Documento sin título
|
Envejecer sin justicia
“Estamos envejeciendo sin poder llegar a la justicia”, dice con pena y rabia doña Gabriela Payeras, víctima de la dictadura, hoy participante como muchos y muchas en las periódicas manifestaciones ante el Museo Naval y Marítimo de Valparaíso -intensificadas en el reciente aniversario del golpe sedicioso- exigiendo el retiro de la estatua del almirante José Toribio Merino, comandante en jefe de la Armada en los 17 años de terrorismo de Estado.
Desde su estatua de dos metros de altura la figura del cabecilla de la conjura golpista de 1973 recibe el reconocimiento de la oligarquía por su tarea compartida con las otras cúpulas castrenses en el exterminio de las clases populares masacradas con un odio injustificado. El homenajeado no tuvo merecimientos, salvo la animación de los pintorescos “martes de Merino” y la introducción del término “humanoides” que en forma peyorativa atribuía a los defensores de los derechos humanos.
Este monumento es rechazado mayoritariamente porque es una burla a la memoria de los caídos y sus familiares, y para tantos hombres y mujeres sometidos a secuestros, torturas, vejámenes y humillaciones. Son innumerables los delitos de lesa humanidad que permanecen aún sin condena amparados por la impunidad que cada día gana tiempo. No obstante, la barbarie quedó marcada en la memoria colectiva del pueblo que no decae en su incansable clamor por cárcel para los culpables.
Jaime Aldoney Vargas, interventor de la CCU en Limache, fue el primer detenido desaparecido en la Quinta Región. Carabineros lo arrestó el mismo 11 de septiembre y lo entregó a la base aeronaval de El Belloto, donde fue golpeado bestialmente, desnudado y tendido sobre la cancha de aterrizaje mientras se le aplicaba electricidad. Otros detenidos comprobaron que quedó convertido en un guiñapo. La última vez que se le vio con vida fue el día 13 en el buque Maipo en deplorables condiciones. Poco después un amigo que buscaba a un familiar creyó ver su cadáver en la morgue del Hospital Deformes. No se sabe dónde se encuentran sus restos.
Igual suerte corrió el sacerdote Miguel Woodward Iribarry, que -se ignora bajo qué cargo- fue secuestrado por una patrulla de la marinería en vísperas de Fiestas Patrias y llevado desde la parroquia del cerro Placeres hasta el buque-escuela Esmeralda. Allí fue interrogado a la vez que recibía brutales tormentos que lo dejaron agónico, tras lo cual se le condujo al Hospital Naval, donde ingresó fallecido. Su deceso se produjo por un TEC cerrado con paro cardiorrespiratorio. Se presume que fue enterrado en una fosa común del cementerio de Playa Ancha, lo que no ha podido ser confirmado por sus familiares en sus múltiples gestiones ante las autoridades institucionales.
Al prefecto de Investigaciones de Valparaíso, Juan Bustos Marchant, se le tendió una trampa. Antes se le había detenido dos veces y dejado en libertad por falta de méritos, pero no logró salvar de la tercera. El 1º de mayo de 1974 encontrándose incomunicado en la propia prefectura porteña fue autorizado por el fiscal naval de la época -integrado al Consejo de Defensa del Estado en “democracia”- a salir para visitar a su madre enferma. La versión oficial, única en ese tiempo, señala que al regresar esa noche al cuartel lo hizo “con un arma de fuego que ocultó, disparándose un balazo en la cabeza” en la madrugada siguiente. No se ha logrado identificar al o los autores del homicidio.
En su obsesión por conocer el paradero del dirigente socialista Emilio Contardo Hogtert la represión comandada por Merino ordenó el allanamiento de su domicilio en Playa Ancha y el secuestro de su madre, esposa e hijo, entonces un niño de 15 años, para ser torturados en la Academia de Guerra Naval. Contardo había sido abogado de la Intendencia porteña y secretario regional del PS. Oportunamente salió de la zona y luego del país, evitando una muerte segura. De regreso en Chile, en los 90, puso en marcha la Casa de la Cultura Chileno-Cubana y, leal amigo de Punto Final, encabezó en Valparaíso una campaña solidaria para ayudar a su financiamiento. A su hijo Marco Antonio se le han cerrado puertas cuando ha requerido la identificación de los que cometieron el ultraje contra su familia.
Los casos emblemáticos son impactantes, pero los victimarios multiplicaron con ferocidad las violaciones de los derechos humanos. Ese no es tema para Jorge Arancibia Reyes y Miguel Angel Vergara, ex titulares de la Armada que firmaron la declaración de 16 comandantes en jefe retirados de las FF.AA. intentando justificar el golpe de Estado, objetando los juicios a los hechores y oponiéndose al cierre de Punta Peuco. En los gimoteos propios de la casta uniformada pareciera que el genocidio no existió ni hubo ejecutados ni desaparecidos. Para los ex almirantes son “ficciones jurídicas”.
Nunca hubo y tampoco hay ahora ninguna referencia a una información del diario La Nación del 12 de septiembre de 2004. Allí se asevera que entre los años 74 y 75 marinos lanzaron en alta mar frente a San Antonio a entre cincuenta y cien detenidos desaparecidos desde el remolcador Kiwi, según un expediente judicial instruido por el ministro Alejandro Solís. Eran presos sacados por la Dina desde Tejas Verdes, Londres 38, Villa Grimaldi y José Domingo Cañas. Los cuerpos fueron entregados a la Armada y arrojados al mar en una operación coordinada desde la gobernación marítima de San Antonio.
Empeñada en desconocer toda responsabilidad en su pasado criminal durante la dictadura, la Armada obstruye la acción de la justicia, lo niega todo y se esfuerza por victimizarse. Al paso de los años insiste en ocultar lo que pasó, condenando a muchas víctimas y a sus familiares a seguir sufriendo la injusticia de la impunidad.
HUGO ALCAYAGA BRISSO
Valparaíso
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 886, 13 de octubre 2017).
revistapuntofinal@movistar.cl
www.puntofinal.la
www.pf-memoriahistorica.org
¡¡Suscríbase a PF!!
|
Punto Final
|