Punto Final, Nº768 – Desde el 12 al 25 de octubre de 2012.
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Apolíticos de PVC


En una plazoleta de la Avenida Vicuña Mackenna se pueden contar treinta y tres carteles del mismo candidato en no más de cien metros cuadrados. En una calle de Estación Central, cada uno de los veinticuatro postes que hay en tres cuadras de una población, luce el mismo candidato a cuatro metros de altura.
La proliferación de cartelitos de PVC debería ser considerada una plaga contaminante, no solo por afear el paisaje de la ciudad, sino por considerar a la gente como sujetos similares a un animal al que es posible adiestrar mediante la reiteración infinita de la misma orden o sugerencia. Los “creativos” de esas jornadas electorales tienen el convencimiento que la gente va a votar por el sujeto más veces repetido en parques, calles, plazas, árboles, postes, pilares, esquinas, techumbres, ventanas, marquesinas, cables, camionetas, prados, estacionamientos, pedestales, armazones, jardines y luminarias. A alguien se le ocurrió que votar es algo parecido al resultado del experimento de Pavlov, cuyo perro saliva ante la presencia de un estímulo. El criterio es el mismo: se instala una imagen reiterada hasta el hastío, para que ésta genere la conducta deseada: salivar, es decir votar, por determinado candidato, como un reflejo condicionado.
En muchos carteles, codo a codo con los más disímiles candidatos, se pueden ver ministros en ejercicio, postulantes a primarias, incluso, más raro, al actual presidente. Pero quien más se repite en esos cartelitos es la ex presidenta Bachelet, sonriente, con una genuina cara de “yo no fui”. Resulta extraño que la más ausente de las personalidades políticas del país sea la que más se ve en todas partes.
Los directores de las orquestas electorales saben que con sujetos con poca racionalidad y una bien dotada cantidad de babas, no es necesario perder el tiempo en explicarles programas, principios o reformas. Simplemente basta con falsificar una fotografía con esos personajes fantasmas que aparecen sonrientes y amistosos, colgarlas en alguna parte visible y luego sentarse a esperar. Las ideas y los debates que deberían estimular las elecciones, en las que se supone que se enfrentan visiones distintas del país y la sociedad, fueron reemplazados por esos artilugios plásticos que han venido a suplirlo todo en términos de intercambio de ideas. Peor aún, esas sonrisas fáciles, limpias y atractivas, impresas a todo color, han sido desprovistas de los símbolos que identifican a partidos y coaliciones políticas. Más bien parece que se está en presencia de competencias de alianzas de centros de alumnos de liceos o clubes de barrio. Tal es el completo apoliticismo que se desprende de esas palomitas de PVC.
Si no fuera porque, en efecto, esos mensajes instalados en el subconsciente de la gente cumplen con el propósito de desinformar y manipular, serían un ejercicio inofensivo. Pero esta forma de hacer apolítica tiene como efecto espantoso la elección de concejales, alcaldes, diputados, senadores y presidentes. Y por esa vía, sin que se haya cruzado una idea, ni se haya contrastado un minuto de la historia del país, esos sujetos manipulados por la no información de los cartelitos dejan una estela trágica de políticos estafadores, corruptos, abusadores, sinvergüenzas, que no van a trepidar en apalear estudiantes, balear mapuches, arrasar la biósfera, vender lo que pillen malparado, y mentir por el lapso que la ley y la Constitución les confiere.
Pero luego de pasadas las elecciones, y vuelto todo a la normalidad, ¿adónde van a parar las sonrisas plastificadas de los millones de carteles, una vez que se consuma el chamullo de las elecciones tal como han venido siendo en el último cuarto de siglo? ¿Al desván de las sonrisas perdidas? ¿Al cementerio de las buenas intenciones? ¿Al botadero de las caras fotoshopeadas?
La gente manipulada por el expediente simple de los cartelitos apolíticos de PVC es una fuerza descomunal que, desorganizada y todo, ha sido la que ha fundado este país. Sin intelectuales orgánicos artificiales, sin comisión política de plástico, sin una filosofía de la práxis colgada en los alambres.
Sus opiniones políticas se han reducido a expresiones tales como “vote por quien vote, igual tengo que levantarme a trabajar”. O “los ricos son necesarios, porque sin ellos no habría riqueza”. No dudan en repetir que la política es cochina. Y serán los primeros en conocer el nuevo mall de la ciudad de Castro. En Valparaíso, se van a indignar por la resolución que prohibe construir uno en el mejor lugar del puerto. Si usted ve una fila para pagar telefonía fija, celular y televisión con trescientos canales, y la mitad está leyendo Las Ultimas Noticias y la otra La Cuarta, ahí hay varios. Es gente que trae la insignia de un club tatuada en la piel y jura que es suyo. Y sostiene con el más profundo convencimiento que cumple con su deber cívico porque no quiere perder su voto.
Esta última es una frase trascendente como pocas en la historia del país. Ni la arenga de Prat saltando al abordaje, ni la despedida de O’Higgins a la Escuadra Libertadora se le igualan. Quizás sólo esté a la altura del último discurso de Salvador Allende, en solemnidad y trascendencia.
En esos días de votaciones esa gente va tempranito a cumplir con la patria, bien vestidos, alegres, peinaditos, emocionados, repitiendo letra y número que leyeron en centenares de miles de cartelitos de PVC. Luego, en la tarde, con sus amigos y vecinos, seguirá con cierto nerviosismo los resultados. Y sonreirá satisfecho si no perdió el voto.

Ricardo Candia

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 768, 12 de octubre, 2012)

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