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Eterno castigo del silencio
MAUSOLEO de la familia Del Carril-Domínguez, Cementerio de la Recoleta, Buenos Aires.
Llegué al Cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires. Recorrí las avenidas formadas entre los mausoleos de mármol, preciosas esculturas, bronces, vitrales y corroído fierro que dejan ver urnas de caoba y otras maderas incorruptibles donde se guardan los huesos de los próceres. Congregación de los privilegiados de esa tierra: políticos, militares, comerciantes, banqueros, profesionales connotados. Cada nombre es una página de la historia oficial. Busqué la tumba de Anuarí (Horacio Ramos Mejía), el desdichado amante de la aún más desdichada Teresa Wilms Montt. Después ubiqué la de la familia Del Carril, erigida entre los mausoleos de Leloir, Premio Nobel de Química, Pueyrredón, director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, y otros próceres.
Delia del Carril supo deslindarse por completo de sus antepasados oligarcas y siguió su camino de artista, rebelde y militante. En las conversaciones con ella (conforman Hormiga pinta caballos. Delia del Carril y su tiempo, RIL, 2006), una vez recordó a su abuela Tiburcia, pero era reacia a mentar sus orígenes. De sus progenitores sí hablaba con mucho amor. Jamás olvidaría a su padre que le enseñó a cabalgar cuando ella tenía cinco años. Callaba herida al evocarlo. Tenía quince años cuando él se suicidó de vuelta de la misa de réquiem celebrada al año justo de la muerte de su madre. Víctima de la depresión, salió al jardín, en casa de su hermana Julia, y se pegó un tiro.
Contemplé el busto de Tiburcia Domínguez de del Carril (1814-1898). El rostro de la orgullosa dama delata su fuerte carácter. Le habían mutilado una oreja para arrancarle la perla del aro; la otra oreja lo conserva. ¿Cómo habrá hecho el escultor para fijar las grandes perlas? Una oreja mutilada, la otra intacta. Hay algo misterioso en ese busto. Atrás, meditativo, Salvador María del Carril permanece sentado en su sillón de mármol. En lo alto del espléndido mausoleo, un ángel viejo de alas no tan enormes, el Angel del Tiempo, sujeta con una mano una guadaña y con la otra alza un reloj de arena. Este monumento encargado por Tiburcia al escultor Camilo Romairone es una construcción monumental, cuya parte más destacada la constituye un baldaquín -dosel sobre columnas-, en forma de aguja coronada con la figura de Cronos, Dios del Tiempo.
Delia del Carril solía decir: “Soy vasca bruta”, aludiendo a sus ancestros maternos, para justificar su tenaz pasión, la misma que la convirtió en artista inolvidable cuando estaba vieja y sola. Difícil saber si su contumacia y rebeldía provenían de sus ancestros, pero por algo se dice: aquello que se hereda no se hurta. Su padre Víctor del Carril Domínguez -hijo del matrimonio de Tiburcia con Salvador- casó con Julia Iraeta Iturriaga y tuvieron dieciocho hijos.
El abuelo Salvador María del Carril, hijo de Pedro Vázquez del Carril y María Clara Rosa y Torres, nació en 1789 en San Juan, provincia de la que fue gobernador. Educado en la Universidad de San Carlos, en Córdoba, y discípulo del dean Funes, se doctoró en leyes en el año 1816. Durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, Salvador María, unitario, masón y liberal, tuvo que exiliarse. Había implantado en su cargo de gobernador una Constitución laica, inspirada en el modelo británico, que causó su caída. Exiliado en Buenos Aires, asesoró a Juan Lavalle y fue el impulsor del fusilamiento de Manuel Dorrego.
Refugiado en Uruguay, casó con Tiburcia Domínguez el 28 de septiembre de 1831. Esta, hija de José Luciano Domínguez y María Luisa López Carmelo, tenía diecisiete años y su esposo, cuarenta y siete. El exilio fue duro, Tiburcia lo soportó con entereza y para paliar las escaseces fabricaba jabón que vendía en el vecindario. Tuvo diez hijos. Solo regresarían cuando Rosas fue derrotado en la batalla de Caseros, en 1852, por un ejército al mando de Justo José de Urquiza, quien fue nombrado presidente de la República y Salvador María del Carril, vicepresidente. Tras la reincorporación de la provincia de Buenos Aires, el presidente Bartolomé Mitre lo designó ministro de la Corte Suprema de Justicia. Hábil en diplomacia y negocios, Del Carril adquirió entre otros bienes una estancia de 130.000 hectáreas en la actual provincia de La Pampa. Su figura ha sido denostada por quienes le reprochan su soberbia, un liberalismo cuyos principios no supo defender y su enriquecimiento de dudoso origen durante su periodo de seguidor de Urquiza. Su conterráneo Domingo Faustino Sarmiento destacó su erudición y su vocación europeísta.
Parecían un matrimonio armonioso y feliz, pero los conflictos y discordias iban en aumento, en la medida que ella gastaba en compras diversas, excesivas a juicio de él. Salvador consideraba a Tiburcia derrochadora compulsiva, loca por los vestidos de moda, joyas y exquisitos perfumes. Sostuvo una última conversación con su mujer, le pidió que no continuara con ese despilfarro, pero ella lo hallaba demasiado cicatero y no le hizo caso. Colmada su paciencia, Salvador María del Carril solicitó publicar en los principales diarios de la época, El Nacional, La Nación, La Tribuna y otros, la siguiente nota: “No me haré responsable del pago de nuevas deudas de la señora, y solicito se le suspenda definitivamente el crédito”. La publicación fue la comidilla de la alta sociedad, y semejante bochorno humilló tanto a Tiburcia, que jamás volvió a dirigir la palabra a su esposo. Convivieron más de medio siglo, pero durante treinta años Tiburcia no le habló. No le respondió pregunta alguna. No lo miró. Se dice que cuando le fue comunicada la muerte de su marido, solo se limitó a preguntar: “¿Cuánta plata dejó?”.
Salvador murió en 1883 y su viuda heredó inmensa fortuna y dejó de sufrir la estrechez a la cual la tenía sometida su cónyuge. Finalizado el duelo, convocó al arquitecto francés Alberto Fabré con artistas italianos y franceses para que en tierras que poseían en Lobos, construyeran una espléndida residencia. La casa colonial que Del Carril había comprado, con su patio y el típico aljibe, rodeada por una verja, fue destinada a los peones y muy cerca de ella Tiburcia hizo levantar un espléndido palacete de estilo francés. Contaba con tres plantas, salones, biblioteca, capilla y dependencias para albergar a los huéspedes. El interior fue adornado con espléndidos tapices, altos espejos que destacaban la escalinata y diversos rincones con objetos suntuosos; los techos y paneles fueron decorados por artistas franceses. Lo inauguró en junio de 1895, al cumplir ochenta y nueve años. Esta casa fue escenario de fastuosas fiestas de la sociedad bonaerense, en especial en el día del cumpleaños de su dueña. Llegaban los invitados en un tren especial y seguían en coche; viajaban también cocineros, proveedores, músicos, floristas. Este edificio patrimonial sigue en pie. Aún subsisten los cielorrasos y paneles de delicados motivos florales y paisajes. El parque, diseñado por el paisajista Carlos Tays, poseía doscientos cuarenta especies de árboles y plantas.
Pero ni el cumplimiento de sus sueños y deseos ni el esplendor de tanto lujo impidieron que Tiburcia del Carril atenuara su odio y dolor. Encargó un magnífico mausoleo en el Cementerio de la Recoleta a Camilo Pomairone y pidió que su busto fuera colocado de espaldas al monumento de Salvador María. Esa posición es la muestra en mármol del rencor acumulado durante la vida en común: “No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad…”, ordenó.
Virginia Vidal
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 826, 17 de abril, 2015)
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