Punto Final, Nº779 – Desde el 19 de abril al 2 de mayo de 2013.
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Lollapalloza: rock, pero sobre todo negocio

 

Lollapalooza es un festival itinerante que surgió como una expresión del rock estadounidense estilo grunge, de comienzos de los noventa. Hoy, es un espectáculo publicitario de masas que se compara al marketing y el auspicio empresarial del Festival de Viña.
Lollapalooza es un hecho inaudito en la historia de la música rock y en los mercados, las agencias de publicidad y la globalización corporativa. Un festival que surge en el corazón de Estados Unidos, se pasea más tarde desde la costa Este a la Oeste, se instala por unos años en Chicago y poco después salta, sin escalas, a Santiago de Chile. Un extraño fenómeno que puede explicarse con más exactitud bajo las teorías de los flujos de capital y la inversión extranjera, que por las teorías de transferencia cultural. Es industria, aunque también cultura; por cierto que entretenimiento. Es una mezcla de difícil digestión, pero de gran seducción. Como una hamburguesa que aún mantiene los aromas naturales bajo las salsas artificiales.
¿Qué tiene que ver un riff de guitarra eléctrica bajo el amparo de Coca Cola o Claro? En más de un borde esta estructura, diseñada más por un grupo de ingenieros comerciales y expertos publicitarios que por gestores culturales, no calza. Es un artefacto chirriante para aquellos que aún estiman que el comercio y los grandes negocios terminan por contaminar hasta los más nobles ideales.
Lollapalooza es una marca que ha pasado por varias manos. Hoy envejecida, o tal vez restaurada y recauchutada, es un producto más del libre mercado globalizado. La historia del festival durante la década de los noventa tuvo oscilaciones, que nunca trascendieron las fronteras de Estados Unidos. Tras algunos años de interrupción y cambio de manos, reaparece en Chile en gloria y majestad en 2011. Desde entonces, no ha parado de crecer. Si en su primera versión logró reunir a poco más de cien mil personas, en 2012 llegó a 150 mil y en la más reciente versión, superó un número similar, con entradas cuyo precio promediaba los 50 mil pesos, aun cuando la VIP llegó a 190 mil pesos por los dos días. La maquinaria crece y crece, ahora apuntalada por el sector financiero, que alimenta desde hace unos años toda la oferta del consumo masivo. Aun cuando el informe crediticio no es público, este tipo de eventos ya forma parte de la cartera de préstamos de la banca y el retail.
La pregunta que cabe hacerse es por qué funcionó en Chile. Como en todos los negocios, aquí hay un factor de riesgo. Una aventura que ha sido plenamente exitosa para sus promotores. Según la prensa, la inversión para este programa, con la participación de algunos artistas consagrados, es de diez millones de dólares, con unas ganancias que tienen a los inversionistas frotándose las manos. Más que un evento cultural, este es un espectáculo de masas reforzado por todo el andamiaje publicitario mediático. Carteles callejeros, menciones en televisión, cobertura de prensa privilegiada para levantar este show-business como el gran evento de fin del verano chileno.
Las inversiones cruzan fronteras, continentes, se esparcen y se untan en todos los rubros. De la educación a la salud, de los celulares a la cerveza, de los seguros a la televisión y el entretenimiento. Los grandes conciertos y festivales han venido a apuntalar a la industria discográfica, hoy resentida por el pirateo y la multiplicación de copias en otros formatos. El negocio se ha ampliado con la construcción de recintos especializados que nos recuerdan, por la extrema segregación de las localidades, aquellos teatros de ópera del siglo XVIII y XIX.
Paul McCartney tocó gratis en México ante cientos de miles durante la misma gira que aquí tuvo precios históricamente altos. En Chile, como en todo ámbito de la vida humana, la música y la cultura son también áreas privatizadas y nichos de negocios, un fenómeno que hemos terminado por mirar como si fuera parte de la naturaleza. ¿Es muy descabellado pensar que la cultura puede ser un bien de libre acceso? ¿O por lo menos, subsidiado?

Paul Walder

 

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 779, 19 de abril, 2013)

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