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La loca carrera
del armamentismo
La
negativa a asumir la existencia de problemas en las relaciones con Bolivia
-y también con Perú- parece ser la línea adoptada
por el gobierno del presidente Lagos. Así como desconoce la demanda
marítima boliviana, Chile rebate las acusaciones de armamentismo
que le formula Perú. Las minimiza argumentando que las adquisiciones
de sistemas de armas para las FF.AA. simplemente corresponden a reposición
de material obsoleto. Sin embargo, los problemas existen y podrían
agravarse.
Perú ha formulado su preocupación por lo que califica como
desequilibrio o desbalance de equipamiento militar. En un momento pareció
que había discrepancias en el seno del gobierno peruano. Mientras
el canciller Manuel Rodríguez Cuadros asumía en términos
generales la normalidad de las relaciones, el ministro de Defensa, Roberto
Ciabra, denunciaba un desequilibrio tecnológico en materia de armamento
que obligaba a su país a compensarlo. El canciller peruano respaldó
finalmente a su colega. Ambos hablaron a una sola voz que representa,
sin duda, la opinión del presidente Alejandro Toledo. El mandatario
sufre presiones de los militares y sectores nacionalistas en un contexto
de fuerte debilidad política personal.
La injustificable muerte de un ciudadano peruano que atravesó irregularmente
la frontera al norte de Arica y fue baleado por infantes de Marina que
custodian el área, no favoreció un clima propicio a la eliminación
de tensiones.
Una carta pública de ex ministros y altos oficiales peruanos en
retiro, especialmente almirantes, produjo alarma. Constatando la existencia
de dificultades en las relaciones entre los dos países, que podrían
deteriorarse en función del problema marítimo de Bolivia,
denunció compras navales excesivas y exigió al presidente
Toledo la compra de dos fragatas tipo Lupo, italianas, para que -según
plantearon- la Marina peruana pueda “recuperar su capacidad combativa”
ya que “es indispensable estar prevenidos para afrontar el período
de crisis que se avecina”.
Ambos países se culpan -no siempre públicamente- de armamentismo.
Las acusaciones se transforman en pretexto para comprar más y más
armamento.
Es claro que el gasto militar excesivo no tiene justificación para
ninguno de los dos países, agobiados por carencias sociales y graves
problemas de pobreza. No es fácil, sin embargo, reducir la brecha.
Pesa demasiado el chovinismo, la voluntad de los altos mandos de las FF.AA.,
los intereses de los fabricantes y vendedores de armamento y sus respectivos
gobiernos y, en América Latina, la influencia de Estados Unidos,
históricamente interesado en el fomento de divisiones y recelos.
Hay que admitir que parte importante de las suspicacias de los países
vecinos provienen de la sombra persistente de la política exterior
de Pinochet, agresiva y poco interesada en América Latina. Pero
también tienen cuota de responsabilidad los gobiernos de la Concertación,
preocupados de mantener a todo trance buenas relaciones con los militares.
La construcción de dos submarinos tipo Scorpene -de última
generación entre los de propulsión convencional- a un costo
de más de 500 millones de dólares, encendió luces
de alarma. Se sumaron a las que había producido antes el cohete
Rayo, promovido directamente por Pinochet en un emprendimiento conjunto
de la industria militar británica y chilena. A ello se agregó
el Plan Tridente, que contemplaba la construcción en Asmar de ocho
fragatas por valor de 1.500 millones de dólares para antes del
2010. En definitiva, el Plan Tridente abortó por impracticable
desde un punto de vista económico, así como también
el cohete Rayo por razones de tecnología militar. Pero todo esto
produjo inquietud en la Marina peruana. La culminación vino con
la decisión de comprar diez a doce aviones F-16, cazabombarderos
considerados entre los más avanzados, dotados de cohetes Amraam,
aire-aire, de tecnología de punta. Las vicisitudes del proyecto
-parte del llamado Plan Nuevo Avión de Combate (NAC) que contempla
más aviones en próximas etapas-, produjo alarma continental.
Diversos analistas opinaron que la decisión significaba el comienzo
de una carrera armamentista. El Premio Nobel de la Paz y ex presidente
de Costa Rica, Oscar Arias, declaró en 2001 que con esta venta
por parte de Estados Unidos “se introducirían avanzadas y
destructivas tecnologías en una región en la que hasta ahora
nadie ha podido explicar por qué podrían ser necesarias”.
Agregó: “Lo cierto es que Chile no enfrenta ninguna amenaza
militar. Las grandes amenazas para ese país y para toda la región
son la pobreza y la desigualdad social”. También Arias criticó
al presidente Clinton por haber levantado, en 1997, el embargo de venta
de armas avanzadas a América Latina. Y concluyó diciendo:
“Considero frustrante ver cómo al tiempo que el gobierno
civil de Chile cede ante la presión de los militares, el gobierno
de Estados Unidos se inclina frente a las presiones de los fabricantes
de armas”.
Simultáneamente, el ejército chileno adquirió material
blindado de segunda mano, pero en condiciones operativas, para dar mayor
movilidad y potencia a la infantería, preocupando a los militares
peruanos. Perú justificó con las compras de Chile sus propias
adquisiciones. Y vuelta a empezar.
En 2001, luego del triunfo del presidente Alejandro Toledo y la abrumadora
derrota del fujimorismo que mantenía vínculos privilegiados
con los altos mandos, se abrió una posibilidad importante. Se hablaba
de la necesidad de detener el gasto militar. Y lo decían nada menos
que los propios presidentes de la República. Hablando ante doce
jefes de Estado, Alejandro Toledo planteó la necesidad de acordar
“la inmediata congelación de los compras de armas ofensivas
en la región”, y anticipó que propondría al
presidente Lagos una reducción consensuada del gasto militar. Casi
al mismo tiempo, el presidente venezolano Hugo Chávez propuso disminuir
de inmediato el gasto militar en el continente, entre cinco y diez por
ciento. Opiniones parecidas surgieron en otros países.
Chile hizo oídos sordos. Estaba en marcha la negociación
por los F-16 y el Plan Tridente, que encandilaba al alto mando naval.
Por eso mismo, tampoco el gobierno chileno acusó siquiera recibo
cuando el ministro de Defensa del Perú ofreció vender o
inutilizar el armamento de cohetes aire-aire de los cazabombarderos rusos
que tiene Perú si Chile renunciaba a comprar los F-16.
Hay elementos más profundos que influyen en la desconfianza que
rodea estos temas. Peruanos y bolivianos perciben una agresividad permanente
de parte de Chile, que en la guerra de 1879 los privó de ricos
territorios. Es un hecho de la causa, alimentado por elementos objetivos
innegables. Desde hace tiempo, el gasto militar de Chile es el más
alto de América Latina, no en cifras absolutas, dado el tamaño
del país y su economía. En gasto per cápita y en
la relación entre gasto militar y PGB -las formas habituales de
medir ese gasto-, Chile ocupa el lugar de avanzada.
Según el Instituto de Estudios Estratégicos de Londres (IIEE)
en 2002, el gasto militar de Chile fue a lo menos de 2.557 millones de
dólares. Eso significa que se destinó a gasto militar el
4,1 por ciento del PGB, tres veces la proporción correspondiente
a Argentina y casi triplicando también la de Perú y Bolivia.
Más espectaculares resultaron las cifras per cápita: Chile,
ese año, gastó 160 dólares por habitante, Perú,
33 dólares, Bolivia, 14 y Argentina, 36. El informe del IIEE deja
abierta la posibilidad de que el gasto haya sido mayor. Señala:
“El presupuesto de defensa aumentó de 1.100 millones de dólares
a 1.200 millones en el 2002. Pero si se consideran todos los aspectos
extra presupuestarios, incluidos los 230 millones de dólares provenientes
de la ley del cobre, se aproxima a los 2.800 millones de dólares”.
Para algunos, las cifras del IIEE son discutibles. Siempre lo son este
tipo de estimaciones. Sin embargo, indican una tendencia. Están
respaldadas por la metodología utilizada por la OTAN y por la solvencia
académica de la institución. No deja de ser interesante,
además, que el verdadero gasto militar se omita en los libros sobre
la defensa nacional publicados por dos gobiernos de la Concertación.
A pesar de las alegaciones de transparencia, no hay en ellos información
sobre sistemas de armas en poder de las FF.AA. ni tampoco información
desglosada sobre compra de armamentos.
Ahora, el tema del armamentismo ha reaparecido, debido a las adquisiones
navales. Perú basa su flota de superficie en fragatas tipo Lupo,
consideradas naves “mediterráneas”. La Armada chilena
ha optado por barcos más caros, de segunda mano, pero de características
oceánicas. A ese tipo corresponde la fragata Almirante Williams
(ex Shefield) recién incorporada a la escuadra. A ella podrían
seguir una o dos fragatas inglesas similares. Prepara, además,
una compra clave: cuatro fragatas holandesas, en actual servicio, en condiciones
de alta operatividad. Esas fragatas, así como los submarinos Scorpene,
dan a Chile una ventaja tecnológica clara, tal como los F-16, en
relación con los cazabombarderos Sujoi que utiliza el Perú.
Es lo que dicen al menos los voceros peruanos. Obviamente, los militares
chilenos dicen otra cosa y no hay cómo entenderse.
La situación preocupa en un contexto político-diplomático
en que existen tensiones que pueden agravarse. Un diputado peruano -Luis
González Posada- da en el clavo cuando declara: “Hay que
crear un cordón de seguridad diplomática para evitar que
sigamos en esta carrera de gastos que no se puede ocultar. Hay una carrera
armamentista. Y eso hay que decirlo”
FEDERICO LOPEZ
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