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Crímenes de la dictadura
Operación Albania
ALVARO
Corbalán, el verdugo de la CNI
Los mataron entre otoño e invierno, en la calle
y en la oscuridad de una casa vacía. Cuando algunos pensaban que
la perversidad de los asesinatos de Lonquén, los eternos desaparecimientos
y el degollamiento de opositores no podrían ser igualados en horror,
la dictadura organizó la Operación Albania, que realizó
la masacre de Corpus Christi, en junio de 1987, donde fueron asesinados
doce combatientes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Allí se conjugaron todos los elementos que hicieron de la dictadura
el epítome de la crueldad: el terror, la violencia, la tortura,
la mentira, la traición. Hoy, a 17 años de dicha matanza,
por fin se vislumbra en el horizonte judicial un atisbo de justicia, toda
vez que el proceso sustentado por el ministro en visita Hugo Dolmestch,
se acerca a su fase final. Veintiséis agentes de los aparatos represivos
de la dictadura enfrentan, por primera vez en casi dos décadas,
la posibilidad cierta de ir a prisión. Y lo hacen como los cobardes,
delatando y mintiendo, culpándose unos a otros para salvarse de
su seguro sino. Es que hace rato ya se rompió aquel singular pacto
de silencio que suscribieran algún día en el oscuro mundo
de la guerra sucia, cuando se creían amos y señores de Chile
y los chilenos.
En declaración judicial que data de octubre de 2000, Alvaro Corbalán,
el jefe operativo de la matanza y jefe del cuartel Borgoño de la
CNI, explicita su participación en dicha acción y lo hace,
según él, debido a que algunos agentes han admitido participación
en la operación y que ha “creído conveniente por lealtad
a ese personal, también asumir como jefe la responsabilidad que
pudiere corresponderme conforme a lo que explicaré para establecer
también, de acuerdo al grado jerárquico, la responsabilidad
de quien dispuso la orden que involucró la muerte de siete terroristas
detenidos en el cuartel Borgoño”.
ORDEN DE SALAS WENZEL
Esta declaración y actitud asumida por Corbalán
no implica grado de nobleza alguno para con sus subordinados, menos aún
significa un deseo de colaborar con la justicia. Simplemente se trata
de un ajuste de cuentas entre miembros de los organismos de seguridad
que, de alguna manera, se sienten abandonados por sus mandos superiores,
aquellos que dieron las órdenes y que hoy esconden la cara para
salvarse de ser procesados. Concretamente, Corbalán involucra al
general Hugo Salas Wenzel, director de la CNI, quien hasta el día
de hoy niega participación en el artero asesinato de los rodriguistas.
Sin embargo, Alvaro Corbalán señala inequívocamente
que al consultarle al general Salas si los siete detenidos aún
con vida en el cuartel Borgoño debían ser entregados a Carabineros,
a Investigaciones o a los tribunales, Salas manifestó que “ninguna
de esas posibilidades cabía con respecto a aquellos que resultaran
ser importantes dentro del Frente Manuel Rodríguez y que, por lo
tanto, había que eliminarlos”.
Esto es refrendado por Iván Quiroz, capitán (r) de Carabineros
y segundo comandante del cuartel Borgoño, quien declaró,
en la fase probatoria del juicio, que “estaba en la oficina de don
Alvaro en ese momento, y escuché cuando él preguntó
al general Salas si la orden se podía postergar para seguir investigando
a los detenidos”. La respuesta de Salas fue que los frentistas debían
ser eliminados y, por lo tanto, Corbalán le dio la orden a Quiroz
para que se llevara a cabo la misión encomendada por el director
de la CNI.
Pero no es todo, las acusaciones y contraacusaciones prosiguen entre los
agentes de la CNI, porque el general Salas sostiene que todo fue planificado
y dirigido por Corbalán y que él jamás dio la orden
de matar a nadie. Por su parte, Alvaro Corbalán manifiesta que
no sólo Salas conocía de la operación, sino también
el brigadier general (r) Humberto Leiva, subdirector de la CNI -quien
no está procesado- “estaba al tanto de todos los detalles
del operativo”. Quien sin duda sabía de la operación
era el general Pinochet, puesto que el mismo día 15 de junio de
1987, cuando se inició la Operación Albania, se reunió
en La Moneda con el director de la CNI. De hecho, el capitán Quiroz
declaró que “la CNI y mi general Salas dependían directamente
del presidente de la República, mi general Augusto Pinochet, la
CNI no dependía de la Junta Militar. Mi general Salas no podía
hacer nada sin consultar a mi general Pinochet”.
En todo este entramado de artilugios, mentiras y medias verdades, ha surgido
lentamente la verdad de lo acaecido hace 17 años y que culminó
con la matanza de doce jóvenes chilenos. Y, lo que es más
importante, aquí no hay inocentes, son todos culpables: los que
impartieron las órdenes y los que las ejecutaron. Es más,
los nombres de los agentes procesados en este caso se repiten en todas
las principales operaciones y crímenes cometidos por los aparatos
represivos. Los miembros del FPMR que fueron detenidos, torturados y posteriormente
trasladados a una casa en la calle Pedro Donoso, de la comuna de Recoleta,
en Santiago, fueron asesinados por los oficiales de ejército Hernán
Miquel, Aníbal Rodríguez, Iván Cifuentes, Rodrigo
Pérez, Eric Silva y los detectives de Investigaciones Gonzalo Maas
y Hugo Guzmán. En el asesinato de Julio Silva, en la Villa Olímpica
de la capital participó, entre otros, el capitán de ejército
Luis Arturo Sanhueza. El capitán Sanhueza, que utilizaba la chapa
de Ramiro Droguett, era miembro de la Brigada Verde de la CNI, encargada
de la represión contra el FPMR y el Partido Comunista, y también
participó en el secuestro y ulterior asesinato de cinco jóvenes
en septiembre de 1987, en venganza por el secuestro del coronel Carlos
Carreño.
Le conocí en medio de la bruma, la balacera y los gritos, cuando
comandaba el dispositivo de la CNI que mató y torturó a
muchos chilenos y chilenas. Era más bien bajo, grueso y de mirada
profunda. Actuaba calmadamente, de manera fría y calculadora, sabiéndose
con todo el poder que dan las armas y toda la fuerza de la dictadura a
su disposición. “Esto es guerra, me dijo tranquilamente rodeado
de más de diez de sus hombres. Si no cooperas, hay otros métodos
para hacerte hablar”. Y luego la tortura, los golpes, la electricidad,
las amenazas de muerte. Uno de los agentes dijo sarcásticamente:
“¡Te salvaste en junio!”, en clara alusión a
la Operación Albania. “Tuviste suerte, pero se te acabó
ahora”. En esos momentos no sabía quién era Sanhueza,
ni de sus crímenes, ni de su crueldad. Lo supe después,
y allí, de repente, todas las atrocidades cometidas por la CNI
tuvieron rostro, voz y manos.
En ese momento supe lo que habían sentido los hermanos rodriguistas
cuando fueron ejecutados a sangre fría por el capitán Sanhueza
y más de una cincuentena de agentes. Porque en el caso de la calle
Pedro Donoso no hubo enfrentamiento, como lo informaron los medios de
comunicación controlados por la dictadura, sino que un burdo montaje
para encubrir un crimen atroz.
Ello siempre se supo, ratificado ahora por las declaraciones de los propios
agentes participantes en la masacre de Corpus Christi. El capitán
de Carabineros, Iván Quiroz, recuerda nítidamente el montaje,
porque estaba presente cuando “se ordenó que se fuera a buscar
armas distintas a las de servicio de la CNI para montar un enfrentamiento,
y así presentarlo”. Y la orden la dio Alvaro Corbalán,
quien también ordenó que se ejecutara a los siete integrantes
del FPMR que habían llevado a la casa de la calle Pedro Donoso.
Así murieron, indefensos, Esther Cabrera, Elizabeth Escobar, Patricia
Quiroz, Manuel Valencia, Ricardo Silva, Ricardo Rivera y José Valenzuela.
CADENA DE ASESINATOS
Tampoco hubo enfrentamiento en la calle Alhué,
en la comuna de Las Condes, donde fue asesinado por la espalda Ignacio
Valenzuela. O en la esquina del Pasaje Moscú, en la comuna de San
Miguel, donde fue acribillado Patricio Acosta y en la Villa Olímpica,
donde mataron a Julio Guerra. Fueron centenares los agentes de las brigadas
de la CNI, de Investigaciones y de la Unidad Antiterrorista, integrada
por comandos de élite que respondía directamente a Pinochet,
que participaron en los operativos los días 15 y 16 de junio de
1987.
Fueron todas cobardes ejecuciones, excepto en el caso de la calle Varas
Mena, en San Miguel, donde la CNI atacó la casa donde se realizaba
una escuela del Frente. Allí, cubriendo el escape de muchos de
los rodriguistas, murieron combatiendo Juan Henríquez Araya y Wilson
Henríquez Gallegos. Eran todos jóvenes, todos revolucionarios,
todos combatientes anti dictatoriales.
Y mientras el país se estremecía con semejante horror, el
general Hugo Salas Wenzel reunía a su gente en el cuartel Borgoño
y, posteriormente, en un asado, para felicitarlos por la labor realizada.
Así lo han declarado dos partícipes de la operación
y de las enfermizas celebraciones: el detective Gonzalo Maas y el capitán
Rodrigo Pérez, jefe de la Unidad Antiterrorista.
Hoy, luego de casi dos décadas y gracias al tesón de familiares
y abogados de derechos humanos, como Nelson Caucoto, se ha desentrañado
el entablado de mentiras montado por la CNI y ha surgido lenta, dolorosa
y diáfana la verdad. Es que la preservación de la memoria
histórica se abre paso a empellones, con dificultad y riesgos,
a pesar del manto de olvido que la dictadura y los gobiernos de la Concertación
han querido imponer. Y la memoria tiene nombre y apellido y la Operación
Albania tiene nombre y apellido. Y, si bien es cierto, los agentes hoy
colaboran con la investigación, ello no los exime de responsabilidad.
Al contrario, deben pagar por sus crímenes, pues la verdad sin
justicia significaría una afrenta a todos los caídos aquel
otoño de furia
MAURICIO BUENDIA
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