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Julio ha vuelto
LIBRO DE MANUEL
Es bello ser Cronopio,
aunque cause muchos dolores de cabeza.
Y es que el dolor de cabeza de los Cronopios
se supone histórico, es decir
que no cede ante las tabletas de analgésicos,
sino sólo ante la realización del Paraíso en la Tierra.
Así es la cosa.
En la sociedad Fama nos duele la cabeza.
Y nos arrancan la cabeza.
En la lucha por el Paraíso, la cabeza es una bomba de retardo.
En las sociedades supuestamente cronopianas se planificaba el dolor de
cabeza,
lo cual no lo hacía escasear, sino todo lo contrario.
Una verdadera sociedad cronopiana será, si es que es algún
día,
-entre otras cosas-
una aspirina del tamaño del sol.
Roque Dalton
“Julito ha vuelto”, me dijo con un estremecimiento Raúl
Ruiz. Bueno -le contesté grandilocuente- siempre estará
con nosotros. “No, no, acaba de entrar, pero como hay tanta gente
no lo has visto”, repuso en tono conspirativo. Lo miré suponiendo
que había bebido más de la cuenta. “Es verdad -terció
el Grillo- con él entraron Vipos, Vipas, Hormigachos y Horminetas,
aparte de algunos Famas infiltrados y una pléyade de Esperanzas.
Se han escondido entre los próceres bolivarianos. Mira, Gardel
discute con los cubanos, Sandino parece asturiano, Neruda con su eterna
cara de elefante y Roque Dalton de incógnito, vaya... vaya…”
Ya sabes Grillo, los Cronopios no somos muchos pero somos machos, de modo
que si hay problemas... “No seas porfiado -insistió- observa
la mesa del centro, con clavel rojo y mantel negro, la copa de vino tiene
un brillito, la animita de Cortázar muy celoso de la Maga cuando
le da un beso a este Grillito… La copa está casi vacía...
Hay que escanciarle otro poco...”
Hierática, la copa de vino tinto rendía silencioso homenaje
al lado de Rayuela, abierto en el capítulo 68. Una cinta negra
ceñía un clavel rojo. Era una fría noche de invierno
parisino del mes de febrero. Y el Grillo concluyó temeroso: “A
mí no me gustan las historias de muertos... prefiero las de nutrias...”
Esa mañana, Julio Cortázar había sido sepultado en
el cementerio Montparnasse. Tres días antes, Luis Bocaz, me había
dado la infausta noticia y sus amigos y admiradores nos dimos cita luego
de su entierro en una casilla de Rayuela, esa ancha avenida jalonada de
obstáculos que se debe atravesar para alcanzar el Cielo.
Cien flechas de pétalos rojos habían surcado el espeso frío
del cementerio, llegando hasta la nieve que bordeaba la tumba que desde
entonces lo cobija. Como imbéciles quisimos darle a esas rosas
rojas impulsos suplementarios, tratando de inclinarlas “hacia el
lado de la eternidad”, ante la lívida indiferencia del Gran
Cronopio, que por cierto nunca se preocupó de la gloria ni de las
nieves, puesto que en vida sólo había querido saber “dónde
se reunían las golondrinas después de la muerte”.
Meses antes, cuando había visitado Buenos Aires por última
vez, contestó a la TV argentina: “¿Que si vengo a
radicarme definitivamente? No me gusta la palabra radicar, pero sí
me gusta la palabra radical”. Era un cronopio extremista y radical,
cuyas ideas sobre el socialismo no las bebía con vodka sino que
se nutría más bien con el áspero alcohol de la realidad
latinoamericana. “Creo con Roger Garaudy -dijo alguna vez- que el
fin supremo del marxismo no puede ser otro que el de proporcionar a la
raza humana los instrumentos para alcanzar la libertad y la dignidad que
le son consustanciales”.
Este Cronopio radical y extremista acompañó nuestros sueños
y alegrías desde la adolescencia. También nuestros desvelos
y penas. Seguramente, esa noche de homenaje quiso beberse el trago del
estribo. Hoy, veinte años después de su partida, sigue estando
junto a nosotros.
El Gran Cronopio “tensaba su arco cuando escribía”,
pero sabía, llegado el momento, “colgarlo en un clavo para
beber una copa con sus amigos”.
Esta es la historia de los avatares de uno de sus libros, Libro de Manuel,
publicado hace treinta años.
En una calurosa tarde de diciembre de 1973, poco antes de Navidad, en
la ex oficina salitrera de Chacabuco, “prisionero de guerra”
junto a otros cientos de compatriotas, me aprestaba a ingresar a la Filarmónica,
la Opera de Chacabuco, frente a la placita a la que Mario Céspedes
se esforzaba en arrancarle algunas sonrisas verdes. La Iglesia y la Cruz
Roja habían logrado autorizaciones para visitar a los prisioneros
y un capellán de carabineros junto a oficiales y soldados del ejército,
dirigían las operaciones de cacheo, ingreso y reencuentro con nuestros
familiares. Cuando me tocó el turno para ingresar, el capellán
me dijo: “Tiene visita... una jovencita”. Entré a la
Filarmónica enceguecido por la penumbra, luego de haber permanecido
esperando bajo el abrasador sol del desierto. Vi la silueta de la jovencita
conmocionada por el reencuentro. Nos saludamos y un soldado nos indicó
que podíamos sentarnos en unas butacas. Recibí de ella toda
la información del caso: Fulano muerto, Zutano asilado, Mengano
clandestino, sin noticias de este otro, en fin. Otros compañeros
hablaban con sus esposas, madres, hijas o hermanas, vigilados por los
soldados. No sé cuánto tiempo transcurrió en esa
atmósfera irreal, en esa oscuridad herida sólo por pequeños
rejones de luz que atravesaban las viejas ventanas de madera. Nos miramos.
Me preguntó que si y yo le expliqué que no. Sus bellas y
delicadas manos acariciaban mi barba y cabellos descoloridos por el sol
del desierto. Sumidos en un sopor indefinible, parecía que el mundo
se reducía únicamente a nosotros. Fue entonces que la bella
jovencita comenzó a desabotonarse su camisa. Inquieto, escudriñé
en la penumbra observando a los soldados y al capellán que se paseaba
preguntando: “¿Todo bien? ¿Es su esposa?” No
-le respondí un poco mosqueado- es mi polola. Cuando el preguntón
se alejó vi que la bella jovencita había sacado de entre
sus ropas el Libro de Manuel, recientemente publicado en Argentina. “Mira
el regalito que te traje, tu autor preferido”, me dijo orgullosa.
La abracé y aproveché de ocultar el libro en mi cintura,
agradeciéndole en glíglico: ¡Qué tisclama que
no pueda amalarte el noema! “Estás loco -repuso ella, siguiendo
el juego- se nos agolparía el clémiso y los salvajes ambonios
alertarían a los soldados”. Ah, susurré sottovoce,
estoy como el trimalciato de ergomanina al que se le han echado unas fílulas
de cariconcia, es una tisclama que no pueda retilarte la murta.
Su justificado y prudente recato en la situación en la que nos
encontrábamos, nos impidió tordularnos los hurgalios, sin
siquiera haber podido aproximar nuestros orfelunios en aquella Filarmónica,
que algunos decían había conocido el encanto de Sarah Bernhardt.
Nos despedimos y con el Libro de Manuel en las verijas, para evitar su
decomiso, traspuse la alambrada. Los buses partieron en dirección
a Antofagasta y el libro inició en ese perdido campo de prisioneros
de la Vª División del ejército una sobrehumítica
aventura.
Libro de Manuel es una novela política de Cortázar. La historia,
entre otras historias, de una guagüita sudamericana nacida en París
-Manuel- alrededor del cual sus padres y amigos tratan de construir “otro
mundo posible”, más humano y divertido, en medio de las terribles
noticias -recortes de diarios- que constituirán su futuro libro
de lectura. Manuel se come las cortinas, mea y defeca como todo bebé
de buena salud, emitiendo berrinches destemplados cuando le falta la mamadera,
para luego dormirse plácidamente, en medio de encendidas discusiones
políticas. Es testigo de la planificación de una operación
de guerrilla urbana en la que termina secuestrado un Vipo, de la internación
ilegal de un pingüino y de la utilización de containers de
doble fondo para actividades revolucionarias. Este libro, explicó
Cortázar, “no solamente no parece lo que quiere sino que
con frecuencia parece lo que no quiere”.
La biblioteca de Chacabuco funcionó gracias al esfuerzo de algunos
compañeros que seleccionaron libros de diversos autores, obtenidos
algunos por las siempre inescrutables vías del Señor. Pero
el Libro de Manuel nunca formó parte del catálogo público.
Recuerdo haberlo leído con deleite y comentado con mis compañeros.
Luego se lo presté a Alvarado y desde entonces, su presencia clandestina
en el campo se hizo famosa, este... quiero decir cronopiosa. Eran numerosos
los que venían a pedírmelo. Tenía una lista con los
impacientes inscritos que esperaban disciplinadamente su turno.
Gracias al Libro de Manuel comenzamos a practicar el “fortran”
con Leonardo -la formulación transpuesta inventada por Lonstein-
y por las mañanas cantábamos el himno nacional, introduciendo
ecofones, economizando fonemas e inventando boex, bonitas expresiones:
Huesos nomes valsoldaos
Quiá besido dechil esostén
Nues pechololle vangrado
Losabnushijstamién.
Había variantes del orlopró (organización lógica
de programa) y del orilopró (organización ilógica).
Luego las discusiones se desviaron sibilina pero peligrosamente hacia
el campo político, y claro, la cosa subió de color cuando
tradujimos al orlopró, orilopró y al glíglico frases
de indudable raigambre partidaria como: “Arverjar sin centrar”,
“Trapinaores a correr” o “No a la suerga cerril”.
Sospecho que fue Claudio -o Leonardo- el que tradujo al glíglico
unas pedregosas frases de Luis Corvalán, y yo hice lo mismo con
la profusión de erres que acostumbraba emitir Mayoneso. Virgilio
Figueroa se mataba de la risa y trataba de aprendérselas de memoria.
Un día me dijo: “Si te vas a Francia, cásate con una
mujer como Ludmilla o Francine”. La descripción que de ellas
se da en el Libro de Manuel lo tenía por las cuerdas. Una tarde
llegó antes del silencio uno de los que te jedi. Como estábamos
presos en el desierto no portaba terno gris, pero lo tenía dibujado
en la piel: “Tenga cuidado, compañero, hay que preservar
la unidad, no agarre para el tandeo a los dirigentes de los partidos hermanos”.
Le expliqué que justamente el Libro de Manuel nos enseñaba
que un revolucionario no tenía por qué perder el sentido
del humor. Lo leyó y no le causó ninguna gracia, “ultraizquierdistas”,
masculló molesto. Jamás supe si se refería a los
personajes creados por Cortázar o a los dos jóvenes estudiantes
prisioneros.
Un ex jugador de Palestino, al que los milicos le habían volado
los incisivos superiores -“la delantera”, decía mostrando
sus encías heridas- casi se meaba de risa cuando nos escuchaba
imitar en orilopró o glíglico a los oficiales del campo:
“En el coche río/ en el diaca, loor/ yasí toos los
días”.
Yo era el escribidor de sus cartas personales dirigidas como el mismo
afirmaba, a “su Catedral y a su Capillita”. Un buen día
se equivocó de sobre y envió la esquela destinada a la Catedral
a la Capillita y viceversa. Quedó la mansa cagada. “Compadrito
-vino a verme muy compungido semanas después- escríbale
una carta de excusas a la Catedral y otra a la Capillita”. A raíz
de este error epistolario no le había llegado desde hacía
meses ni un gramo de azúcar. Tratamos de convencerlo con Leonardo
que lo mejor era escribirle en glíglico a ambos monumentos eclesiales
o al menos, alterar la ortografía castellana como una manera de
enloquecer a los censores militares. “Ha lo mejor ny ce dan quenta
del qambio de horthografía”, acotó Leonardo desternillándose
de la risa.
La misiva decía más o menos así: “Mi múi
Kerida Kathedral, lamento el hekíboco en el ke inqurrió
un kompañero hestudiante de lelles, letrado pero pajarón.
Hez el mismo que aora me está alludando en la redaktion de hézta.
Lo ke pazó fue ke hisso doz kartas al mismo tiempo, para dos perzonas
diferentes, i komo el tiene tan vuena boluntad, les ezcrive qartas a los
ke no zon demaciado duchos en la lengua de Tserbantes. De modo ke la karta
para tí le yegó a hotra perzona, i la ke tu resiviste hera
para la mujer de hotro kompañero. Heza es la rrassón por
la ke en la eskela ke te yegó dice mi Negra. ¡Kómo
no bói a zaber ke eres de horijen teutón y más rrubia
ke el trigo estival quando hestá pronto para la kocecha! Hademáz
conosqo la losanía de tu qutiz rozado y tersso qual porselana de
Limoges. Me reprochaz yamarte Kaper Uzita Roja y ke me haconzejas ke deje
las malas frekuentaziones, pero ¿kómo bói a azerme
de hamigos ke no cean rojos, kuando haqí zon todos de ece kolor?
De todas maneras usted sabe qe hez mi Katedral, kon qoro, monaguiyos,
nabe sentral, pulpitoz, Santísimo Sacramento, Miza qantada i todo,
hez dezir, mi berdadero Tedéum. Y hun Tedéum zólo
se ace en huna Katedral. Kapillita, es hotra manera de llamar a zu mujer
ke tiene hezte compañero kuya karta te yegó de pura mala
zuerte. Ci halguna bes entro en hotra Iglesia, ke Dios me saqe los pokos
dientes ke me kedan. I para muestra de mi hafekto te mando un poema ke
esckiví para ti. Aí ba:
Komo los kronopios tienen ciete mujerez/ Tamién los Famas tenerlas
qieren./ ¡Ay ké halegría hun día el mundo se
volverá todo kronopía!/ Kerer una no es ninguna / kerer
doz hez falzedad/ kerer trez y engañar quatro/ ¡ezo hez gloria
ke Dios da! Firmado: Borware Cheterifare.
Cuando se la leímos soltó una carcajada: “Compadrito,
usted quiere que me fusilen”.
Creo que finalmente el buen tino se impuso y entre Basílicas, Catedrales,
Capillas, Capillitas, Sacristías y Naves Centrales y Laterales,
lograron su expulsión de Chile. Lo acogieron los brazos generosos
de la Rubia... Albión.
Con los meses, le perdí la pista al librito y siempre supuse que
había quedado en buenas manos. Años más tarde, el
Gran Cronopio al enterarse de esta historia afirmó que se sentía
más satisfecho que con una buena centena de críticas literarias
juntas.
Hace un par de años, en Santiago, en una conferencia en la Usach,
leí una papeleta con preguntas dirigidas a Roger Garaudy. Una escritura
menuda y femenina: “Yo tengo el Libro de Manuel. Está ajado,
sucio y polvoriento, le faltan algunas hojas. A mi papá se lo regaló
un detenido que fue expulsado de Chile en 1976”. Más abajo
su nombre. No quise indagar para no violar el secreto de las aventuras
corridas por el Libro de Manuel, Ludmilla, Gómez, Monique, Lucien
Verneuil, Francine, Andrés, Marcos y los demás. Varias veces
he creído verlos por las callejuelas de París, saltando
de un autobús, sentados en un asiento de un vagón del metro
o deslizándose sigilosamente por las calles por las que acostumbraba
a deambular el Gran Cronopio. Más de alguna vez me he topado con
algunos en la primera cuadra de la calle San Diego, en Ñuñork,
El Rápido o el Venecia. En la calle Rachid de Bagdad, creo haber
visto a Ludmila cuando trataba infructuosamente de estacionarse en su
alfombra voladora detrás de un bus, o en Ramalá, tendida
mirando el cielo inundado de mosquitos. A pesar del tiempo y la latitud,
todos siguen teniendo la misma cara, los mismos ojos de mares y horizontes
inalcanzables, claro, con algunas llaguitas en el pecho.
El libro que en Chacabuco leyeron bajo el poncho algunas centenas de prisioneros,
nunca pasó por mejores manos. Me cuentan que incluso uno de los
oficiales se interesó en leerlo: qiera Dioz ke le aya hentrado
hen probecho.
El vigésimo aniversario de la partida de Julito ha reavivado en
mí el recuerdo de su primera lectura en el desierto. Leo en voz
alta a Roque Dalton -que de dictaduras, revolcones y fatwas de comisiones
políticas algo sabía-, quien alcanzó a dedicarle
estos versos de miedo: “Un ángel solitario en la punta del
alfiler oye que alguien orina”.
Como se sabe, los derechos de autor de el Libro de Manuel, sirvieron,
por voluntad de Julio Cortázar para “ayudar a la realización
de la esperanza” en algunos países de América Latina
-comprendido el nuestro- sometidos en esos años a bárbaras
dictaduras.
Lo que quiso narrar Julio Cortázar en este libro queda explicado
en el prólogo, y está hoy más vigente que nunca y
debería resonar con la fuerza de trompetas derribadoras de muros:
“Lo que yo he tratado de contar, es el signo afirmativo frente a
la escalada del desprecio y del espanto, y esa afirmación tiene
que ser lo más solar, lo más vital del hombre: su sed erótica
y lúdica, su liberación de los tabúes, su reclamo
de una dignidad compartida en una tierra ya libre de este horizonte diario
de colmillos y dólares”.
¡Buenas salenas querido Cronopio, veinte años no es nada!
Afuera llueve, todo el cielo...
PACO PEÑA
En París
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