Edición 563 - Desde el 19 de marzo al 1 de abril de 2004
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Telefónica extiende su red


Telefónica vuelve a estar en las portadas de la prensa económica. Una aparición ambivalente, que combina un nuevo episodio de grandes fusiones y adquisiciones con los conflictos con las entidades regulatorias. Telefónica Móvil, que el pasado 8 de marzo concretó un negocio por US$ 5.900 millones al comprar los activos latinoamericanos de la norteamericana Bellsouth, pasó a controlar en la región la telefonía móvil. Para el caso chileno, la maniobra llevó a la compañía española a ocupar casi el 50 por ciento del mercado, seguida por Entel, con un 36 por ciento y Smartcom, la filial de la también española Endesa, que detenta un 17 por ciento de este mercado.
La otra cara de la noticia fueron los cálculos tarifarios que realizó la autoridad regulatoria chilena para el servicio de telefonía fija que cobra Telefónica CTC. La inicial publicación de las tarifas futuras, que bajarían en promedio un 20 por ciento, detonó una reacción histérica entre los inversionistas -tanto nacionales como extranjeros- que hundieron los precios de las acciones de Telefónica en la bolsa chilena y llevaron el IPSA a caer más de un dos por ciento en aquella jornada. Nada bueno para la imagen que modela el gobierno chileno en el exterior.
Lo que vino más tarde es parte de un fenómeno observado en tantos otros sectores. Tras la debacle bursátil -que obligó aquella mañana a suspender las transacciones de Telefónica- el lobbying corporativo no tardó en desplegarse. Estaba la muestra palmaria de la reacción furibunda de los inversionistas; Telefónica insinuó que no pondría un peso más en telefonía fija en Chile y recordó al gobierno que, bajo estas tarifas, el modelo de empresa ideal -promovida por los mismos especialistas gubernamentales- sólo funcionaría con una grosera reducción de costos. En otras palabras, con más de mil despidos. Ante la contundente respuesta, la autoridad aceptó estudiar otra vez el cálculo. Cualquiera puede equivocarse, se dijo.
La reacción de Telefónica y sus inversionistas es también una paradoja. La organización de consumidores Odecu -que no tiene ninguna injerencia en la fijación de tarifas- no conseguía comprender la reacción corporativa: había sido la propia Telefónica CTC Chile quien, meses atrás, había solicitado al gobierno libertad tarifaria para poder ofrecer tarifas más baratas. Ante esta interrogante, la interpretación que surge en Odecu es que Telefónica deseaba la libertad tarifaria para bajar los precios en los sectores más acomodados y eliminar la competencia, pero no así en los sectores populares, donde la competencia es casi nula. Una decisión que sólo busca más mercado.
Si de inversiones se trata, la crema de las comunicaciones no está en la telefonía fija; el negocio regional y nacional está en los celulares, que en el caso chileno -la punta de lanza latinoamericana- crece a una tasa del 22 por ciento anual. Hacia finales del 2002, Chile tenía la mayor tasa de penetración de telefonía celular, con 42,6 abonados por cada cien habitantes, la que era secundada por Venezuela, con un 25,6 por ciento, México y Brasil. Demás está decir que la gran operación expresa que el mercado regional tiene aún un buen espacio para crecer. Aun cuando no se trate de alcanzar a Italia, que tiene una cobertura total.
Las fusiones y adquisiciones, como la maniobra de marras, han sido asignadas como inversión extranjera. No obstante, es más exacto tratarlas como simples cambios de propiedad, a veces entre un nacional y una transnacional y, cada vez con más frecuencia, entre dos transnacionales.
Se trata de un proceso característico de la globalización, el que viene desde los 80 y tomó auge durante la década pasada. Un fenómeno que llegó a su punto más alto en 1999, con transacciones mundiales por casi US$ 800 mil millones, en el cual el 90 por ciento de las ventas y el 95 por ciento de las compras corresponde a empresas de países desarrollados.
El fenómeno ya está instalado y tiene como motivos la búsqueda de nuevos mercados, el aumento del poder que tienen aquellas empresas en esos mercados y el logro de eficiencia. Un proceso que vuela, tanto por el interés de las transnacionales como por el clima favorable que hallan entre los gobernantes.
Pese al incontrarrestable proceso, las grandes corporaciones y sus accionistas no están tan satisfechos. No hay siempre una correlación entre la inversión y la rentabilidad esperada, las cuales, dicho sea de paso, han de ser a corto plazo. De allí la incorporación de nuevas tecnologías y la reducción de costos, básicamente laborales. Por ello que la bolsa siempre celebra un proceso de fusión; éstos siempre están ligados a una reducción de costos y a una mayor rentabilidad.
Los efectos de este fenómeno sobre el empleo -que es un mal mundial- lo podemos observar con bastante claridad en Chile. Las fusiones, por ejemplo en la banca, han conducido a un aumento en el mercado y a una explosión de las utilidades, por un lado, pero, por otro, a una reducción enorme del personal. Pese a haber crecido esta industria, ha encogido sus plazas laborales. A diciembre de 1997 existían 32 entidades financieras, con 1.325 sucursales y un personal de 47.100 empleados. Tras las fusiones, a diciembre del 2002 había 26 entidades financieras, que tenían 1.434 sucursales y sólo 36.700 empleados.
El poder que han conseguido estos nuevos gigantes convierte a los gobiernos en meros funcionarios administrativos. La economía bajo el modelo neoliberal depende de las decisiones de las corporaciones -dejar un país o dejar de invertir es una amenaza clásica- por lo que los gobiernos hacen lo posible para mantenerlas satisfechas e invirtiendo. Políticas como la de flexibilización laboral, que a fin de cuentas convierte el trabajo en una actividad temporal e informal, tienen, sin duda, un efecto favorable en los costos de la compañía. Se puede decir que las fusiones y adquisiciones no contribuyen en nada a la creación de empleo. Más aún, propician lo contrario.
Como se ha dicho, tampoco hay que considerarla inversión extranjera. Es simplemente un traspaso de activos, un contrato comercial, un cambio en la titularidad que en nada aporta a la capacidad productiva interna de un país. Estos torrentes de capital -que las autoridades locales exhiben con orgullo- pueden generar incluso efectos económicos no deseados.
Efectos económicos y sociales nefastos. Las grandes corporaciones hacen todo lo posible por copar los mercados más atractivos y rentables, lo que significa desplazar de ellos a los competidores y manejar, más tarde, la oferta a su antojo. Como se ve, sacan a los nacionales y tienen la fuerza necesaria para desplazar o negociar con otras transnacionales. Tras las operaciones queda un reguero de lesionados.
No sólo están los efectos sobre el empleo, los que son menos y precarios. El traspaso de los otrora servicios públicos operados por el Estado a manos privadas ha aumentado las tarifas y ha causado un deterioro del poder adquisitivo de los usuarios, quienes han pasado a ser simples consumidores de servicios. Y no sólo la telefonía o la energía, también la salud y, de manera creciente, la educación.
Las fusiones y adquisiciones tampoco tienen una consecuencia favorable en la economía. Uno de aquellos efectos lo viven diariamente las pequeñas y medianas empresas, las que fueron hace tiempo desplazadas de los mercados. Las autoridades y el sector privado argumentan que la presencia transnacional en todos los sectores contribuye a estimular a las pymes, ya sea por contratación de servicios o por la compra de otros insumos. La verdad, bien comprobada hoy por el estado calamitoso de las pymes, es que las grandes corporaciones pueden controlar a su antojo a sus proveedores así como importar insumos si los costos nacionales les resultan muy altos (el caso de los pequeños agricultores que venden a la empresa exportadora, o de los subcontratistas de la multinacional, son ejemplos diarios)


PAUL WALDER

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