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El kairós de Pierre Dubois
Pocos hechos logran expresar con nitidez un periodo histórico develando las tensiones invisibles que le atraviesan. El funeral de Pierre Dubois, el 1º de octubre, puede ser entendido dentro de esos raros instantes. La escena muestra una multitud abarrotando a tope la catedral de Santiago, colmando todos los espacios y desbordándose hasta llenar buena parte de la Plaza de Armas. Han llegado luego de caminar por más de cuatro horas desde la parroquia de la población La Victoria, homologando el recorrido del funeral de André Jarlán, hace 28 años. Es una muchedumbre de estudiantes, organizaciones mapuches, colectivos poblacionales, agrupaciones culturales, defensores de derechos humanos, sindicalistas, organizaciones de mujeres. Todos gritando, moviéndose, aplaudiendo, avivando, mientras transcurren los formalismos de una aséptica liturgia romana, pensada más para ángeles que para personas. Frente al altar, el arzobispo Ricardo Ezzati, sentado muy serio, con sus ropajes suntuosos, afirmado en el báculo y coronado por la mitra episcopal. No hay autoridades de gobierno, pero varios políticos de la oposición han concurrido y son pifiados ruidosamente.
Los periodistas de los medios corporativos se ven incómodos. No saben cómo pautear la noticia: ¿Es una eucaristía? ¿Una protesta? ¿Una actividad religiosa? ¿Una manifestación social? Pero no son los únicos que no entienden el acontecimiento. A esa hora, el presidente de la República ya ha desatado todo tipo de comentarios luego de decir: “Hablando de solidaridad, quisiera reconocer y agradecer la labor de un padre que dedicó treinta años de su vida a trabajar por los vecinos de la Población La Victoria: el padre Pierre Dubois… También él dedicó su vida, al igual que la Teletón, a hacer más fácil, más grata y más feliz, la vida de aquellos que parten con más dificultades y esa es la esencia de la justicia”.
Para entender la escena de la catedral podemos recurrir a una distinción propia de la cultura griega. Para ellos el tiempo transcurría en tres niveles: existía el tiempo de los dioses, al que llamaban aión y que era eterno e inmutable. Luego estaba el tiempo de los seres humanos, con un principio y un final, al que llamaban chrónos. Esa es nuestra vida cotidiana, en la que se suceden los encuentros, contratos e intercambios del día a día. Es el tiempo que medimos con el reloj y calculamos con el calendario. Y por último, concebían un tercer tipo de tiempo, al que llamaban kairós. Era sólo un instante, pero en su corta duración ese suceso se convertía en un momento revelador, una oportunidad precisa en la que se mostraba algo importante. Siempre era un acontecimiento imprevisible, que dejaba al descubierto la trama oculta del chrónos, haciendo evidente lo que no vemos, o no queremos ver, en nuestra vida ordinaria.
La muerte de Pierre Dubois ha supuesto un kairós de primer orden. En torno a su funeral se pusieron en evidencia las distintas reacciones de la sociedad: la emoción desbordada de los pobladores, la inocultable incomodidad de la jerarquía eclesial, la engorrosa irritación del gobierno, el oportunismo de la oposición, el desencaje de los medios de comunicación y las muestras de admiración de la enorme mayoría de los chilenos.
Si algo caracterizó la vida cotidiana de Pierre Dubois fue su absoluto anonimato. Al venir a Chile en 1963, como asesor del Movimiento Obrero de Acción Católica (Moac) optó por vivir en un chrónos en que se sucedían las vidas invisibles de los más pobres, ya sea en Pudahuel, Quinta Normal, Lo Espejo o La Victoria. Un cura obrero, viviendo en el tiempo anónimo de los trabajadores, preocupado de acompañar corajudamente las miserias de los olvidados y sus luchas de sobrevivencia, por medio del Comprando juntos o del Vaso de leche. Otro detestable “cura rojo” para los poderosos: lejos de las mesas de los grandes benefactores y filántropos católicos, muy lejos, también, de los pasillos de la curia episcopal.
Hasta que un acontecimiento inesperado, un kairós trágico, lo situó como testigo excepcional del terrorismo de Estado. Cuando el 4 de septiembre de 1984 Pierre Dubois encontró en su habitación, muerto por las balas de Carabineros a su compañero André Jarlán ya no pudo volver al chrónos en quevivía. “Esa bala era para mí” comentará más tarde. Desde ese instante, pasó a ser un ícono viviente, o en palabras del Departamento de Estado de EE.UU., una “espina muy irritante” del régimen. Tan irritante que el entonces subsecretario del Interior, Alberto Cardemil, decidió, en septiembre de 1986, aprovechando la coyuntura abierta por el atentado al dictador, expulsarlo de Chile a golpes de culatas. Pero la espina irritante, que pensaron que se podía arrancar, siguió clavando muchos años más.
En 1990 Pierre Dubois regresó al chrónos de Chile. Nuevamente se sumergió en la vida dura y anónima de la población. El arzobispo de Santiago, Carlos Oviedo, lo destinó a Lo Espejo, evitando reinstalarlo en su parroquia de La Victoria. Tanto a los obispos como al nuevo gobierno de la Concertación les interesaba “normalizar” al país. Y para eso había que dar vuelta la página, hacer como si nada, o casi nada, hubiera pasado. La ola de la desmemoria forzada comienza a penetrar por los circuitos del poder civil y religioso. Al mismo tiempo, el capital social acumulado en las poblaciones durante la dictadura, bajo la forma de redes de reciprocidad y capacidad de organización, se comienza a desarmar, dando espacio a las mafias, al narcotráfico, a la ignorancia, a la atomización, a la violencia.
Por su parte, la jerarquía católica se arrellanó fácilmente en los círculos más acomodados. Son años en los que los discípulos de Fernando Karadima accedieron a los más altos cargos episcopales, y coparon las vicarías zonales y puestos de formación del clero de Santiago. Los Legionarios de Cristo y el Opus Dei comenzaron su brutal guerra comercial por atraer a la nueva elite económica. En el lenguaje episcopal desapareció toda referencia a la injusticia social, a las desigualdades o los abusos laborales. En su reemplazo apareció una nueva “agenda valórica” para acometer contra los nuevos demonios: las Jocas y la educación sexual escolar, la píldora del día después, el aborto terapéutico, el divorcio, la ley antidiscriminación, el acuerdo de vida en común. Se anunció una crisis moral, basada en el relativismo, que amenazaba con hundir al país en la lujuria y el descontrol.
EL DESPLOME DE LA CONFIANZA EN LA IGLESIA
Durante esos años muy pocos quisieron recordar a Pierre Dubois. Y Pierre tampoco buscó notoriedad. Pero la espina de su ejemplo, el aguijón de su testimonio, siguió clavando en las conciencias de muchos. En diciembre de 2000 su salud se resquebrajó y un grupo de parlamentarios presentó apresuradamente un proyecto para concederle la nacionalidad por gracia. Y a pesar de los años, la espina irritante seguía clavada en su sitio tan firmemente, que la moción fue rechazada en una primera votación por 21 votos contra 20, con el voto unánime de las bancadas de senadores de la UDI y RN. Incluyendo a los actuales ministros Andrés Chadwick y Evelyn Matthei y los senadores Carlos Cantero, Hernán Larraín y Jovino Novoa.
Lo contradictorio de este proceso es que el tiempo se encargó de deshojar los nuevos fastos y lujos eclesiales. El eco de los escándalos de pedofilia comenzó a escucharse muy pronto en Chile. En 2002 el obispo de La Serena, Francisco Javier Cox, es enviado secretamente a un convento en Alemania. En 2005 es condenado por abusos sexuales José Andrés Aguirre, un arquetipo del nuevo clero del “sector oriente”. Y desde entonces la lista de acusaciones se ha hecho larga. Incluye las condenas a Marcial Maciel y Fernando Karadima y las indagaciones a John O’Reilly, Cristián Precht y al obispo de Iquique, Marco Antonio Ordenes.
Era evidente que Iglesia y sociedad habían llegado a un nivel de desencuentro y desafección sin precedentes. A tal nivel, que el sociólogo Alberto Mayol, en su presentación ante Enade en 2011(1), optó por ejemplificar el derrumbe de la confianza ciudadana en las instituciones mediante el caso de la Iglesia Católica. De acuerdo a Latinobarómetro, en 1995 el grado de confianza en la Iglesia llegaba al 80%, mientras en 2011 sólo llegó al 38%. Un desplome rotundo de 42 puntos en 16 años.
Es evidente que los escándalos de abuso sexual han contribuido de forma importante a esta caída. Pero no es el único factor. Se configuró lentamente un desfase de proyectos entre la Iglesia y la sociedad, que en cierta forma se ha llegado a percibir como dicotómico, de tal forma que el episcopado, que hasta los años 80 se percibía como un factor de estabilidad y un garante de derechos, se convirtió en una institución en abierto antagonismo con las demandas masivas de la ciudadanía.
Basta recordar que en 2006, mientras el país se conmovía por la “revolución de los pingüinos”, el presidente del área de educación de la Conferencia Episcopal, obispo Héctor Vargas, salió en defensa del “lucro legítimo en el sector” y convocó a una serie de congresos de educación católica para contrarrestar las críticas estudiantiles. En los años siguientes, a medida que el conflicto se fue agudizando, se conformó una santa alianza entre el episcopado, la Federación de Instituciones de Educación Particular (Fide) y los intereses empresariales representados públicamente por las ex ministras Mariana Aylwin y Mónica Jiménez de la Jara, al punto en que sus discursos se hicieron equivalentes e intercambiables.
En estas décadas, en las únicas ocasiones en las que la Iglesia Católica mostraba que habitaba en el chrónos, en el tiempo y en el espacio real de las personas, dejaba en claro que su ámbito de atención estaba muy restringido a áreas como la sexualidad humana, en la que no tenía autoridad para pontificar. O en ámbitos en los que tenía fuertes conflictos de interés económico, como en la educación. En el resto de los asuntos, la Iglesia Católica parecía vivir en el aión, en un tiempo fuera del tiempo, tan eterno e inmutable como irrelevante.
En la alta jerarquía se consolidó una extrema intolerancia a las críticas internas. De tal forma, el clero progresista y sectores lúcidos del clero conservador se vieron apabullados por sanciones, cambios repentinos de destino, reprimendas directas e indirectas, censuras, disminución de presupuestos, jubilaciones anticipadas, etc. En ese contexto, muchos optaron, como Pierre Dubois, por no desgastarse en un debate imposible y seguir el camino desde abajo y mantener una Iglesia de los pobres en contextos locales, muy acotados, pero significativos. Por ejemplo, el padre Mariano Puga se fue a vivir con las comunidades chilotas, un grupo de jesuitas jóvenes abrió nuevas comunidades en territorio mapuche, Ronaldo Muñoz y sus compañeros de los Sagrados Corazones exploraron en la zona rural de Río Bueno y luego en Nueva Lo Espejo. Muchas congregaciones religiosas femeninas optaron por insertarse en ambientes populares, acompañando la vida de los excluidos. Se podría nombrar una larga lista de nuevas “espinas irritantes”, invisibles a nivel macro-social, pero poderosas a nivel micro, que han incidido en la defensa de comunidades afectadas por graves daños ambientales por causa de la minería y las industrias extractivas, por flagrantes abusos patronales, situaciones de violencia machista o racista, entre muchas otras.
Por esta razón Mariano Puga comentaba en el funeral de Dubois: “Yo me pregunto qué Iglesia pierde credibilidad. ¿La Iglesia de La Victoria? ¿La de las comunas? Esas no han perdido credibilidad”. Pierre Dubois comprendió esa realidad y optó también por mantenerse como una espina incrustada: en el mundo de los pobres ayuna por la liberación de los presos políticos mapuches, acompaña a los jóvenes drogadictos de La Victoria y, por supuesto, respalda a los trabajadores del Moac. Una espina invisible, pero no por ello menos incómoda para (…)))
Alvaro Ramis
(1) http://www.albertomayol.cl/wp-content/uploads/2011/11/ENADE-ALBERTO-MAYOL.pdf.
(Este artículo se publicó completo en “Punto Final”, edición Nº 768, 12 de octubre, 2012)
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