Edición 563 - Desde el 19 de marzo al 1 de abril de 2004
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Editorial:
Oligarquización de la política
Olor a sangre en la derecha
Esa vieja costumbre
de la puñalada trapera
España en el corazón
Recorte de subsidios
Juicio en Temuco a la etnia mapuche
La segunda guerra
de la Araucania
Final con espada en llamas
Trabajadores de Johnson’s
Balance de la huelga  
Registro nacional de detenidos y torturados El derecho a la verdad  
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España en el corazón


Hasta el miércoles 10 de marzo la campaña electoral en España se caracterizaba por dos cosas; de una parte el estilo dialogante, sereno, no provocador de José Luis Rodríguez Zapatero, secretario general del Partido Socialista Obrero Español y candidato a la jefatura de gobierno. Un joven dirigente que recibió la casi imposible misión de recuperar el entusiasmo del electorado de Izquierda luego del aplastante triunfo del Partido Popular el 2000. De otra parte, el candidato y secretario general del Partido Popular, Mariano Rajoy, gris ministro de Aznar que no fue elegido o nominado candidato por la militancia del PP sino por el dedo de Aznar, al más puro estilo del PRI mexicano, centraba su opaca campaña en la lucha contra ETA y todo, hasta el cambio climático, recaía sobre la banda terrorista nazi (ETA es una mezcla de nacionalismo esquizofrénico y socialismo musoliniano).
Un mes antes, las encuestas daban holgada mayoría al Partido Popular, había dudas si seguirían teniendo la mayoría absoluta, pero ningún sondeo ponía en duda el triunfo de la derecha. La diferencia inicial era de diez puntos y, sin embargo el pésimo pronóstico, Zapatero supo ofrecer respuesta a los problemas de la sociedad española. Es evidente que los atentados terroristas que ensangrentaron Madrid el 11-M llevaron a votar a muchos indecisos o simplemente no votantes. Pero también es indudable que Zapatero ofreció reflexiones certeras respecto a los motivos que han encarecido la vivienda, sobre el desarrollo del proceso autonómico, la necesidad de terminar con el vasallaje de Aznar respecto de EE.UU y retomar la senda natural, europeista y anti hegemónica que precisa urgentemente España. Todos los analistas internacionales coincidieron (Le Monde, La Repubblica, Times) en que la imagen de Zapatero se hacía cada vez más sugestiva, sobre todo porque se perfilaba como un cambio radical en la forma de hacer política, diferente del aznarismo basado en la prepotencia, la ofensa, el desprecio a la opinión pública y la manipulación informativa.
El miércoles 10 de marzo, la distancia entre Zapatero y Rajoy se había reducido a dos puntos en los sondeos, y la gran incógnita eran los dos millones de españoles que se incorporaban a votar.
Zapatero lo tuvo difícil en los últimos meses, sobre todo después que, constituido el nuevo gobierno catalán con el socialista Pascual Maragall a la cabeza, uno de sus consejeros, Carod Rovira, de Izquierda Republicana de Cataluña, reconociera haberse entrevistado con la cúpula de ETA en Francia, rompiendo así un consenso nacional que indica que con ETA no se dialoga y se les conmina a deponer las armas. Carod Rovira fue de inmediato usado por la derecha como eje del mal, epicentro de futuras catástrofes y atentados terroristas. Para peor, al poco tiempo ETA anunció que dejaría de matar en Cataluña. Esto fue un regalo para el aznarismo, y su candidato centró cada uno de sus discursos en la cobardía moral que aquello representaba.
Zapatero pudo usar a su favor el hecho de que la reunión sostenida por Carod Rovira y ETA había sido espiada por la CNI, la inteligencia española, que extrañamente no detuvo a los dirigentes de ETA en esa ocasión y que, más extrañamente aún, la información había sido entregada a ABC, periódico derechista, cuando se iniciaba la campaña electoral. Pudo, pero no lo hizo; simplemente se negó a ensuciar una campaña impecable, cuyo único norte era liberar a España de la tozudez, prepotencia y desprecio de Aznar y seguidores. Fue un acto valiente y de enorme ética política que los electores españoles ciertamente valoraron.
En ese panorama llegó el 11 de marzo, y el horror paralizó a la sociedad española. Las primeras informaciones apuntaban a ETA como responsable del atentado que ensangrentó Madrid y que ha cobrado 201 vidas. Pero algo no encajaba. El primero en advertirlo fue el jefe de Europol, la Interpol europea, Jürgen Steinbeck, quien declaró que el atentado no correspondía al modo de operar de ETA.
ETA siempre consideró los atentados terroristas, aunque murieran niños, o los tiros en la nuca aunque los asesinados fueran destacados antifascistas como mi querido amigo José Luis López de Lacalle, como “acciones de propaganda armada”. En el caso de los atentados con bomba, siempre avisaron antes, aunque con trampas, para matar a los artificieros. No, el monstruoso atentado del 11-M tenía otras características.
Tras cada atentado, ETA movía su infraestructura de simpatizantes, el llamado “mundo arbetzale”, para capear el temporal y facilitar la fuga, generalmente a Francia. Es decir que los primeros que sabían de los atentados de ETA eran sus simpatizantes de periferia. Cualquier periodista con dos dedos de frente, o policía, sabía que por ahí se debía comenzar a indagar. Y así lo hicieron: en el mundo arbetzale había total tranquilidad, que se vio confirmada con la declaración de Arnoldo Otegi, voz “legal” de ETA, que anunció la ninguna responsabilidad en el brutal atentado. España estaba horrorizada, pero no dejaba de pensar. Había muchas, demasiadas similitudes entre ese atentado y los de las Torres Gemelas. Sin embargo, en un atroz, nauseabundo, indigno cálculo electoral, Aznar y la derecha decidieron que atribuir sin más la autoría del atentado a ETA, les garantizaba el triunfo en las elecciones.
Zapatero llamó a la solidaridad con las víctimas, pidió al gobierno hacer lo que se debía: convocar al Pacto por las Libertades, el pacto antiterrorista firmado por el PSOE y el PP para mantener un criterio único frente a la lacra del terrorismo, y Aznar se negó.
Sabía que la verdad se impondría, ya eran demasiadas las evidencias que apuntaban a otro tipo de terrorismo, y a que el atentado era una venganza del terrorismo islámico por la participación española en la guerra de Iraq. Se ataron a la responsabilidad de ETA, y se dispusieron a una defensa numantina de esa teoría, que debían mantener hasta el lunes 15, pasadas las elecciones.
Nunca en la historia de España se conoció una prueba tan miserable de desprecio a las víctimas. Nunca la mentira fue tan fuerte como razón de mercachifles de la política.
Pero la mentira tiene piernas cortas. El ministro del Interior, Angel Acebes, resultaba patético en sus comparecencias, mientras en la calle, la gente que salió espontáneamente a exigir la verdad se sentía defraudada ante tanta mentira. La ministra de Relaciones Exteriores, Ana de Palacio, una mujer de inteligencia menos que limitada, daba órdenes a las embajadas de España para que anunciaran la “innegable autoría de ETA en los atentados”, contradiciendo sin la menor vergüenza los informes de la policía. El ministro portavoz, Eduardo Zaplana, más que patético resultaba ridículo con sus citas de pasados atentados de ETA y su búsqueda de inexistentes analogías, ya que jamás se cometió un atentado tan atroz, un asesinato masivo de tales dimensiones en España. Los atentados de ETA fueron sangrientos, injustificables, bestiales, pero las fuerzas de seguridad y los ciudadanos sabían que una mano mucho más brutal era la responsable de la masacre.
La noche del 11-M, ni en la alocución de un Aznar desencajado, ni en la del Rey, se hizo mención a ETA, pero sus ministros continuaban negando lo evidente.
El sábado 13, apareció en la televisión un Mariano Rajoy confuso, titubeante, que se limitó a declarar “ilegales” las voces de culta y disciplinada protesta que en las calles pedían la verdad. Fue una absurda manera de reconocer que mentía. Esa noche, de reflexión antes de votar, la televisión española suspendió la proyección de la película Shakespeare in Love, y la remplazó por otra, cuyo tema era un atentado de ETA. La manipulación se tornaba insoportable. Finalmente, esa noche, el ministro Zaplana compareció en la televisión y simplemente descalificó a todo el que opinara contra la mentira gubernamental. Las calles estaban ocupadas por miles de personas que, disciplinadamente, sin causar el menor altercado con las fuerzas del orden, exigieron la verdad; no la tuvieron; y al otro día fueron a votar.
Y votaron. El triunfo de Zapatero fue inapelable, la sobria y responsable alegría con que se celebró el triunfo fue un ejemplo de convivencia y afán de recuperación democrática. Viví intensamente esos momentos en La Casa del Pueblo de Gijón. No dejaba de recordar la noche del 4 de septiembre de 1970 en Chile, sobre todo, cuando un compañero nos recordaba que éramos los responsables de cambiar la forma de hacer política, de recuperar la normalidad democrática, y que por lo tanto no saldríamos a la calle. Hoy, dos días más tarde, se sabe que Aznar llamó al director de El País, el principal periódico español, y le dio plena seguridad de que ETA era responsable de la masacre. Así, la edición extra de El País del 11-M, reproducía en titulares la mayor mentira de Aznar.
Hoy, dos días más tarde, la ministra de Educación, Pilar del Castillo en cuya gestión, entre otras proezas tiene la de haber convertido las clases de religión católica en obligación, al mismo nivel de las matemáticas, y de haber hecho jugosas donaciones de dineros públicos a la Fundación Francisco Franco, se permite dudar de la legitimidad de los resultados, argumentando que una situación de extremo dolor torna “irresponsables” a los ciudadanos. Otros miserables fascistas se permiten escribir en El Mundo que ganó Bin Laden, y otros esperpentos de ultra derecha, diputados del aznarismo, concluyen que “si ETA hubiera sido responsable del atentado, ganábamos las elecciones”.
A los demócratas les queda, nos queda, el dolor, el cariño y solidaridad con las víctimas y sus familias.
Y un camino largo y duro, liderado por José Luis Rodríguez Zapatero, un joven socialista, presidente del gobierno español

Luis Sepulveda
En Gijón, España
(Especial para “Punto Final”)

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