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Chilean miracle
Autor: Ricardo Candia Cares
Los ancestros de los actuales mandamases, a fines del siglo XIX, solían llevar indios para ser mostrados a los soberanos europeos y exhibirlos como bestias en zoológicos humanos. Más modestos, los poderosos contemporáneos se conforman con piedrecitas y extravagancias, que los actuales reyes ven como rarezas propias de gente de estas latitudes exóticas. Piñera habrá de convencerlos de que son productos colaterales de un milagro a la chilena. El servicio secreto de Su Majestad, en tanto, estará investigando la composición y origen del misterioso pedazo de piedra, para saber qué trae exactamente y si de verdad proviene de las profundidades del ahora famosos socavón.
Por la intercesión de sus amigos cardenales y familiares obispos, a Piñera le ha caído del cielo, más bien le ha emergido de las profundidades, un milagro que ya hubiera querido la Concertación, sepultada como está bajo toneladas de arrogancia y soberbia. Y mientras no encuentren a qué santo achacarle el misterioso prodigio, no habrá más remedio que explicar lo sucedido como propio de la costumbre de Piñera de hacer riqueza donde no la había. La multiplicación de los panes y los peces quedarán para los catecismos parroquiales. Lo de hoy es la multiplicación, ad infinitum et plus ultra, de millones de dólares.
De tal envergadura es el milagro del que goza el régimen, que trastocó, de un día para otro, cuestiones que han sido parte de nuestra cultura desde que el mundo es mundo. Según los expertos en manipular la feble opinión pública, de existir cosa tan rara, Chile es hoy un país ejemplo de solidaridad. El egoísmo sería, en esa versión asombrosa, cuestión del pasado. Y las diferencias económicas, sociales, culturales, educacionales serían disposiciones inamovibles, por el mero hecho de existir y no tendrían que ver con la enfermiza codicia de unos pocos multimillonarios.
Del mismo modo el chilean way. De expertos en hacer las cosas a medias, pasamos a ser ejemplos de pericia, responsabilidad y eficiencia. Que los puentes se caigan, las calles se desarmen, los ferrocarriles desaparezcan, los hospitales se derrumben, las escuelas no sirvan, que el Transantiago sea una estafa permanente y los políticos vivan en el limbo, son accidentes adjudicables a la irresponsabilidad de sus usuarios. A nadie más.
La fiebre patriotera que ha traído consigo el que el gobierno haya cumplido con su obligación de rescatar a esos trabajadores sepultados por la ambición de los dueños de la mina y la irresponsabilidad de las autoridades obligadas a fiscalizar esos piques satánicos, está llegando a límites asombrosos. El peor de todos: la demostración de que el Estado puede ser eficiente. Pero otro no menos grave: en breve esos mineros estarán rogando por un par de horas al amparo oscuro del socavón. Películas que guionistas avispados estarán escribiendo al galope, libros que escritores de oportunidad estarán garrapateando, teleseries que los canales proyectarán por todo un año y reportajes televisivos que se introducirán con detalles en los mecanismos usados para la sobrevivencia, llevarán a esa gente sencilla al borde de la locura.
Curioso el poder que sepulta mineros paupérrimos y después los vuelve a la vida transformados en un buen negocio. Los fulanos que trabajan para el presidente estarán calculando con la precisión de la T-130, el rédito que deberá generarles durante su mandato y más allá.
Pero esas acometidas inexplicables traducidas como milagros benefactores, no tienen nada de democrático. Ya quisiera un trabajador -esos extraños personajes que trabajan por un sueldo mísero y viven del fiado con forma de tarjeta de crédito como el resto del país, aturdidos por la estridencia machacona de los “cehachei” y que en el flamear inútil y cansador de la bandera esperan con un dejo de envidia que la suerte se democratice-, que la fortuna que afectó a los treinta y tres mineros de Copiapó se propague como un virus y los contagie a todos.
Pero no. Una parte minoritaria de Chile goza el milagro que la derecha esperó con paciencia de monje por muchos años. El resto, una mayoría asombrada y en estado de shock, sufre el prodigio encarnado en Piñera en medio de un silencio religioso. Los poderosos soñaron un Chile como el que ahora conocemos y no conformes con esos delirios, hicieron el esfuerzo por construir ese sueño que algunos tildarían de estrafalario y poco realista. Las fantasías más descabelladas se hicieron realidad usando para su concreción la fuerza etérea de las leyes y la más concreta de las Fuerzas Armadas. Cuando éstas ya estaban cansadas de tanto bregar, entregaron el testimonio a la Concertación, la que terminó la obra original con la guinda de la torta: aquello que era execrable en dictadura, ahora era legítimo en democracia.
La tecnología del contraespionaje quizás detecte propiedades curativas en el trocito de piedra que, emocionado, entregó el presidente Piñera a Su Majestad. Ni el milagro de las Siete Curaciones de los Espíritus Inmundos se les podrá comparar.
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 721, 29 de octubre, 2010)
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