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CUBA: AÑO 45
DE LA VERDAD
Cuarenta
y cinco años es tiempo de historia. Para las generaciones que nacieron,
o que salieron de la infancia a la luz de la victoria revolucionaria de
enero de 1959, la dimensión épica del acontecimiento es
una referencia no vivida. Esto no es un déficit ni resta significados.
De hecho es, a la larga, la única manera en que los significados
se revalorizan, perduran en la memoria y se legitiman como herencia. Además,
las generaciones que lo vivimos de adultos o salidos de la adolescencia,
tenemos también que aprender a reconocernos en el contexto de la
referencia histórica.
El año 59, que recordamos de una intensidad formidable, se convirtió
muy rápidamente en el punto de partida del desencadenamiento de
un proceso sin precedentes, que difícilmente hubiera podido preverse
entonces. En realidad los años que siguieron nos enseñarían
a proyectarnos en la adversidad y la imprevisión.
Proponerse el ejercicio de una soberanía efectiva era por sí
solo un desafío a los intereses y la voluntad de poder de Estados
Unidos, que hacía apenas cinco años había castigado
esta indisciplina en Guatemala, mostrando su disposición de dominio
en el traspatio que un siglo atrás comenzaron a apropiarse.
Cuba se convirtió muy pronto en más de lo que Washington
estaba habituado a admitir. No sólo reclamaba soberanía
total sino que, lejos de plegarse a las medidas de castigo del imperio,
reaccionaba sin vacilaciones, con reformas que cambiaron en una rápida
progresión toda la estructura económica y social: el país
fue reordenado en un esquema de socialización altamente centralizado.
Se establecían además nuevas relaciones internacionales
-inéditas en América Latina- con el mundo socialista, aunque
era evidente que la radicalidad de sus transformaciones no salía
de una influencia foránea, y que la inspiración martiana
estaba presente desde el comienzo. El poder revolucionario se mostró
decidido a toda costa a abrir una nueva página en la historia del
continente.
La furia anticomunista que siguió en Estados Unidos al New Deal,
después de la derrota del eje nazifascista, inauguraba un escenario
de intolerancia que no volvería a superarse. La localización
de los focos de rechazo variaría en la agenda estratégica
de Washington, salvo en el caso cubano: otros han hallado momentos de
menor tensión pero la política hacia Cuba ha mostrado una
rigidez peculiar.
El fracaso de la invasión a Playa Girón y la derrota, al
poco tiempo, de la contrarrevolución armada interna, debieron dar
elementos suficientes para demostrar que no se iba a truncar por la fuerza
la orientación del cambio iniciado en la isla. Pero desde entonces
se hicieron sentir las señales del enfrentamiento prolongado. Cualquier
esperanza de una flexibilización en la política hacia Cuba
se perdió con el asesinato de John F. Kennedy; bajo la presidencia
de Lyndon B. Johnson el bloqueo se extendió al suministro de alimentos
y de medicamentos, con lo cual se hacía evidente que rebasaba el
rango de una acción sobre la economía para convertirse en
una verdadera medida de exterminio. Poco después, en 1966, Johnson
firmó también la ley llamada confusamente de ajuste
cubano, que daba un marco propiciatorio inusitado a la migración
ilegal desde Cuba hacia Estados Unidos. Privilegio que nada tenía
de generosidad ni de inocencia. Al fracaso de las acciones bélicas
había seguido la apuesta a la desintegración por desgaste.
El cuadro interior del país, que se revolucionaba en el sentido
más pleno a partir de la victoria sobre la tiranía, y más
allá de la tiranía, sobre un orden que había decidido
dejar atrás, era más complicado que lo que nuestra mirada
alcanzaba a ver. En el plano subjetivo, el impacto del heroísmo
recibido de la gesta de la Sierra Maestra como un soplo invencible, iba
a alimentar el sentimiento de una nación agredida, que se sentía
capaz de cualquier hazaña. El rumbo socialista adoptado cobraba
forma en profundas y audaces medidas de justicia social, una ética
de gratuidades y el propósito firme de erradicar de lleno el desamparo.
Casi nada había para distribuir pero todo se distribuía.
Se configuraba sin ostentación una visión de los derechos
humanos centrada en la opción por la vida, la salud, la educación,
el pleno empleo, la cultura y el deporte, vistos como responsabilidad
prioritaria e indeclinable del Estado.
Los saldos que arrojaba una economía atenazada por el bloqueo,
y afectada a la vez por el subdesarrollo, por los vaivenes de estrategias
internas signadas por la inexperiencia y la falta de know how, no se correspondían
con las metas sociales del corto plazo. No faltaron los errores e incluso
las medidas arbitrarias; en alguna ocasión Lenin dijo que las revoluciones
también generan turbulencias. La cubana no generó muchas,
sobre todo si se considera que tuvo que acometer su fase de construcción
en pleno estado de sitio. La economía llegó a encontrarse
en condiciones desastrosas en la segunda mitad de los sesenta.
El fracaso de la zafra de los diez millones, en 1970, no fue la causa
del revés, pero se convirtió en el episodio que puso fin
a una agenda de ilusiones y forzó a pisar terreno firme a los sueños
revolucionarios. Fue el final de lo que algunos, dados a la taxonomía
política, han llamado la etapa romántica, que coincide con
la declinación de la marea revolucionaria del estudiantado europeo
de 1968, la derrota de los movimientos guerrilleros en América
del Sur, la entrada de Estados Unidos en la guerra de Vietnam y la invasión
del Pacto de Varsovia que segó la primavera de Praga.
Cuba solicitó y obtuvo en 1972 el ingreso al Programa Complejo
del Came. Así se llamaba en el plano económico lo que Occidente
había bautizado como el bloque del Este. Esta decisión
le dio a la economía cubana una articulación internacional
que le permitió crecer económicamente y hacer frente a sus
ambiciosos programas sociales. El país pudo alcanzar a la vez un
alto potencial de seguridad defensiva. Se había tenido que incorporar
para ello a una nueva disciplina internacional, aceptando los patrones
de una homogeneidad ideológica que no se originaba en la identidad
de una cultura política de contornos tan independientes como los
heredados de José Martí y las tradiciones de lucha que le
precedieron, desde Félix Varela.
No obstante, aquella asociación no impidió a Fidel Castro
palpar por sí mismo el pulso del acontecer mundial y obrar en consecuencia,
como había hecho siempre. Entendió antes que nadie que la
Revolución de los Claveles, en 1974 en Portugal, tendría
implicaciones mayores para el futuro del Africa subsahariana. Al año
siguiente convertía a su pueblo en un actor de primera línea
en las luchas que conducirían a la eliminación del apartheid.
Esta decisión, al margen de orientación, tutela o disciplina
alguna, llevó a Cuba a protagonizar una campaña militar
de once años, la más extensa, desinteresada e importante
que país latinoamericano alguno pudiese siquiera concebir fuera
del continente, y hasta de sus propias fronteras. Fue a la vez una inmensa
prueba de solidaridad, heroísmo, soberanía y coherencia,
y por otra parte una demostración de disposición combativa
para la lectura del vecino del Norte. Todavía me sorprendo cuando
alguien se pregunta si teníamos que haberlo hecho. No sería
posible resumir estos 45 años sin tomar en cuenta aquel aporte
al futuro de los pueblos de Africa.
También entendió Fidel, como pocos, que hacia la segunda
mitad de los setenta las perspectivas, en nuestro hemisferio, de movimientos
de resistencia e incluso emancipatorios frente al yugo del imperio se
habían desplazado hacia la región más cercana a nuestra
isla. Y de nuevo, sin atenerse a disciplina alguna, lideró toda
la solidaridad que era posible dar a los movimientos revolucionarios en
América Central, antes y después de la victoria sandinista.
En ambos escenarios -el africano y el centroamericano- diría yo
que la posición cubana dio lugar a un punto de inflexión
en los patrones con los cuales Moscú había concebido el
internacionalismo socialista. No para adoptar los enfoques y estrategias
cubanas, pero sí para llegar a aceptar su legitimidad. Como ha
dicho Cintio Vitier, la herencia martiana estaba en la raíz de
la identidad y del pensamiento y sólo a partir de ella era posible,
a la larga, en Cuba asimilar la verdad del marxismo.
Cuba desempeñó el papel más activo y fue una influencia
importante en el cónclave de los Países No Alineados, que
llegó a liderar en los años setenta, y libró batallas
diplomáticas en todos los foros para que los beneficios de los
países exportadores de petróleo se revirtieran hacia sus
propios pueblos y hacia la solución del subdesarrollo en lugar
de ir a engrosar cuentas familiares en bancos suizos y norteamericanos,
como ha sucedido en tantos casos. Y desde temprano, en los ochenta, proclamó
Fidel ante el mundo la inquietante verdad contenida en la sentencia La
deuda externa es impagable y la primera propuesta de crear un club
de deudores, llamando a la unidad para dar fuerza a sus posiciones frente
a los condicionamientos y exigencias de los acreedores y los organismos
internacionales que los representan. Asumió además Cuba,
unilateralmente, la decisión de interrumpir los pagos en 1986,
con un costo significativo para el crecimiento de su economía,
cuando los acreedores en el Club de París exigieron las clásicas
recetas de ajuste como condición para la renegociación de
la deuda externa.
Fue por tal motivo que, al cortársele los créditos en divisas,
se produjo un proceso de estancamiento, que precedió la caída
de principios de los noventa, efecto inequívoco de la desintegración
del bloque soviético. No me voy a detener en la descripción
del colapso de la economía cubana, del que tanto se ha dicho y
escrito. Ni creo que sea necesario hacerlo, tampoco, sobre las reformas
y la lenta y difícil recuperación de la economía.
Quiero destacar, en cambio, el dato de que tras el derrumbe del socialismo
europeo, Washington ha modificado sus políticas hacia los países
asiáticos que han mantenido coordenadas socialistas en sus procesos
de reforma, haciéndolas más flexibles. Sin embargo la política
hacia Cuba no sólo se mantuvo inalterable, insensible ante la contracción
de las condiciones de subsistencia de la población de la isla,
sino que se recrudeció con la Ley Torricelli, en 1992, y la Ley
Helms-Burton, en 1996.
El fin del sistema bipolar ha desembocado en la concentración más
absoluta de poder en la historia de la humanidad. Los años noventa
nos han puesto en un tenebroso comienzo de siglo. Los Estados Unidos se
han convertido en la cúpula de una pirámide que se ha preparado
para la invulnerabilidad y se pretende inexpugnable. El control globalizado
del planeta tiene sus cimientos en un pacto de poder entre el capital
transnacionalizado y los estados que forman el centro capitalista mundial.
Las estrategias de poder son elaboradas a partir de ambos grupos de intereses.
De las 100 mayores empresas transnacionales en el momento presente, 65
tienen su matriz en Estados Unidos. Esta asimetría constituye el
más sólido de los puntales de la dominación que se
le impone hoy al resto de la humanidad. Un mundo de más de seis
billones de habitantes en el cual el 0.008% conduce a su arbitrio los
destinos del resto, en tanto 2.8 billones tienen que vivir con menos de
2 dólares diarios de ingresos.
Cuba no escapa a las consecuencias de esta realidad de dominación
y hegemonía mundial, aunque la padece de un modo esencialmente
distinto del que caracteriza a la disciplina impuesta por el módulo
de dependencia neoliberal prevaleciente en los países de la periferia.
En el plano económico también Cuba se ha visto obligada
a relegar el peso de los sectores productivos, que tenían una demanda
asegurada en el Came, a un plano secundario, y priorizar el producto turístico
en el centro de sus estrategias. El turismo es ya, y está llamado
a ser aun en una mayor proporción, la locomotora de la economía
cubana. Como lo ha sido para casi todo el Caribe.
Igualmente el país ha tenido que valerse de la recuperación
por la vía mercantil de las divisas ingresadas por concepto de
remesas familiares. En el mundo se movieron, en el 2002, ciento cincuenta
mil millones de dólares por concepto de remesas familiares del
centro a la periferia, y este renglón constituye hoy el grueso
de los ingresos de muchos -tal vez la mayor parte- de los países
de América Latina cuyas economías se han visto trastornadas
por el modelo neoliberal. Son, en definitiva, elementos de la nueva división
del trabajo que ha sido impuesta por este orden globalizado. Con
la salvedad, tal vez, de quienes pueden sostenerse sobre la exportación
de petróleo, cuando han sido capaces de preservar este patrimonio
de la perniciosa marea de las privatizaciones.
Pero a diferencia de lo que sucede en otras latitudes, las nuevas estrategias
se han aplicado en Cuba bajo un control decisivo del Estado socialista,
preservando por sobre todas las cosas el espacio marcado por las conquistas
de equidad y justicia social de los años precedentes. Preservando
también el papel dominante de la economía socializada, en
lo cual hay que reconocer que ha estado más presente la prudencia
que el ingenio. Al propio tiempo hay que reconocer que, a diferencia de
los altibajos de los años sesenta, ocasionados por falta de experiencia,
hoy la economía, y el país en su conjunto, se conducen con
un grado de profesionalidad, una experticia y un nivel cultural que no
se tenían en la primera década, después de la victoria
de 1959. El país aprendió además a vivir en una plaza
sitiada, a sobrevivir, resistir y recuperarse en las condiciones más
adversas, de las cuales no ha podido salir y no sabe cuándo ni
cómo va a lograrlo.
En este cuadro en extremo dramático, Cuba puede continuar exhibiendo,
sin embargo, índices de calidad de vida excepcionales, como la
bajísima mortalidad infantil (6.3 por mil en el 2003) y la esperanza
de vida (75 años promedio); puede mantener a toda la población
en edad escolar en las aulas y, en lo esencial, los niveles de cobertura
sanitaria y de seguridad social que había alcanzado en los momentos
en que su economía crecía de manera estable. Ha podido mantener,
incluso, un sistema de cooperación internacional extensísimo
y en crecimiento. No hay niños abandonados subsistiendo en la calle
de los desperdicios que encuentran en los basureros sino, a cambio, una
austeridad bastante bien repartida.
No me cuento entre los que desestiman el significado de los indicadores
de crecimiento económico. Ellos no expresan, sin duda, el grado
de desarrollo humano, pero los programa de seguridad y justicia social,
los logros enunciados, tienen que sustentarse en ritmos aceptables de
reproducción de la economía. Como cualquier programa concreto
para combatir la pobreza que quiera encontrar respuestas de largo plazo
al problema.
En Cuba el efecto combinado de la caída de principios de los noventa
con la ruptura del precedente patrón de igualdad por las reformas
imprescindibles para detener la caída y reanimar la economía,
han dado lugar a un incremento no despreciable de la distancia entre los
ingresos más bajos y los más altos. Una brecha social que
está lejos de compararse a las que pueden observarse en las economías
capitalistas, las periféricas y las de los centros, pero que ha
generado una franja de pobreza que se estima en el 20% para las zonas
urbanas, cuya solución requiere -en primer término aunque
no solamente- de mejores resultados económicos. En realidad la
recuperación constituye el más importante de los retos constantes
en la sociedad cubana de hoy.
Digo retos constantes, por caracterizarlos de cara a contingencias de
la coyuntura política mundial. Cuba figura, como es sabido, entre
los países que el fanatismo de Bush Jr. ha clasificado arbitrariamente
en el eje del mal, y cualquier argumento puede ser utilizado
para articular una agresión si no se levantan motivos suficientes
de disuasión para las decisiones gubernamentales y para la opinión
pública estadounidense.
La Asamblea General de las Naciones Unidas acaba de votar por duodécimo
año consecutivo, ahora por 163 votos a favor y sólo 3 en
contra, la resolución que reclama se le ponga fin al bloqueo de
Estados Unidos a Cuba. Crece el número de empresarios norteamericanos
que argumentan interés en comerciar e incluso de invertir en Cuba,
el de profesionales, científicos, académicos, artistas e
intelectuales interesados en conocer por sí mismos la realidad
cubana y establecer intercambios, y el de familias y viajeros que aspiran
incluir las playas y ciudades de la isla en sus programas vacacionales.
Lamentablemente, nada de eso parece representar todavía un contrapeso
a las razones de Estado norteamericanas para un cambio de política
hacia Cuba. La experiencia de los visitantes, cualquiera que sea su relevancia
como persona, no basta para contrarrestar la visión deformada y
macabra construida por la manipulación mediática: una isla
desolada, manejada arbitrariamente por el último tirano del continente.
Hasta ahora el factor de disuasión más significativo frente
a una agresión del imperio es precisamente el consenso interior
en la isla. Llámesele consenso o mayoría, según sea
el caso, me refiero a lo que expresa el sentido común de una población
que, a pesar de penurias y dificultades, no quiere verse en el pellejo
de quienes tienen que acostarse noche a noche con hambre, o de los que
ni tienen donde acostarse, de quienes saben que no pueden salvar la vida
de un hijo porque no tienen cómo pagar el hospital, ni darles educación
porque tienen que incorporarlos en seguida al mercado laboral para que
contribuyan al sostén de la familia, o que llegan al final de mes
con la angustia de no tener cómo pagar la renta, o no saben a quién
le van a pedir el dinero para el funeral de un pariente. El sentido común
que no ignora eso que se vive todos los días en todas partes, y
que no se vive en Cuba.
Algunos pueden pensar incluso que 45 años gobernando son demasiados,
angustiados por carencias cotidianas, pero también conocen que
demasiados son realmente 45 años de hostilidad sin fisuras del
poderoso vecino. Y demasiado es vivir la angustia del peligro virtual
de retornar al desamparo, como vive hoy cerca de la mitad de la población
mundial.
Por estas razones creo importante subrayar que no hay dos verdades. Y
que la verdad no está evidentemente en el discurso del imperio.
La verdad está en la realidad de Cuba. Una verdad que ha cumplido
su año 45 y que el devenir histórico de la isla y del mundo
que la rodea ha dado elementos de sobra para verificar.
En el año 1998 el gobierno de Estados Unidos recibió un
expediente detallado de planes de acciones terroristas a realizar contra
Cuba, entregado por representantes de su gobierno a las autoridades norteamericanas
para que fueran investigadas y enjuiciadas. Como única respuesta
Washington puso en tensión sus fuerzas para localizar la procedencia
de las pruebas, y acabó por apresar a cinco agentes de la inteligencia
cubana que habían logrado infiltrarse en las organizaciones terroristas
de Miami a los que les fueron impuestas condenas descomunales en procesos
judiciales amañados. ¿Quién está en el fondo
con el terror y quién contra el terror? ¿Quiénes
son en verdad las víctimas y quiénes los victimarios? ¿Qué
nos dice al cabo el sentido común?
La sociedad cubana, sus instituciones y sus ciudadanos, sus medios de
comunicación han desencadenado una campaña sin precedente
en la historia, por la vindicación y el regreso de esos cinco cubanos.
Un amigo me observaba, con sorpresa, que ni la devolución de la
base de Guantánamo ha sido defendida con tanta tenacidad. La reflexión
que quiero proponer ahora es la siguiente: todos los estados tienen agentes
de inteligencia; cuando un agente de inteligencia de un Estado es capturado,
procesado y encarcelado, lo habitual es que sus instituciones lo consideren
un costo colateral, intervengan cuando más con algunas
notas públicas o casi siempre privadas, según el caso, y
terminen guardando silencio y a lo sumo dando algún tipo de apoyo
a sus familiares. Lo que el Estado cubano hace hoy es corresponder, y
hacer que el pueblo corresponda, con la lealtad que esos cinco hijos le
ofrecieron arriesgando sus vidas para poner freno al terrorismo anticubano
del que hay sobradas pruebas.
Aquí se nos revela, en un episodio, que se ha hecho clave hoy para
los cubanos dónde radica el dilema. El de una política supuestamente
antiterrorista que protege al terrorismo. Dilema que tiene respuestas
opuestas desde dos sentidos comunes, incompatibles ante la pregunta: ¿culpables
o inocentes?
Pero no hay más que una verdad. Afortunadamente, porque los 45
años de esa verdad han podido demostrar que resistir y rebelarse
es posible en el preciso instante en que resistir y rebelarse se ha vuelto
a convertir en una urgencia para los pueblos de Nuestra América
AURELIO ALONSO (*)
En La Habana
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