último aliento. La defensa de la soberanía nos ha tenido en pie. Esa fue la victoria de los 90, no montar al país en el carril de la desintegración y la transición a una sociedad de mercado capitalista predominante, retener los logros sociales -al margen de la incidencia que tendrían el desabastecimiento y la descapitalización en las infraestructuras que les dan sostén-, potenciar de nuevo la búsqueda de salidas para una inserción independiente.
La imposibilidad de soportar a nivel regional y continental las condiciones creadas por el sistema de dependencia neoliberal, se tradujo en la ola de protestas de los movimientos sociales, primero, y eventualmente en los giros políticos hacia la Izquierda generados por la vía electoral. El siglo XXI despierta con un cambio del mapa político del continente, que se reconforma con el reforzamiento de los intereses nacionales y populares. Para Cuba, este cambio significa una nueva perspectiva de integración: al fin, una integración latinoamericana. Una integración a partir de la América Latina emergente, sin nexos de dependencia ni sistemas de condicionamientos, sino en condiciones de igualdad entre los Estados y con preocupaciones compartidas. Preocupaciones de subsistencia, de estructura y de salvación del ambiente. Una integración sobre la divisa de la solidaridad, de una nueva fortaleza para negociar frente a las potencias centrales y frente a la concepción de la dominación imperial-capitalista.
Se impone para tales fines una condición de democracia, en tanto este concepto no sólo alude al orden interior de un país sino que debe regir en las relaciones internacionales. El internacionalismo democrático debe basarse en los contenidos democráticos de las naciones, y a la vez retroalimentarlos. No habrá verdaderas democratizaciones nacionales sin avances en la democratización de las relaciones internacionales. Un orden democrático no permite a los más fuertes imponer su poder mediante la dominación, la explotación, las políticas hegemónicas y, ni siquiera, por persuasión. Toda imposición de poder atenta contra la soberanía.
América Latina ha arribado a una encrucijada, y Cuba, con ella. Ser optimista no quiere decir que todo será fácil sino que es posible, al margen de cuan difícil se nos presente.
Hemos descubierto la soberanía y no po-demos negarnos a seguir descubriendo
AURELIO ALONSO (*)
(*) Sociólogo cubano, subdirector de la revista Casa de las Américas.
(1) Julius Nyerere (1922-1999), padre del “socialismo africano”; fue el primer presidente de Tanganyka (1962), que luego se unió con Zanzíbar para formar la República Unida de Tanzania. Nyerere fue presidente de esa nación entre 1964 y 1985. (N. de PF).
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 678, 9 de enero, 2009. Suscríbase a PF) |