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La bandera no tiene
la culpa
Autor: Alvaro Ramis
La celebración del Bicentenario, pudiendo haber sido un hito reflexivo sobre nuestra identidad y proyecto como nación, simplemente ha llegado a ser una serie de ritos inconexos, chauvinistas y superficiales. Tal vez el ejemplo más claro es la instalación de la llamada “Gran Bandera Nacional” en el bandejón central de la Alameda, frente a La Moneda. Su inauguración, se ha planificado como un momento culminante en esta ronda de festejos. Importada desde Texas, y confeccionada en nylon, medirá 27 metros de largo por 18 de ancho y será sostenida por un mástil de 61 metros. Dimensiones grotescas que reflejan la estética de la ostentación, la desmesura y la grandilocuencia de quienes han decidido su emplazamiento. Si desde la antigüedad el criterio para pensar lo bello se ha vinculado a cualidades de medida, simetría y proporción, nuestra bandera del Bicentenario nos instala de lleno ante lo artificial y desmesurado del kitsch. Y para remate, en el lugar más solemne y de mayor profundidad histórica de la capital.
Lo más contradictorio es que el secreto de la bandera chilena radica en sus proporciones. Nuestra bandera, al igual que los demás pabellones latinoamericanos, fue pensada cuidadosamente y refleja la cosmovisión de los libertadores. Ellos utilizaron la geometría, en clave alegórica, para representar el nuevo orden postcolonial que anhelaban instituir luego de la revolución. Por eso en nuestra bandera todo está diseñado en claves numéricas. Por ejemplo, en una proporción de tres: un cuadrado azul, dos blancos, tres rojos. O en clave de cinco, con la estrella pentacular de 5 ángulos agudos, que con su punta hacia arriba se suele identificar con el ser humano, en una postura similar a la utilizada por Leonardo da Vinci en su famoso “hombre de Vitruvio”. Pero si se observa el conjunto, todo el diseño busca que la bandera mantenga la llamada “proporción áurea”, que expresa la relación que resulta al dividir un trazo en dos partes desiguales, de manera que la distancia entre la sección menor y la mayor sea la misma que entre la mayor y el todo. Un juego sutil que vincula la patria con las leyes matemáticas del crecimiento armónico y el orden justo, lo que tiene que ver con los tres colores, representativos de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Este complejo marco simbólico nos recuerda que la bandera chilena nació como una enseña revolucionaria, destinada a transmitir ideas libertarias, racionalistas y anticolonialistas. Sin embargo, quienes han controlado el poder en Chile siempre han tratado de apropiarse de esta enseña, vaciándole de su significado humanista y dialéctico. Han tratado de reducirla al paño colorinche que colgaron en sus casas del barrio alto el 11 de septiembre de 1973. El mismo trapo que el alcalde Labbé instaló en toda Providencia cuando Pinochet cayó preso en Londres. Y ahora, Piñera se encarga de apropiársela definitivamente, instalando esta antibandera desproporcionada, remedo de última hora de la bandera-monstruo del Zócalo de Ciudad de México. Un buen monumento para quien piensa en montos y cantidades lo que debe expresarse en relaciones de consonancia y belleza.
Pero la bandera de los chilenos no tiene porqué pagar esas culpas. Su simbolismo, lejos del estruendo y fanfarronería del nacionalismo conservador de masas, se acerca mucho más a las propuestas de quienes intuyen que lo hermoso por lo general es pequeño y que la patria es en definitiva la Humanidad. La bandera chilena, con su mensaje cifrado de armonía e interconexión humana puede resignificarse como un grito potente contra los excesos, la codicia, los abusos y la sobreexplotación. Pero para lograrlo hay que volver a mirarla con otros ojos, diferentes a los de la celebración del Bicentenario, con su profusa abundancia de banderitas y banderotas que lo único que parecen indicar es que los límites entre el mal gusto y la patriotería no tienen contornos muy definidos.
Se hace necesario volver a rescatar nuestra bandera. Tal como lo hicieron los valientes militantes que el 30 de marzo de 1980, sin necesidad de disparar un solo tiro, recuperaron la bandera sobre la que se juró la independencia de Chile y no la devolvieron hasta el 19 de diciembre de 2003, en manos de familiares de detenidos desaparecidos. Quienes se acerquen a esa bandera, ahora restaurada, podrán ver que la estrella aparece claramente inclinada hacia la izquierda. No es un error, ni una casualidad. Fue simplemente el deseo de los forjadores de esta patria que buscaban mostrar así su anhelo de cambios profundos y permanentes en la nación que comenzaba.
(Publicado en Punto Final, año 45, edición Nº 718, 16 de septiembre, 2010
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