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Los hijos tarambanas
La mayoría de mis amigos tiene algún hijo tarambana. Yo les digo que uno entre tres no es tan mal promedio, pero no se convencen.
Yo tengo dos y ninguno es juerguista ni tampoco nini. Será porque se educaron en Cuba. Ahí repetían todos los días en el colegio: ¡“Pioneros por el comunismo, seremos como el Che!”. Y se les quedó pegado ¿van a creer? Trabajan mucho pero son pobretones los dos, dicen que no se puede tener mucha plata y al mismo tiempo ser como el Che.
Pero muchos otros jóvenes -ya no tan jovencitos, más bien cuarentones-, los hijos de la dictadura y del exilio, sí que han salido complicados. Sus padres trabajaron con el presidente Allende, lucharon contra la dictadura o se ganaron difícilmente los porotos en el exilio. Para los hijos esos padres son unos héroes, unos superman y superwoman. No necesitan nada aunque ya sean viejujos setentones u ochentones y estén bien jodidos. Los muchachos se dan el lujo de no estudiar, de no trabajar. ¿Qué importa, si la mamá es una mujer macanuda y ha aguantado cosas mucho peores?
Van a una discoteca de mala muerte y luego los amigos los dejan solos, sin plata para pagar. ¿Y qué se les ocurre a los perlas? Pues llamar al papá de 76 años para que vaya a rescatarlos.
Antes no era así, por dios. Bueno, yo siempre acordándome de antes, pero es verdad. Ni en sueños se me habría ocurrido llamar a mi papá aunque hubiera tenido que quedarme toda la noche lavando platos. Comenzando porque a las niñas nos exigían llegar a la casa antes de las doce de la noche y los muchachos que nos invitaban eran objeto de un riguroso escrutinio. “¿Quién es este joven, quién es su padre? ¿Cómo me dijiste que era su apellido? Pues no, no lo ubico”. No se aceptaban Errázuriz, Larraínes y ni siquiera Orregos. Tenía que ser un apellido conocido en la Izquierda o al menos que fuera de Chillán. Ahora veo que en el gobierno hay montones de Eyzaguirres, Larraínes y otros con muchas erres. ¿Será por eso que estamos tan mal?
En los años 50 ó 60 nosotros no éramos tarambanas pero en cambio éramos políticos. Nos apasionaba la política, queríamos hacer un mundo nuevo, un mundo a nuestra imagen y semejanza, sin que se nos ocurriera preguntarle a nadie si nuestra imagen y semejanza le gustaba o no.
Nuestros padres no nos buscaban en las discotecas sino en las marchas de protesta y vivían asustados de que nos fuera a pasar algo. Y de repente sí pasaba; por ejemplo el 2 de abril de 1957, en una manifestación contra el aumento del pasaje de las micros, le dispararon a la compañera Alicia Ramírez, estudiante de enfermería. Se escucharon unas explosiones y yo pensé que eran bombas lacrimógenas, pero no, eran balazos. En la noche se supo que la compañera había muerto y para qué les digo la que se armó. Al otro día continuaron las manifestaciones pero a mí no me dejaron ir, mi papá me encerró en mi dormitorio. Me pregunto si ahora algún padre va a poder encerrar a un hijo para que no vaya a un desfile estudiantil, a una tocata de rock o a un partido de fútbol que se sabe que terminará en despelote.
Nuestra vida fue dura pero llena de fe: los mañanas que cantan estaban a la vuelta de la esquina. La vida de estos jóvenes cuarentones de ahora es pura desesperanza, no creen en nada, no ven ningún futuro. No quieren estudiar ni trabajar, sólo divertirse.
¿Qué hacer con estos hijos? Pienso que hay que tratarlos a patadas, no queda otra. Mi amiga Carmelita tiene 72 años, una pensión de exonerada de 200.000 pesos y completa el mes haciendo traducciones durante 14 horas diarias. Su hijo Raulito, cerca de los cuarenta, vive con ella y por supuesto que no tiene oficio ni beneficio. Ella le hace unas empanadas riquísimas, unos pollitos rellenos portentosos, le lava y le plancha la ropa, le hace la cama a las 12 del día porque el tipo se levanta a las 11. Yo le digo: “Carmelita, tú has trabajado toda la vida, estuviste presa durante la dictadura, trabajaste en una fábrica de tornillos en Rumania a pesar de que eres socióloga. Entonces ¿por qué aguantas a este huevón?”.
Pues un día me hizo caso y lo echó a la calle porque destrozó la computadora, el instrumento de trabajo de su madre. Esa misma noche sentí unos golpecitos en mi puerta: era Raulito. “Tía, ¿me dejas entrar un momento? Es que está lloviendo y estoy empapado…”. Ya lleva aquí tres meses, durmiendo o viendo la televisión. No le gustan mucho mis empanadas pero se las come. Le hago la cama porque no la voy a dejar toda revuelta, qué dirían mis hijos cuando vengan a visitarme. Mientras tanto Carmelita se consiguió un novio, un argentino bastante más joven que ella, con buena situación y se fueron de vacaciones a Bariloche. Bien hecho, digo yo, se lo merecía, pobrecita.
Margarita Labarca Goddard
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 826, 17 de abril, 2015)
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