Punto Final, Nº761 – Desde el 06 al 19 de julio de 2012.
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Sobre Fernando Lugo, un testimonio

 

Conocí al presidente Fernando Lugo en agosto de 2009, en un seminario sobre políticas sociales organizado por el PNUD y la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) en Asunción.
Al llegar se podía tener una sensación extraña. Si se hacía caso a la televisión y a los periódicos, parecía que el país estaba a punto de colapsar y el gobierno a un tris de venirse abajo. Un fantasma lo corroía todo: el “peligro” de una revolución armada, liderada por unos “violentos” campesinos sin tierra que se dirigían en tumulto hacia la capital, instigados por la llegada de Lugo y sus secuaces. Sin embargo, el gobernante llevaba un año en el cargo y nada de eso había pasado. Las calles no mostraban nada parecido. Los comentarios de las personas no tenían que ver con todo ese barullo. La calma habitual del Paraguay, su estructura agraria con tendencias hurañas e introvertidas, eran las de siempre. La polka y el chamamé se podían escuchar en los barrios, había mucha esperanza por los pequeños cambios que empezaban, el conflicto histórico por las tierras existía, pero aires revolucionarios no había por ninguna parte.
Luego de los saludos protocolares del presidente, el seminario partió con una ponencia del ministro de Hacienda paraguayo, Dionisio Borda. En veinte minutos describió, únicamente con cifras, la situación de un Estado que no contaba con una mínima estructura tributaria. No solamente los impuestos eran regresivos, como suele ser común en América Latina, sino que además eran escasísimos. Prácticamente Paraguay se podía describir como un Estado fallido en materia de hacienda pública, ya que la estructura fiscal era mínima y para colmo, los pocos impuestos que existían se evadían de forma masiva. Pasando a la estructura de gastos, Borda describió un Estado gendarme, en donde las funciones policiales y militares demandaban una muy gruesa tajada de los fondos públicos. Como resultado, hablar de presupuestos para el gobierno de Lugo, en ese momento, era una fantasía o un buen deseo.
Pocas horas después de la intervención de Borda tomó la palabra el presidente de la Federación Agraria Paraguaya, la asociación de los latifundistas. Obviamente no había estado en la presentación del ministro, porque si lo hubiera escuchado se habría ahorrado el papelón de dedicar su intervención a quejarse de los “altos” impuestos que el gobierno quería proponer para gravar a los ya “sobrecargados” bolsillos de los empresarios agrícolas que representaba. No puedo olvidar la cara de Enrique Iglesias, secretario de la SEGIB, y de Rebeca Grynspan, la directora regional del PNUD, mientras hablaba ese personaje.
El nuevo gobierno debía emprender desde cero el diseño de políticas sociales en un contexto de mínimos recursos, que en su mayoría se destinaban a funciones militares y policiales. Por ello se debía cambiar la estructura tributaria, aunque fuera de manera limitadísima, ya que de otra forma cualquier proyecto bien intencionado no sería más que una quimera. Por otra parte, era evidente que los empresarios, si es que se puede llamar así a los latifundistas, soyeros y estancieros del Chaco, vivían en una galaxia paralela, quejándose de los impuestos ¡en el país con la menor recaudación fiscal del hemisferio después de Haití! Para colmo de males, la prensa local de forma unánime cargaba contra el gobierno las 24 horas, más por un cúmulo paranoico de miedos y temores que por verdaderas o fundadas razones.
Al finalizar el primer día ocurrió algo inhabitual. El presidente Lugo comunicó a la treintena de participantes en el seminario que nos invitaba a su casa a una “recepción”. Al llegar, vimos al cocinero presidencial poner fuentes de carne en unas mesas, ensaladas y algunos canapés a modo de autoservicio. Así empezó el “otro seminario”. El espacio para hablar en confianza y directamente. Estaban por supuesto Lugo, algunos ministros y funcionarios de primer y segundo rango. Toda gente del círculo más cercano al presidente.
En esa noche entendí cómo Lugo y Lula negociaron personalmente, por 78 horas, a puertas cerradas, hasta encontrar una difícil fórmula por la cual Paraguay logró triplicar el precio que cobra a Brasil por la electricidad de Itaipú. Comprendí que el gobierno preparaba una amplia batería de políticas sociales que incluía, en la primera etapa, la universalización del acceso a la salud pública y a la alimentación escolar. Y deduje que el gobierno debía mantener una constante tensión entre la promoción de la lucha de los sin tierra y tratar de encauzar legalmente sus ocupaciones. La reforma agraria era un objetivo clave, pero no se contaba con fuerza parlamentaria propia.
Entre bastidores ya había temor a lo que finalmente ocurrió. Se sabía que el plan de la derecha, desde el primer día, era llegar a un juicio destitutorio en el Parlamento y Lugo no tenía cómo evitarlo. Para ello se necesitaban sólo dos cosas: concordar el momento entre colorados y liberales y encontrar un casus belli que lo justificara. Pero el presidente abrigaba esperanzas. El entonces reciente golpe de Estado en Honduras todavía parecía posible de revertir y sus consecuencias parecían suicidas para la oligarquía. Tres años después, vemos a la derecha hondureña envalentonada.
No permitamos que decaiga la solidaridad con Paraguay. La antidemocracia está hambrienta y ha llegado el día de enfrentarla.

Alvaro Ramis

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 761, 6 de julio, 2012)

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