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La furia
de Kai Kai

Chemamul, centro ceremonial frente a Isla Mocha, Tirúa.
Un gran cataclismo marca el origen del mundo y la vida en la cosmogonía mapuche. El relato mítico, llamado Tren Tren y Kai Kai, hace referencia a una gran inundación que, según sus creencias, volverá a suceder si los mapuches abandonan su cultura y su particular relación de respeto con la tierra. “Allá en el mar, en lo más profundo vivía una gran culebra que se llamaba Kai Kai, un weza newen, o fuerza negativa, del desequilibrio y el caos. Los mares obedecían las órdenes del culebrón y un día comenzaron a cubrir toda la tierra. Había otra culebra tan poderosa como la anterior, pero que vivía en la tierra. Se llamaba Tren Tren y aconsejó a los mapuches que subieran a los cerros cuando las aguas comenzaran a subir. Así como los mares cubrían la tierra, los cerros comenzaron a crecer. Cuando Kai Kai ya no tuvo más agua disponible, la batalla entre ambas fuerzas terminó. Muchos mapuches no lograron subir a los cerros y murieron transformándose en shumpall (peces). Los que se salvaron, repoblaron la tierra cuando las aguas finalmente se retiraron y el equilibrio fue restablecido”.
El relato varía según quien lo cuente, pero el trasfondo es el mismo. “Desde niño se nos cuenta este epew (cuento), para enseñarnos a no olvidar de dónde venimos y cuál es nuestro lugar en este mundo. Somos hijos de la tierra y a ella le debemos gratitud y respeto”, señala Rogelio Marihuán, comunero del sector de Piedra Alta, en la comuna de Tirúa. Rogelio escuchó el mito de boca de su abuelo y lo transmitió más tarde a sus tres pequeños hijos. Reconoce que cada día menos gente lo conoce y que difícilmente llegará a ser enseñado en las escuelas. “Mucha gente se ríe de estas cosas. Dicen: ‘Son historias de indios’. Pero guardan una gran verdad”, subraya Marihuán. Es esa verdad la que este campesino mapuche corroboró la madrugada del 27 de febrero, cuando desde el cerro donde se emplaza su hogar sintió como Tren Tren alertaba nuevamente a los suyos de un gran peligro: Kay Kay, la culebra señora de los mares, se estaba despertando.

Una vivienda ahora “navega” en la desembocadura del río Tirúa.
El terremoto y maremoto que asoló las regiones del Maule, Bío Bío y La Araucanía, para mapuches como Rogelio no es el mero capricho de placas tectónicas en pugna, posible de registrar en escalas Richter o Mercalli. Constituyen más bien señales o advertencias, avisos de que los equilibrios entre las fuerzas creadoras del mundo mapuche -resultado de aquella batalla original relatada en el mito- comienzan a tambalear. Por ello, esa madrugada, mientras tres grandes olas arrasaban a pocos kilómetros de su hogar Isla Mocha y la localidad costera de Tirúa, Rogelio reunió a su familia y caminó hacia los terrenos más altos. No fue el único. A su lado, iluminados por la luna llena, decenas de campesinos y pescadores mapuche-lafkenches hacían lo mismo.
No cargaban sus bienes materiales. Una vez en la cima y con la silueta de Isla Mocha iluminada por la luna a sus espaldas, dieron paso a una rogativa tradicional. Al son del kultrún y la pifilka, Rogelio y los suyos danzaron y ofrecieron sus alimentos como ofrenda a las fuerzas de la tierra, hasta que el sol iluminó a lo lejos el desastre. Tirúa, la histórica comuna administrada por sucesivos alcaldes mapuches, estaba prácticamente en ruinas. Responsables del desastre habían sido las tres olas gigantescas que, entre las 4 y las 6 de la madrugada de aquel fatídico día, ingresaron al poblado por la desembocadura del río, arrasando literalmente con todo a su paso, incluido el edificio de la Municipalidad, una plazoleta ceremonial, orgullo de las comunidades de la zona, y una franja de al menos tres o cuatro cuadras de viviendas y locales comerciales.
Fueron decenas las comunidades mapuches que tras el maremoto se reunieron en nguillatunes y rogativas. Si bien las más afectadas fueron aquellas situadas en el lafkenmapu (sector costero del país mapuche), en todo el territorio se convocaron ceremonias para aplacar la furia de Kai Kai. También afloró, espontánea o de manera organizada, la solidaridad propia de una cultura basada en la reciprocidad y el kelluwun, el apoyo mutuo. En Temuco, diversas organizaciones mapuches, en conjunto con la sociedad civil chilena, iniciaron campañas para ayudar a los damnificados. Una de ellas, coordinada por el Observatorio Ciudadano, llegó el 8 de marzo hasta el sector de Collileufu Chico, en la comuna de Puerto Saavedra, con alimentación y ropa de abrigo para los afectados.
Allí fueron recibidos por Juan Nahuelhual, paramédico de la Posta local quien, desde entonces, acompaña día y noche a los autoalbergados de su comunidad. Todos, al igual que Rogelio y su familia en Piedra Alta, se refugiaron en los cerros aquella madrugada. Y allí siguen hasta el día de hoy. Cada noche pernoctan allí 33 adultos, 4 adultos mayores y 22 niños. Temen que se salga el mar y arrase con sus casas. Otros damnificados del sector se reparten en distintos albergues improvisados.
Centrada la atención de las autoridades en la devastada Región del Maule, dirigentes mapuches acusan al Estado de no asistirlos debidamente. Ruth Poza Cayuleo, habitante del sector, cuenta que la Municipalidad le llevó apenas seis bolsitas de té a cada familia. Todos se reúnen cada tarde para pernoctar en el cerro Cayupán, de la comunidad Collileufu Grande. Al igual que sus pares de Collileufu Chico, temen que se salga el mar y arrase con lo poco que han logrado tener. En sectores como Lobería, Champulli y Coi Coi el escenario se repite: familias viviendo en campamentos precarios y sin agua potable, por el derrumbe casi generalizado de los pozos.
A diferencia del terremoto y posterior tsunami del año 1960, que arrasó totalmente con Puerto Saavedra obligando a su posterior refundación en los cerros, en esta ocasión los daños fueron catalogados como “menores” por las autoridades. Esto lo reconocen también las propias comunidades. Recuerdan incluso un hecho polémico acontecido en aquella ocasión. Tras el maremoto del 60, el más devastador del que exista registro en el planeta, las comunidades no solo organizaron nguillatunes y rogativas. También tuvo lugar un polémico sacrificio humano, que hoy mucha gente piensa es una leyenda local. Pero este sacrificio tuvo lugar. Ocurrió al atardecer del 22 de mayo, un día después del fatídico maremoto que también arrasó con el puerto fluvial de Valdivia.
Aquella tarde José, un niño de cinco años, con la venia de su padre, fue sacrificado por la machi Luisa María Namuncura y lanzado al mar en un sector de Isla Huapi. Unos dicen que fue lanzado entero. Otros, que fue desmembrado poco a poco. De hecho, su cadáver nunca fue encontrado. La machi, junto a su hermana Juana, al abuelo del menor, Juan José Namuncura Paiñao, Juan Paiñao, quien habría lanzado al niño al mar, y otros participantes del ceremonial, fueron más tarde detenidos y condenados por la justicia chilena.
El fallo fue dictado por el entonces juez subrogante Ricardo Aylwin, primo del ex primer presidente de la Concertación. Según señala el antropólogo mapuche Eugenio Alcamán, el caso alcanzó connotación internacional. En su estudio tuvo participación incluso el Instituto Indigenista Interamericano, con sede en México. En tanto, la Corte Suprema de Justicia nombró en aquellos años una comisión de antropólogos, integrada entre otros por el sabio Alejandro Lipschutz, para que analizara el hecho y evacuara un informe. La conclusión a que se llegó fue que el sacrificio del niño obedeció a una práctica cultural. Absolutamente extrema, pero cultural al fin y al cabo.
Y es que en la cosmovisión mapuche, mientras más grave sea la acción hacia el ser humano, más grande debe ser el sacrificio para restablecer el equilibrio roto entre las fuerzas en pugna, explica Rogelio Marihuán. Así lo consignaron los investigadores y así lo comprendieron las autoridades de la época. Producto del informe, la machi fue liberada de responsabilidad y con ella, las demás personas que habían participado del ritual. Pese a ello, todos pasaron largos años en la cárcel de Imperial antes de ser liberados. Se cuenta que hasta el día de su muerte, la machi nunca entendió por qué la justicia los acusaba de asesinato. Y los habitantes de Saavedra, sus vecinos, de practicar la brujería.
PEDRO CAYUQUEO
En Puerto Saavedra y Tirúa
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 706, 2 de abril, 2010)
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