Punto Final, Nº 850 – Desde el 29 de abril al 12 de mayo de 2016.
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Patricio Aylwin: mito y realidad


En su memoria, la historia y los pueblos suelen ser siempre benevolentes. Acostumbran a rendirle tributo a políticos y gobernantes que muy probablemente en otros tiempos y lugares habrían sido juzgados y condenados por la justicia internacional y la conciencia de las naciones, como podría haber sucedido con Napoleón, los emperadores romanos y hasta con los sanguinarios conquistadores españoles, cuyos nombres todavía se otorgan en toda América Latina a calles, avenidas y recintos públicos. Sin ir más lejos, una benevolencia tan absurda como la que favorece a un Diego Portales o un Arturo Alessandri Palma, que cometieron crímenes y fechorías por los que debieran haber sido impugnados para siempre por los chilenos.
Ni el propio Patricio Aylwin habría concebido hace treinta o cuarenta años, que iba a merecer tantos elogios y homenajes al momento de su muerte como los que se le tributaron en los más poderosos medios de comunicación por el conjunto de la llamada clase política, por intelectuales incluso, y ciertamente, por miles de chilenos que salieron incautos a las calles.
Se destacan, por ejemplo, su sentido republicano y vocación democrática, cuando obran tantos documentos y testimonios en cuanto a que fue uno de los políticos que más contribuyó al quiebre institucional de 1973 y al golpe militar de Pinochet, asonada que justificó y defendió ante el mundo cuando caían acribillados cientos o miles de compatriotas, cuando era bombardeado el Palacio Presidencial, se inauguraban los campos de concentración y se sometía a la tortura y al exilio a miles de chilenos. Aplaudió, y acaso brindó también, por ese “pronunciamiento militar”, al rendirle homenaje a los uniformados por su desinteresado sacrificio.
Se celebra, asimismo, que su gobierno fuera el primero de una larga y compleja transición a una democracia que en realidad vino, curiosamente, a sacralizar la Constitución de Pinochet, que él mismo antes había fustigado cuando diera el tardío paso de integrarse a la disidencia y se iniciaran estos 26 años de posdictadura en que el sistema electoral binominal se opusiera, hasta ahora, a la posibilidad de que los ciudadanos ejercieran su soberanía. Mientras, se aniquilaba programadamente desde La Moneda a la prensa que había combatido al tirano; mientras, se les condonaban las deudas y los crímenes a los medios de comunicación abyectos de la dictadura; mientras, se le restaba el objetivo de “justicia” a la Comisión de Verdad y Reconciliación creada por él para evidenciar los crímenes cometidos por el régimen militar y proclamaba esa aberrante “justicia en la medida de lo posible” que todo hombre de derecho sabe que es un despropósito, una ficción o una verdadera excusa para garantizarle al tirano, más adelante, su repatriación y su fallecimiento impune.
No es casual o signo de generosidad o grandeza que la prensa de derecha y la televisión agotaran sus páginas e imágenes en destacar la vida y obra de este “ilustre estadista”, como algunos llegaron a calificarlo. Siempre recuerdo una conversación con un connotado empresario y ministro de Pinochet que me confesara lo agradecidos que él y otros colegas suyos estaban respecto del primer gobierno de la Concertación, después de temer que, al menos, les serían confiscadas sus propiedades mal habidas, o serían sometidos varios de ellos a los tribunales. Ni uno solo de éstos, ni siquiera Ponce Lerou, fueron expropiados o conducidos a los tribunales por los horrores que consintieron de la mano de los militares.
Es efectivo que el gobierno de Aylwin empezó a disminuir el número de los pobres o, más bien, de los indigentes en nuestro país. Sin embargo, solo se puede considerar como un fracaso esa promesa de “crecimiento con equidad”, cuando después de tantos años la brecha entre lo que perciben los más ricos y los más pobres incluso se ha pronunciado, como lo indican las cifras y los economistas, los propios obispos y muchos analistas internacionales.
Muy dudosa es también su condición de socialcristiano y político de unidad, ante el testimonio de un Bernardo Leighton (que salvara de un cobarde atentado en Roma), que a su regreso a Chile decidiera cubrir el rostro de Patricio Aylwin en su galería de fotos. Cuestión que yo mismo observé en su departamento de Ñuñoa. Con ello imputaba a su camarada Aylwin haber alentado y defendido el golpe militar.
Falangistas y militantes de su partido recuerdan en Aylwin al autor de la estrategia del “camino propio” para oponerse internamente a la candidatura presidencial de Radomiro Tomic, quien planteara la necesidad de consolidar la unidad política y social del pueblo. El homicidio de Eduardo Frei Montalva le sirvió para proclamarse como candidato presidencial de una fórmula integrada por socialistas y un conjunto de partidos allendistas y marxistas, todo ello mediante un proceso electoral espurio al interior de la Democracia Cristiana bautizado como el “Carmengate”, que apartó definitivamente a su camarada Gabriel Valdés de la posibilidad de convertirse en el abanderado de esa amplia concertación de partidos, que después fuera desgranándose poco a poco hasta el arribo de los comunistas a la Nueva Mayoría.
Sin duda hay que reconocer en Aylwin su gran sentido de la oportunidad. Estamos ciertos que desde la presidencia de la Democracia Cristiana en 1973 interpretó certeramente a las bases de su partido que, como él, empezaron a preferir una asonada militar que un régimen más radical o revolucionario. Así, también en 1990 borra con el codo todos sus litigios con la ex Unidad Popular y se ofrece como el presidente de unidad que tendría que hacerse cargo de un gobierno con Pinochet como comandante en jefe del ejército y senador vitalicio, para administrar un gobierno bajo los arreglos y negociaciones de sus ministros Edgardo Boeninger y Enrique Correa con generales, dirigentes empresariales y otros, como también mediante la desactivación programada de las organizaciones sociales y de DD.HH., además del asesinato de los medios de comunicación que pudieran ser hostiles a los arreglos cupulares consumados.
Si hay que rendirle homenaje a las pericias de la política, como a la ubicuidad de ciertos personajes, me sumo en reconocer a Patricio Aylwin como uno de los príncipes de estas prácticas tan acendradas en la historia universal. Pero, ciertamente, prefiero reconocerle el título de estadista a los que manifiestan de por vida una misma forma de pensar y actuar: son consecuentes e intransigentes y se hacen indispensables en interpretar el clamor contenido de los pueblos y de los pobres que siguen esperando ser redimidos, aunque muchas veces estas víctimas tropiezan con su propia ignorancia y la influencia nefasta del dinero en la política.
No hay duda que en materia de pensamiento en la Democracia Cristiana muchos fueron mejor que él como señeros conductores. Por otro lado, qué distancia existe entre Aylwin y la consecuencia de un Salvador Allende, la obstinación de un Nelson Mandela y el sacrificio, como el arrojo, de nuestros libertadores y genuinos padres de la Patria.
Que descanse en paz Patricio Aylwin con todos sus claroscuros. No me acomoda eso de que todos los muertos son buenos ni que la historia es certera en proclamar a sus héroes. Tampoco pienso que lo sucedido después de la dictadura es lo mejor que pudo pasar y que Patricio Aylwin administró una transición también en la medida de lo posible.
Seguimos pensando que todo habría sido mejor si hubieran llegado a La Moneda nuestros verdaderos líderes, quienes se propusieran asistirse por el pueblo altivo y movilizado; quienes hubieran aprovechado la derrota y el desprestigio profundo de las fuerzas armadas, como su tan probada cobardía.
Si hubieran ingresado a La Moneda quienes hubieran sabido valerse y legitimarse, además, en el apoyo y la asistencia de un mundo que acompañó la lucha contra el tirano esperando una solución democrática certera y estable. Porque ahora ya es tarde. Ya vemos lo desnaturalizada que está la política de la mano de los que llegaron a La Moneda y se acomodaron en el Congreso Nacional, de quienes tienen que construir mitos como el de Aylwin para sostenerse en el poder

JUAN PABLO CARDENAS S.

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 850, 29 de abril 2016)

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