Edición 560 - Desde el 9 al 22 de Enero de 2004
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CUBA: AÑO 45 DE LA VERDAD

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CUBA: AÑO 45
DE LA VERDAD


Cuarenta y cinco años es tiempo de historia. Para las generaciones que nacieron, o que salieron de la infancia a la luz de la victoria revolucionaria de enero de 1959, la dimensión épica del acontecimiento es una referencia no vivida. Esto no es un déficit ni resta significados. De hecho es, a la larga, la única manera en que los significados se revalorizan, perduran en la memoria y se legitiman como herencia. Además, las generaciones que lo vivimos de adultos o salidos de la adolescencia, tenemos también que aprender a reconocernos en el contexto de la referencia histórica.
El año 59, que recordamos de una intensidad formidable, se convirtió muy rápidamente en el punto de partida del desencadenamiento de un proceso sin precedentes, que difícilmente hubiera podido preverse entonces. En realidad los años que siguieron nos enseñarían a proyectarnos en la adversidad y la imprevisión.
Proponerse el ejercicio de una soberanía efectiva era por sí solo un desafío a los intereses y la voluntad de poder de Estados Unidos, que hacía apenas cinco años había castigado esta indisciplina en Guatemala, mostrando su disposición de dominio en el traspatio que un siglo atrás comenzaron a apropiarse.
Cuba se convirtió muy pronto en más de lo que Washington estaba habituado a admitir. No sólo reclamaba soberanía total sino que, lejos de plegarse a las medidas de castigo del imperio, reaccionaba sin vacilaciones, con reformas que cambiaron en una rápida progresión toda la estructura económica y social: el país fue reordenado en un esquema de socialización altamente centralizado. Se establecían además nuevas relaciones internacionales -inéditas en América Latina- con el mundo socialista, aunque era evidente que la radicalidad de sus transformaciones no salía de una influencia foránea, y que la inspiración martiana estaba presente desde el comienzo. El poder revolucionario se mostró decidido a toda costa a abrir una nueva página en la historia del continente.
La furia anticomunista que siguió en Estados Unidos al New Deal, después de la derrota del eje nazifascista, inauguraba un escenario de intolerancia que no volvería a superarse. La localización de los focos de rechazo variaría en la agenda estratégica de Washington, salvo en el caso cubano: otros han hallado momentos de menor tensión pero la política hacia Cuba ha mostrado una rigidez peculiar.
El fracaso de la invasión a Playa Girón y la derrota, al poco tiempo, de la contrarrevolución armada interna, debieron dar elementos suficientes para demostrar que no se iba a truncar por la fuerza la orientación del cambio iniciado en la isla. Pero desde entonces se hicieron sentir las señales del enfrentamiento prolongado. Cualquier esperanza de una flexibilización en la política hacia Cuba se perdió con el asesinato de John F. Kennedy; bajo la presidencia de Lyndon B. Johnson el bloqueo se extendió al suministro de alimentos y de medicamentos, con lo cual se hacía evidente que rebasaba el rango de una acción sobre la economía para convertirse en una verdadera medida de exterminio. Poco después, en 1966, Johnson firmó también la ley llamada confusamente “de ajuste cubano”, que daba un marco propiciatorio inusitado a la migración ilegal desde Cuba hacia Estados Unidos. Privilegio que nada tenía de generosidad ni de inocencia. Al fracaso de las acciones bélicas había seguido la apuesta a la desintegración por desgaste.
El cuadro interior del país, que se revolucionaba en el sentido más pleno a partir de la victoria sobre la tiranía, y más allá de la tiranía, sobre un orden que había decidido dejar atrás, era más complicado que lo que nuestra mirada alcanzaba a ver. En el plano subjetivo, el impacto del heroísmo recibido de la gesta de la Sierra Maestra como un soplo invencible, iba a alimentar el sentimiento de una nación agredida, que se sentía capaz de cualquier hazaña. El rumbo socialista adoptado cobraba forma en profundas y audaces medidas de justicia social, una ética de gratuidades y el propósito firme de erradicar de lleno el desamparo. Casi nada había para distribuir pero todo se distribuía. Se configuraba sin ostentación una visión de los derechos humanos centrada en la opción por la vida, la salud, la educación, el pleno empleo, la cultura y el deporte, vistos como responsabilidad prioritaria e indeclinable del Estado.
Los saldos que arrojaba una economía atenazada por el bloqueo, y afectada a la vez por el subdesarrollo, por los vaivenes de estrategias internas signadas por la inexperiencia y la falta de know how, no se correspondían con las metas sociales del corto plazo. No faltaron los errores e incluso las medidas arbitrarias; en alguna ocasión Lenin dijo que las revoluciones también generan turbulencias. La cubana no generó muchas, sobre todo si se considera que tuvo que acometer su fase de construcción en pleno estado de sitio. La economía llegó a encontrarse en condiciones desastrosas en la segunda mitad de los sesenta.
El fracaso de la zafra de los diez millones, en 1970, no fue la causa del revés, pero se convirtió en el episodio que puso fin a una agenda de ilusiones y forzó a pisar terreno firme a los sueños revolucionarios. Fue el final de lo que algunos, dados a la taxonomía política, han llamado la etapa romántica, que coincide con la declinación de la marea revolucionaria del estudiantado europeo de 1968, la derrota de los movimientos guerrilleros en América del Sur, la entrada de Estados Unidos en la guerra de Vietnam y la invasión del Pacto de Varsovia que segó la “primavera de Praga”.
Cuba solicitó y obtuvo en 1972 el ingreso al Programa Complejo del Came. Así se llamaba en el plano económico lo que Occidente había bautizado como el “bloque del Este”. Esta decisión le dio a la economía cubana una articulación internacional que le permitió crecer económicamente y hacer frente a sus ambiciosos programas sociales. El país pudo alcanzar a la vez un alto potencial de seguridad defensiva. Se había tenido que incorporar para ello a una nueva disciplina internacional, aceptando los patrones de una homogeneidad ideológica que no se originaba en la identidad de una cultura política de contornos tan independientes como los heredados de José Martí y las tradiciones de lucha que le precedieron, desde Félix Varela.
No obstante, aquella asociación no impidió a Fidel Castro palpar por sí mismo el pulso del acontecer mundial y obrar en consecuencia, como había hecho siempre. Entendió antes que nadie que la Revolución de los Claveles, en 1974 en Portugal, tendría implicaciones mayores para el futuro del Africa subsahariana. Al año siguiente convertía a su pueblo en un actor de primera línea en las luchas que conducirían a la eliminación del apartheid. Esta decisión, al margen de orientación, tutela o disciplina alguna, llevó a Cuba a protagonizar una campaña militar de once años, la más extensa, desinteresada e importante que país latinoamericano alguno pudiese siquiera concebir fuera del continente, y hasta de sus propias fronteras. Fue a la vez una inmensa prueba de solidaridad, heroísmo, soberanía y coherencia, y por otra parte una demostración de disposición combativa para la lectura del vecino del Norte. Todavía me sorprendo cuando alguien se pregunta si teníamos que haberlo hecho. No sería posible resumir estos 45 años sin tomar en cuenta aquel aporte al futuro de los pueblos de Africa.
También entendió Fidel, como pocos, que hacia la segunda mitad de los setenta las perspectivas, en nuestro hemisferio, de movimientos de resistencia e incluso emancipatorios frente al yugo del imperio se habían desplazado hacia la región más cercana a nuestra isla. Y de nuevo, sin atenerse a disciplina alguna, lideró toda la solidaridad que era posible dar a los movimientos revolucionarios en América Central, antes y después de la victoria sandinista.
En ambos escenarios -el africano y el centroamericano- diría yo que la posición cubana dio lugar a un punto de inflexión en los patrones con los cuales Moscú había concebido el internacionalismo socialista. No para adoptar los enfoques y estrategias cubanas, pero sí para llegar a aceptar su legitimidad. Como ha dicho Cintio Vitier, la herencia martiana estaba en la raíz de la identidad y del pensamiento y sólo a partir de ella era posible, a la larga, en Cuba asimilar la verdad del marxismo.
Cuba desempeñó el papel más activo y fue una influencia importante en el cónclave de los Países No Alineados, que llegó a liderar en los años setenta, y libró batallas diplomáticas en todos los foros para que los beneficios de los países exportadores de petróleo se revirtieran hacia sus propios pueblos y hacia la solución del subdesarrollo en lugar de ir a engrosar cuentas familiares en bancos suizos y norteamericanos, como ha sucedido en tantos casos. Y desde temprano, en los ochenta, proclamó Fidel ante el mundo la inquietante verdad contenida en la sentencia “La deuda externa es impagable” y la primera propuesta de crear un club de deudores, llamando a la unidad para dar fuerza a sus posiciones frente a los condicionamientos y exigencias de los acreedores y los organismos internacionales que los representan. Asumió además Cuba, unilateralmente, la decisión de interrumpir los pagos en 1986, con un costo significativo para el crecimiento de su economía, cuando los acreedores en el Club de París exigieron las clásicas recetas de ajuste como condición para la renegociación de la deuda externa.
Fue por tal motivo que, al cortársele los créditos en divisas, se produjo un proceso de estancamiento, que precedió la caída de principios de los noventa, efecto inequívoco de la desintegración del bloque soviético. No me voy a detener en la descripción del colapso de la economía cubana, del que tanto se ha dicho y escrito. Ni creo que sea necesario hacerlo, tampoco, sobre las reformas y la lenta y difícil recuperación de la economía.
Quiero destacar, en cambio, el dato de que tras el derrumbe del socialismo europeo, Washington ha modificado sus políticas hacia los países asiáticos que han mantenido coordenadas socialistas en sus procesos de reforma, haciéndolas más flexibles. Sin embargo la política hacia Cuba no sólo se mantuvo inalterable, insensible ante la contracción de las condiciones de subsistencia de la población de la isla, sino que se recrudeció con la Ley Torricelli, en 1992, y la Ley Helms-Burton, en 1996.
El fin del sistema bipolar ha desembocado en la concentración más absoluta de poder en la historia de la humanidad. Los años noventa nos han puesto en un tenebroso comienzo de siglo. Los Estados Unidos se han convertido en la cúpula de una pirámide que se ha preparado para la invulnerabilidad y se pretende inexpugnable. El control globalizado del planeta tiene sus cimientos en un pacto de poder entre el capital transnacionalizado y los estados que forman el centro capitalista mundial. Las estrategias de poder son elaboradas a partir de ambos grupos de intereses. De las 100 mayores empresas transnacionales en el momento presente, 65 tienen su matriz en Estados Unidos. Esta asimetría constituye el más sólido de los puntales de la dominación que se le impone hoy al resto de la humanidad. Un mundo de más de seis billones de habitantes en el cual el 0.008% conduce a su arbitrio los destinos del resto, en tanto 2.8 billones tienen que vivir con menos de 2 dólares diarios de ingresos.
Cuba no escapa a las consecuencias de esta realidad de dominación y hegemonía mundial, aunque la padece de un modo esencialmente distinto del que caracteriza a la disciplina impuesta por el módulo de dependencia neoliberal prevaleciente en los países de la periferia. En el plano económico también Cuba se ha visto obligada a relegar el peso de los sectores productivos, que tenían una demanda asegurada en el Came, a un plano secundario, y priorizar el producto turístico en el centro de sus estrategias. El turismo es ya, y está llamado a ser aun en una mayor proporción, la locomotora de la economía cubana. Como lo ha sido para casi todo el Caribe.
Igualmente el país ha tenido que valerse de la recuperación por la vía mercantil de las divisas ingresadas por concepto de remesas familiares. En el mundo se movieron, en el 2002, ciento cincuenta mil millones de dólares por concepto de remesas familiares del centro a la periferia, y este renglón constituye hoy el grueso de los ingresos de muchos -tal vez la mayor parte- de los países de América Latina cuyas economías se han visto trastornadas por el modelo neoliberal. Son, en definitiva, elementos de la nueva “división del trabajo” que ha sido impuesta por este orden globalizado. Con la salvedad, tal vez, de quienes pueden sostenerse sobre la exportación de petróleo, cuando han sido capaces de preservar este patrimonio de la perniciosa marea de las privatizaciones.
Pero a diferencia de lo que sucede en otras latitudes, las nuevas estrategias se han aplicado en Cuba bajo un control decisivo del Estado socialista, preservando por sobre todas las cosas el espacio marcado por las conquistas de equidad y justicia social de los años precedentes. Preservando también el papel dominante de la economía socializada, en lo cual hay que reconocer que ha estado más presente la prudencia que el ingenio. Al propio tiempo hay que reconocer que, a diferencia de los altibajos de los años sesenta, ocasionados por falta de experiencia, hoy la economía, y el país en su conjunto, se conducen con un grado de profesionalidad, una experticia y un nivel cultural que no se tenían en la primera década, después de la victoria de 1959. El país aprendió además a vivir en una plaza sitiada, a sobrevivir, resistir y recuperarse en las condiciones más adversas, de las cuales no ha podido salir y no sabe cuándo ni cómo va a lograrlo.
En este cuadro en extremo dramático, Cuba puede continuar exhibiendo, sin embargo, índices de calidad de vida excepcionales, como la bajísima mortalidad infantil (6.3 por mil en el 2003) y la esperanza de vida (75 años promedio); puede mantener a toda la población en edad escolar en las aulas y, en lo esencial, los niveles de cobertura sanitaria y de seguridad social que había alcanzado en los momentos en que su economía crecía de manera estable. Ha podido mantener, incluso, un sistema de cooperación internacional extensísimo y en crecimiento. No hay niños abandonados subsistiendo en la calle de los desperdicios que encuentran en los basureros sino, a cambio, una austeridad bastante bien repartida.
No me cuento entre los que desestiman el significado de los indicadores de crecimiento económico. Ellos no expresan, sin duda, el grado de desarrollo humano, pero los programa de seguridad y justicia social, los logros enunciados, tienen que sustentarse en ritmos aceptables de reproducción de la economía. Como cualquier programa concreto para combatir la pobreza que quiera encontrar respuestas de largo plazo al problema.
En Cuba el efecto combinado de la caída de principios de los noventa con la ruptura del precedente patrón de igualdad por las reformas imprescindibles para detener la caída y reanimar la economía, han dado lugar a un incremento no despreciable de la distancia entre los ingresos más bajos y los más altos. Una brecha social que está lejos de compararse a las que pueden observarse en las economías capitalistas, las periféricas y las de los centros, pero que ha generado una franja de pobreza que se estima en el 20% para las zonas urbanas, cuya solución requiere -en primer término aunque no solamente- de mejores resultados económicos. En realidad la recuperación constituye el más importante de los retos constantes en la sociedad cubana de hoy.
Digo retos constantes, por caracterizarlos de cara a contingencias de la coyuntura política mundial. Cuba figura, como es sabido, entre los países que el fanatismo de Bush Jr. ha clasificado arbitrariamente en el “eje del mal”, y cualquier argumento puede ser utilizado para articular una agresión si no se levantan motivos suficientes de disuasión para las decisiones gubernamentales y para la opinión pública estadounidense.
La Asamblea General de las Naciones Unidas acaba de votar por duodécimo año consecutivo, ahora por 163 votos a favor y sólo 3 en contra, la resolución que reclama se le ponga fin al bloqueo de Estados Unidos a Cuba. Crece el número de empresarios norteamericanos que argumentan interés en comerciar e incluso de invertir en Cuba, el de profesionales, científicos, académicos, artistas e intelectuales interesados en conocer por sí mismos la realidad cubana y establecer intercambios, y el de familias y viajeros que aspiran incluir las playas y ciudades de la isla en sus programas vacacionales. Lamentablemente, nada de eso parece representar todavía un contrapeso a las razones de Estado norteamericanas para un cambio de política hacia Cuba. La experiencia de los visitantes, cualquiera que sea su relevancia como persona, no basta para contrarrestar la visión deformada y macabra construida por la manipulación mediática: una isla desolada, manejada arbitrariamente por el último tirano del continente.
Hasta ahora el factor de disuasión más significativo frente a una agresión del imperio es precisamente el consenso interior en la isla. Llámesele consenso o mayoría, según sea el caso, me refiero a lo que expresa el sentido común de una población que, a pesar de penurias y dificultades, no quiere verse en el pellejo de quienes tienen que acostarse noche a noche con hambre, o de los que ni tienen donde acostarse, de quienes saben que no pueden salvar la vida de un hijo porque no tienen cómo pagar el hospital, ni darles educación porque tienen que incorporarlos en seguida al mercado laboral para que contribuyan al sostén de la familia, o que llegan al final de mes con la angustia de no tener cómo pagar la renta, o no saben a quién le van a pedir el dinero para el funeral de un pariente. El sentido común que no ignora eso que se vive todos los días en todas partes, y que no se vive en Cuba.
Algunos pueden pensar incluso que 45 años gobernando son demasiados, angustiados por carencias cotidianas, pero también conocen que demasiados son realmente 45 años de hostilidad sin fisuras del poderoso vecino. Y demasiado es vivir la angustia del peligro virtual de retornar al desamparo, como vive hoy cerca de la mitad de la población mundial.
Por estas razones creo importante subrayar que no hay dos verdades. Y que la verdad no está evidentemente en el discurso del imperio. La verdad está en la realidad de Cuba. Una verdad que ha cumplido su año 45 y que el devenir histórico de la isla y del mundo que la rodea ha dado elementos de sobra para verificar.
En el año 1998 el gobierno de Estados Unidos recibió un expediente detallado de planes de acciones terroristas a realizar contra Cuba, entregado por representantes de su gobierno a las autoridades norteamericanas para que fueran investigadas y enjuiciadas. Como única respuesta Washington puso en tensión sus fuerzas para localizar la procedencia de las pruebas, y acabó por apresar a cinco agentes de la inteligencia cubana que habían logrado infiltrarse en las organizaciones terroristas de Miami a los que les fueron impuestas condenas descomunales en procesos judiciales amañados. ¿Quién está en el fondo con el terror y quién contra el terror? ¿Quiénes son en verdad las víctimas y quiénes los victimarios? ¿Qué nos dice al cabo el sentido común?
La sociedad cubana, sus instituciones y sus ciudadanos, sus medios de comunicación han desencadenado una campaña sin precedente en la historia, por la vindicación y el regreso de esos cinco cubanos. Un amigo me observaba, con sorpresa, que ni la devolución de la base de Guantánamo ha sido defendida con tanta tenacidad. La reflexión que quiero proponer ahora es la siguiente: todos los estados tienen agentes de inteligencia; cuando un agente de inteligencia de un Estado es capturado, procesado y encarcelado, lo habitual es que sus instituciones lo consideren “un costo colateral”, intervengan cuando más con algunas notas públicas o casi siempre privadas, según el caso, y terminen guardando silencio y a lo sumo dando algún tipo de apoyo a sus familiares. Lo que el Estado cubano hace hoy es corresponder, y hacer que el pueblo corresponda, con la lealtad que esos cinco hijos le ofrecieron arriesgando sus vidas para poner freno al terrorismo anticubano del que hay sobradas pruebas.
Aquí se nos revela, en un episodio, que se ha hecho clave hoy para los cubanos dónde radica el dilema. El de una política supuestamente antiterrorista que protege al terrorismo. Dilema que tiene respuestas opuestas desde dos sentidos comunes, incompatibles ante la pregunta: ¿culpables o inocentes?
Pero no hay más que una verdad. Afortunadamente, porque los 45 años de esa verdad han podido demostrar que resistir y rebelarse es posible en el preciso instante en que resistir y rebelarse se ha vuelto a convertir en una urgencia para los pueblos de Nuestra América

AURELIO ALONSO (*)
En La Habana

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