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España en el corazón
Hasta el
miércoles 10 de marzo la campaña electoral en España
se caracterizaba por dos cosas; de una parte el estilo dialogante, sereno,
no provocador de José Luis Rodríguez Zapatero, secretario
general del Partido Socialista Obrero Español y candidato a la
jefatura de gobierno. Un joven dirigente que recibió la casi imposible
misión de recuperar el entusiasmo del electorado de Izquierda luego
del aplastante triunfo del Partido Popular el 2000. De otra parte, el
candidato y secretario general del Partido Popular, Mariano Rajoy, gris
ministro de Aznar que no fue elegido o nominado candidato por la militancia
del PP sino por el dedo de Aznar, al más puro estilo del PRI mexicano,
centraba su opaca campaña en la lucha contra ETA y todo, hasta
el cambio climático, recaía sobre la banda terrorista nazi
(ETA es una mezcla de nacionalismo esquizofrénico y socialismo
musoliniano).
Un mes antes, las encuestas daban holgada mayoría al Partido Popular,
había dudas si seguirían teniendo la mayoría absoluta,
pero ningún sondeo ponía en duda el triunfo de la derecha.
La diferencia inicial era de diez puntos y, sin embargo el pésimo
pronóstico, Zapatero supo ofrecer respuesta a los problemas de
la sociedad española. Es evidente que los atentados terroristas
que ensangrentaron Madrid el 11-M llevaron a votar a muchos indecisos
o simplemente no votantes. Pero también es indudable que Zapatero
ofreció reflexiones certeras respecto a los motivos que han encarecido
la vivienda, sobre el desarrollo del proceso autonómico, la necesidad
de terminar con el vasallaje de Aznar respecto de EE.UU y retomar la senda
natural, europeista y anti hegemónica que precisa urgentemente
España. Todos los analistas internacionales coincidieron (Le Monde,
La Repubblica, Times) en que la imagen de Zapatero se hacía cada
vez más sugestiva, sobre todo porque se perfilaba como un cambio
radical en la forma de hacer política, diferente del aznarismo
basado en la prepotencia, la ofensa, el desprecio a la opinión
pública y la manipulación informativa.
El miércoles 10 de marzo, la distancia entre Zapatero y Rajoy se
había reducido a dos puntos en los sondeos, y la gran incógnita
eran los dos millones de españoles que se incorporaban a votar.
Zapatero lo tuvo difícil en los últimos meses, sobre todo
después que, constituido el nuevo gobierno catalán con el
socialista Pascual Maragall a la cabeza, uno de sus consejeros, Carod
Rovira, de Izquierda Republicana de Cataluña, reconociera haberse
entrevistado con la cúpula de ETA en Francia, rompiendo así
un consenso nacional que indica que con ETA no se dialoga y se les conmina
a deponer las armas. Carod Rovira fue de inmediato usado por la derecha
como eje del mal, epicentro de futuras catástrofes y atentados
terroristas. Para peor, al poco tiempo ETA anunció que dejaría
de matar en Cataluña. Esto fue un regalo para el aznarismo, y su
candidato centró cada uno de sus discursos en la cobardía
moral que aquello representaba.
Zapatero pudo usar a su favor el hecho de que la reunión sostenida
por Carod Rovira y ETA había sido espiada por la CNI, la inteligencia
española, que extrañamente no detuvo a los dirigentes de
ETA en esa ocasión y que, más extrañamente aún,
la información había sido entregada a ABC, periódico
derechista, cuando se iniciaba la campaña electoral. Pudo, pero
no lo hizo; simplemente se negó a ensuciar una campaña impecable,
cuyo único norte era liberar a España de la tozudez, prepotencia
y desprecio de Aznar y seguidores. Fue un acto valiente y de enorme ética
política que los electores españoles ciertamente valoraron.
En ese panorama llegó el 11 de marzo, y el horror paralizó
a la sociedad española. Las primeras informaciones apuntaban a
ETA como responsable del atentado que ensangrentó Madrid y que
ha cobrado 201 vidas. Pero algo no encajaba. El primero en advertirlo
fue el jefe de Europol, la Interpol europea, Jürgen Steinbeck, quien
declaró que el atentado no correspondía al modo de operar
de ETA.
ETA siempre consideró los atentados terroristas, aunque murieran
niños, o los tiros en la nuca aunque los asesinados fueran destacados
antifascistas como mi querido amigo José Luis López de Lacalle,
como “acciones de propaganda armada”. En el caso de los atentados
con bomba, siempre avisaron antes, aunque con trampas, para matar a los
artificieros. No, el monstruoso atentado del 11-M tenía otras características.
Tras cada atentado, ETA movía su infraestructura de simpatizantes,
el llamado “mundo arbetzale”, para capear el temporal y facilitar
la fuga, generalmente a Francia. Es decir que los primeros que sabían
de los atentados de ETA eran sus simpatizantes de periferia. Cualquier
periodista con dos dedos de frente, o policía, sabía que
por ahí se debía comenzar a indagar. Y así lo hicieron:
en el mundo arbetzale había total tranquilidad, que se vio confirmada
con la declaración de Arnoldo Otegi, voz “legal” de
ETA, que anunció la ninguna responsabilidad en el brutal atentado.
España estaba horrorizada, pero no dejaba de pensar. Había
muchas, demasiadas similitudes entre ese atentado y los de las Torres
Gemelas. Sin embargo, en un atroz, nauseabundo, indigno cálculo
electoral, Aznar y la derecha decidieron que atribuir sin más la
autoría del atentado a ETA, les garantizaba el triunfo en las elecciones.
Zapatero llamó a la solidaridad con las víctimas, pidió
al gobierno hacer lo que se debía: convocar al Pacto por las Libertades,
el pacto antiterrorista firmado por el PSOE y el PP para mantener un criterio
único frente a la lacra del terrorismo, y Aznar se negó.
Sabía que la verdad se impondría, ya eran demasiadas las
evidencias que apuntaban a otro tipo de terrorismo, y a que el atentado
era una venganza del terrorismo islámico por la participación
española en la guerra de Iraq. Se ataron a la responsabilidad de
ETA, y se dispusieron a una defensa numantina de esa teoría, que
debían mantener hasta el lunes 15, pasadas las elecciones.
Nunca en la historia de España se conoció una prueba tan
miserable de desprecio a las víctimas. Nunca la mentira fue tan
fuerte como razón de mercachifles de la política.
Pero la mentira tiene piernas cortas. El ministro del Interior, Angel
Acebes, resultaba patético en sus comparecencias, mientras en la
calle, la gente que salió espontáneamente a exigir la verdad
se sentía defraudada ante tanta mentira. La ministra de Relaciones
Exteriores, Ana de Palacio, una mujer de inteligencia menos que limitada,
daba órdenes a las embajadas de España para que anunciaran
la “innegable autoría de ETA en los atentados”, contradiciendo
sin la menor vergüenza los informes de la policía. El ministro
portavoz, Eduardo Zaplana, más que patético resultaba ridículo
con sus citas de pasados atentados de ETA y su búsqueda de inexistentes
analogías, ya que jamás se cometió un atentado tan
atroz, un asesinato masivo de tales dimensiones en España. Los
atentados de ETA fueron sangrientos, injustificables, bestiales, pero
las fuerzas de seguridad y los ciudadanos sabían que una mano mucho
más brutal era la responsable de la masacre.
La noche del 11-M, ni en la alocución de un Aznar desencajado,
ni en la del Rey, se hizo mención a ETA, pero sus ministros continuaban
negando lo evidente.
El sábado 13, apareció en la televisión un Mariano
Rajoy confuso, titubeante, que se limitó a declarar “ilegales”
las voces de culta y disciplinada protesta que en las calles pedían
la verdad. Fue una absurda manera de reconocer que mentía. Esa
noche, de reflexión antes de votar, la televisión española
suspendió la proyección de la película Shakespeare
in Love, y la remplazó por otra, cuyo tema era un atentado de ETA.
La manipulación se tornaba insoportable. Finalmente, esa noche,
el ministro Zaplana compareció en la televisión y simplemente
descalificó a todo el que opinara contra la mentira gubernamental.
Las calles estaban ocupadas por miles de personas que, disciplinadamente,
sin causar el menor altercado con las fuerzas del orden, exigieron la
verdad; no la tuvieron; y al otro día fueron a votar.
Y votaron. El triunfo de Zapatero fue inapelable, la sobria y responsable
alegría con que se celebró el triunfo fue un ejemplo de
convivencia y afán de recuperación democrática. Viví
intensamente esos momentos en La Casa del Pueblo de Gijón. No dejaba
de recordar la noche del 4 de septiembre de 1970 en Chile, sobre todo,
cuando un compañero nos recordaba que éramos los responsables
de cambiar la forma de hacer política, de recuperar la normalidad
democrática, y que por lo tanto no saldríamos a la calle.
Hoy, dos días más tarde, se sabe que Aznar llamó
al director de El País, el principal periódico español,
y le dio plena seguridad de que ETA era responsable de la masacre. Así,
la edición extra de El País del 11-M, reproducía
en titulares la mayor mentira de Aznar.
Hoy, dos días más tarde, la ministra de Educación,
Pilar del Castillo en cuya gestión, entre otras proezas tiene la
de haber convertido las clases de religión católica en obligación,
al mismo nivel de las matemáticas, y de haber hecho jugosas donaciones
de dineros públicos a la Fundación Francisco Franco, se
permite dudar de la legitimidad de los resultados, argumentando que una
situación de extremo dolor torna “irresponsables” a
los ciudadanos. Otros miserables fascistas se permiten escribir en El
Mundo que ganó Bin Laden, y otros esperpentos de ultra derecha,
diputados del aznarismo, concluyen que “si ETA hubiera sido responsable
del atentado, ganábamos las elecciones”.
A los demócratas les queda, nos queda, el dolor, el cariño
y solidaridad con las víctimas y sus familias.
Y un camino largo y duro, liderado por José Luis Rodríguez
Zapatero, un joven socialista, presidente del gobierno español
Luis Sepulveda
En Gijón, España
(Especial para “Punto Final”)
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