Punto Final, Nº 881 – Desde el 4 hasta el 17 de agosto de 2017.
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México

Nacionalismo y rastrerismo

 

Viajemos hacia los años cuarenta del siglo XX. Un poco antes o un poco después, nos encontraríamos en la Argentina del primer Perón. Con el Brasil de Getulio Vargas y en Chile, con el Frente Popular de Pedro Aguirre Cerda. En México, eran los tiempos del general Lázaro Cárdenas, el que como presidente profundizaba la Reforma Agraria y era capaz de nacionalizar el petróleo, que estaba en manos extranjeras, de capitalistas de EE.UU. e Inglaterra. En todos estos países (también en Uruguay), se abandonaba el patrón de acumulación “primario-exportador” -tremendamente zarandeado por la feroz crisis de 1929-33- y se avanzaba hacia un desarrollo económico basado en la industrialización y los mercados internos.
Durante el periodo “primario exportador”, el bloque de poder se integraba con los grandes terratenientes tradicionales, el gran capital bancario y comercial, más el capital que exportaba productos primarios. Como regla, estas exportaciones estaban en manos del capital extranjero, dominio que también se extendía a la banca. Es lo que Claudio Véliz, el historiador chileno, denominara “la mesa de tres patas”, mesa que junto con administrar y beneficiarse del modelo, obstruía con plena fuerza el desarrollo de un capitalismo industrial serio. Para lo cual, sin ningún tapujo, no vacilaba en usar las armas ante cualesquier afán de industrialización y de independencia nacional. Como sucedió en Chile con el proyecto de Balmaceda.
En México, el primario-exportador va asociado a la larga dictadura de Porfirio Díaz. En sus orígenes, este fue lugarteniente de Benito Juárez en su lucha contra los invasores franceses y la impostura de Maximiliano. Luego, a la muerte de Juárez, con una “flexibilidad” política e ideológica emuladas en Chile actual por un Correa o un Escalona, se pasó a las filas de los terratenientes y banqueros más reaccionarios. Durante la larga dictadura de Díaz, destacó su secretario de Hacienda, Limantour. Este fue un adalid de la ortodoxia hacendaria: bajos impuestos, gasto público exiguo, presupuesto equilibrado, etc. También, intervención estatal mínima: “laissez faire-laissez passer”. Limantour, como todo su grupo de oligarcas, despreciaba profundamente a indígenas y mestizos (más del 80% de la población total) y cifraba todas sus esperanzas de desarrollo en la llegada de rubios europeos y/o anglosajones. Este Limantour señalaba que sin la inversión extranjera, “nunca saldremos de nuestra vida inerte y raquítica. Debemos ofrecerles el vastísimo campo que presentan nuestras inexploradas riquezas y quiera Dios que no tarde mucho el día en que se lo disputen los capitales externos, sean americanos, ingleses o franceses”.
La revolución, por su contenido popular, cambió radicalmente las cosas y desplegó un nacionalismo profundo. El pueblo se quiso a sí mismo y México volvió a vivir y a deslumbrar por sus grandes líderes (Zapata, Villa, Felipe Angeles, Cárdenas, Flores Magón, Mújica, Obregón, etc.) y sus grandes artistas (Diego Rivera, Siqueiros, la Kahlo, Gabriel Figueroa, Rulfo, etc.). Pero, sobremanera, por la increíble creatividad de su pueblo. Y este pueblo aprendió a distinguir entre sus amigos y sus enemigos. El gran Pancho Villa lo dijo con singular claridad: “Hay un gran peligro para los mexicanos (…) que no se me olvida nunca, y que temo porque son muy poderosos: los gringos”.
Desde la revolución hasta los mismos años setenta, hubo gobiernos más “progres” o menos “progres” (hasta reaccionarios, como el de Díaz Ordaz), pero en todos ellos se desplegó una política exterior progresista que nunca aceptó ser títere de Estados Unidos. Y los gobiernos mexicanos entendían muy bien que el apoyo a la Cuba de Fidel era también el apoyo a sí mismo, a la independencia nacional. México, que ya había perdido a California y parte de Texas, no quería seguir “regalando” su territorio.
Con el ascenso del neoliberalismo, hacia 1982, las cosas empiezan a cambiar. En términos económicos, los resultados han sido desastrosos: el crecimiento del PIB se desplomó, desde un 6-7% en 1940-80 a alrededor de un 2.0% en 1982-2012; la desigualdad (que ya era alta) se agravó aún más: sobre el 50% de la población cayó en la marginalidad, y la dependencia respecto a EE.UU. se tornó brutal. Pero hay algo todavía más grave: en el país se viene abriendo un proceso de descomposición social muy profundo. Que existe en México un Estado fallido es algo muy difícil de negar: la institución estatal viene mostrando una incapacidad creciente para regular los procesos más elementales (legalidad, justicia, orden social mínimo, elecciones, corrupción, etc.). Pero hay algo más: todo el entramado de normas sociales reguladoras de la misma vida cotidiana también se empieza a derrumbar. Hoy, en grado creciente, una persona se acerca a otra con la ansiedad de no saber qué respuesta va encontrar: ¿Un saludo amable, una daga, un pistoletazo, un robo, una violación? Los sociólogos nos pueden haber enseñado el papel que juegan las normas sociales en la vida de los humanos. Cómo éstas casi reemplazan a las conductas biológicamente heredadas. Y si se les pidiera una prueba empírica de su tesis, el no-ejemplo de México les vendría de perlas.
El problema ya empieza a preocupar bastante a Estados Unidos. La superpotencia no puede permitir que en su inmediato patio trasero cunda tamaña descomposición. Con ella, hasta su misma seguridad interior pudiera verse amenazada. Barack Obama empezó, casi en silencio, a deportar más y más, y también empujó un masivo programa de penetración de agentes de EE.UU. (de la CIA, del FBI, del ejército y de otros estamentos) en el territorio mexicano.
Trump, también ha empezado a presionar. En lo económico quiere corregir su saldo comercial, lo que pudiera provocar serios problemas de funcionamiento al neoliberalismo mexicano: el secretario de Relaciones Exteriores Videgaray ha dicho que sin el TLC y la inversión extranjera que atrae, la economía mexicana se desploma. EE.UU. también presiona en favor de la seguridad, hoy completamente desquiciada. En la política de Trump, hay también otro aspecto que descompone y debilita a la ideología neoliberal: se trata de la política económica que ha esbozado Trump, la que resulta bastante opuesta a las políticas económicas neoliberales. Es decir, supone una crítica ideológica mayor.
Supongamos que tal o cual país, digamos Paraguay o Andorra, pudiera declararse antineoliberal. El impacto mundial sería nulo. Pero que lo haga la gran superpotencia no es para nada algo menor. Recordemos: los neoliberales proclaman que la “mejor política económica es la ausencia de toda política económica”. Luego, nos podemos preguntar: i) si EE.UU. aplica una política industrial activa, ¿por qué no deberían hacerlo países como Argentina, Colombia o Chile? ii) Si EE.UU. aplica una política de comercio exterior proteccionista, ¿por qué no deberían hacerlo México, o Brasil, o Portugal? En resumen, si el “papá” lo hace, ¿por qué no deberían hacerlo sus hijos y sus hermanos más pobres? En suma, los dogmas neoliberales sobre el “libre comercio”, la globalización y demás, se derrumban. En todo lo cual resurge un antiguo axioma de la teoría económica del desarrollo: mientras más débil la economía que pretende desarrollarse, más fuerte e inteligente deberá ser la intervención estatal.
La Izquierda en alto grado ha asimilado la ideología neoliberal (¿acaso es falso que “la ideología de la clase dominante suele funcionar como ideología dominante”? ¿En Chile, no tenemos el ejemplo de Beatriz Sánchez?): el indicado aspecto del proyecto Trump le ha pasado casi inadvertido. No así para los neoliberales que hoy están en el poder, desde los amos como Merkel y Macron, hasta los ayuda de cámara como Temer, Macri y Peña Nieto. El caso del México neoliberal es quizá el más llamativo. El gobierno y los grupos dominantes (oligarquía financiera y grandes exportadores), han desplegado una enorme campaña mediática en contra de Trump. Lo acusan de tonto (“no entiende las ventajas del libre comercio”), de racista, etc. Y han convencido de ello a la mayor parte del pueblo mexicano. Aunque de vez en cuando surgen preguntas incómodas: ¿Es México o EE.UU. el que le debe dar empleo a los mexicanos? ¿Es acaso menos racista que Trump la alta oligarquía mexicana? ¿No son acaso peores y no es acaso cierto que preferirían ser gringos rubiecitos y no “rancheritos patas-rajadas”? Esta oligarquía neoliberal reniega del “Indio” Fernández y de Pedro Infante. Prefieren a Justin Bieber.
La política exterior mexicana respecto a Trump ha sido medida y obsequiosa en exceso. En la última reunión del G-20, en conferencia de prensa conjunta, una periodista preguntó a Trump si insistía en que México pagara el muro y éste contestó “¡absolutamente!”. Interrogado Videgaray sobre tal opinión, usando una cara digna del fierro mejor forjado, contestó que nada de eso había escuchado. Entretanto, el presidente Peña Nieto seguía con sus encendidas bravatas en favor del libre comercio y la globalización: “Creemos en la apertura comercial (…) creemos en la globalización (…) y en este marco buscamos oportunidades (…) para el desarrollo de nuestras sociedades” (discurso ante Macron).
Pero hay algo más. Con un giro de 180 grados respecto a sus antiguos principios de relaciones internacionales, el gobierno mexicano se ha transformado en el gran impulsor de las agresiones contra Venezuela. En esto, el desparpajo alcanza límites difíciles de concebir. Por ejemplo, se acusa a Venezuela, con gran escándalo, que después de cien o más días de protestas, ya van noventa muertos. Reclamo que hace el gobierno de un país donde esa cifra de muertos se alcanza en un solo día. O donde tú entierras una pala y aparecen no calaveras prehispánicas, sino cadáveres muy recientes y por docenas. En México, claramente, se asiste a una corrupción inconmensurable (“el narco” invade a las altas esferas de la política), a una aguda descomposición social y a lo que literalmente es un “Estado fallido”. En este marco, que además pudiera abrirle el paso a un futuro gobierno militar apoyado por EE.UU., México ha roto con el principio que Juárez señalara como clave: “El respeto al derecho ajeno es la base de la paz”.
¿Por qué tamaño vuelco? La respuesta parece clara: se busca ser obsequioso con la gran potencia buscando un mejor trato. El lema es conocido: si me agacho y ofrezco las nalgas, me darán un mejor tratamiento y una buena recompensa. Al México de Juárez, de Villa y Zapata, de Lázaro Cárdenas y otros, al México que tanta admiración despertara en América Latina, se le viene hundiendo más y más. Al gran Pancho Villa lo reemplaza el abyecto limosnero. Es el “rastrerismo”, como típico producto neoliberal.

JOSÉ VALENZUELA FEIJÓO

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 881, 4 de agosto 2017).

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