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Cristián Precht
Retrato en claroscuro
En las antiguas sociedades heroicas, cuya vida quedó reflejada en los relatos de Homero y en las sagas escandinavas, a nadie se le podía proclamar héroe mientras estuviera vivo. Y la razón era clara. ¿Qué ocurriría si Aquiles se acobarda en su última batalla? ¿O qué pasaría si en la hora final Príamo decide traicionar a Troya y rendirse ante Menelao? ¿O si Ulises, atado al mástil de su barco, termina por ceder a la tentación de las sirenas? El heroísmo en Homero o en los relatos nórdicos era resultado de una vida completa, a la que se puede juzgar porque está cerrada y acabada y por lo tanto, ninguna nueva acción o decisión del protagonista puede cambiar el curso de su destino. Este criterio nos permite recordar que todos nuestros juicios morales son siempre provisorios. Quien por justas razones nos parece el más virtuoso de los hombres puede tomar en el futuro opciones que contradigan los actos que nos han causado admiración. O por el contrario, el más despreciable de los granujas, puesto en un trance decisivo, puede llegar a realizar actos de una honestidad y generosidad impensables.
Cristián Precht ha ocupado en el imaginario de nuestra sociedad el papel del héroe. Y las razones para tomar ese puesto son más que merecidas. Si entendemos al héroe como aquel que en situación de desventaja estructural, y a riesgo de su vida y sus intereses, es capaz de enfrentar con valentía a los poderosos buscando la justicia y la libertad, Cristián Precht, el primer vicario de la Solidaridad, debería ser considerado unánimemente como un héroe moderno. Pero como Homero nos previene, el heroísmo no es flor de un día, ni de un año, ni siquiera de una década. Es una suma compleja de coherencias que pocos son capaces de mantener durante toda su existencia. Conviene por lo tanto repasar la vida de Precht para desentrañar sus claroscuros. Tal vez este racconto nos permita abandonar al héroe para devolvernos a un ser humano cuya vida no está completa ni acabada, y por lo tanto, todavía puede darnos nuevas respuestas y explicaciones sobre lo que ha hecho y sobre lo que ha omitido.
EL VICARIO
El 16 de octubre de 1974 el cardenal Raúl Silva Henríquez nombró a Cristián Precht Bañados secretario ejecutivo del Comité Pro Paz. En ese momento, Precht respondía de forma prototípica al perfil del nuevo sacerdote formado desde las orientaciones del Concilio Vaticano II. Educado en el colegio Saint George, alcanzó a conocer como prefecto de disciplina al padre Gerardo Whelan, cuya sensibilidad y carácter apasionado describiera tan bien Andrés Wood en su película Machuca. En 1961 ingresó en el seminario diocesano, ordenándose presbítero en 1967. Entre 1969 y 1972 estudió liturgia en Roma, en un momento en que la Iglesia nacida del Concilio parecía abierta a una nueva espiritualidad, capaz de expresarse de forma activa por medio del arte, de las expresiones culturales locales y sobre todo, por medio de la sensibilidad de los laicos, protagonistas activos de la vida eclesial. Esta formación innovadora permitió a Precht, en cuanto secretario de una institución eclesial sin precedentes, ser capaz de hacer síntesis entre la labor jurídica y política que le era prioritaria, y a la vez mantener la conexión con la misión de la Iglesia, entendida como dignificación de la vida humana.
Cuando el comité Pro Paz se vio forzado a disolverse por presión del régimen militar, el cardenal Silva decidió responder a Pinochet constituyendo una nueva institución con rango propiamente eclesiástico. De esa forma nació la Vicaría de la Solidaridad el 1º de enero de 1976. Y en continuidad total con el Comité, Cristián Precht pasó a ser el primer vicario, cargo en el que se mantuvo hasta el 31 de marzo de 1979. Estos años, que han sido descritos de forma emotiva y conmovedora en la serie televisiva Los archivos del cardenal, nos dejan una imagen de Precht como “un hombre de una mente brillante, un gran líder, un hombre carismático”, como recordaba hace poco el abogado Nelson Caucotto.
EL PASTORALISTA
Por esta razón no es extraño que en la década de los 80 Precht ocupara un rol central al lado del cardenal Silva, como vicario general de pastoral, cargo que mantuvo con la llegada del cardenal Fresno, en 1983. Además, fue vicepresidente de la comisión encargada de organizar la visita del Papa Juan Pablo II en 1987. Es en ese periodo cuando la influencia de Precht alcanzó su mayor influjo, especialmente en la pastoral juvenil y territorial, a un punto en que su “estilo” llegó a estar presente en múltiples niveles de la sociedad, mucho más allá de lo eclesial. El sello Precht lograba aunar la sensibilidad social, el ansia de cambios políticos con un cierto emotivismo espiritual, capaz de abrirse e involucrar a quienes sin ser necesariamente católicos encontraban en la pastoral un cauce de expresión de su intimidad, en un ambiente de confianza y reciprocidad.
Se puede decir que en esos años, con una dictadura decadente y aislada, pero también con una sociedad civil arrinconada y “clandestina”, la Iglesia Católica ejerció de facto la hegemonía, en el sentido gramsciano de la expresión. La Iglesia se logró constituir como una institución capaz de ejercer “la dirección política, intelectual y moral” de la sociedad, por medio del consenso voluntario de la ciudadanía. Es cierto que la Iglesia no buscó esta posición, sino que la encontró fruto de las circunstancias. Pero una vez que la alcanzó, utilizó ese poder de forma estratégica. Fue la Iglesia Católica quien logró legitimar un nuevo “bloque histórico” que dio curso a los pactos de la transición y que ha gobernado el país desde entonces. Los nuevos partidos políticos y las nuevas instituciones sociales vinieron a habitar el territorio representativo que la dictadura había vaciado en 1973. Nacieron gracias a la bendición del “diálogo” de 1983, del “acuerdo nacional” de 1986, y de las “negociaciones” de 1989. Este proceso requirió de algo mucho más complejo que el simple poder del capital: necesitó de un poder ideológico entendido como un todo orgánico y relacional, encarnado en aparatos e instituciones, que logró unificar a largo plazo a quienes devinieron en la nueva clase hegemónica y que logró excluir a quienes no adhirieron al nuevo consenso.
En ese entramado ideológico la pastoral de Precht fue una cantera que logró movilizar a una amplia capa social, despolitizada y atemorizada, bajo dos consignas contradictorias y complementarias: “por la vida” (entendida como una crítica a la violenta represión dictatorial) pero también “por la reconciliación” (entendida como un reclamo de orden político y estabilidad económica). De esta forma, aportó la necesaria masividad y densidad social que requería el nuevo bloque histórico para socializar sus acuerdos.
LA CRISIS
En 1991, al momento de cerrar la Vicaría de la Solidaridad, el Arzobispado anunció que Cristián Precht se abocaría a una nueva tarea: fundar la Vicaría de la Esperanza Joven. Concluida la transición, era la hora de evangelizar. De capitalizar de forma orgánica, sacramental y cuantitativa la hegemonía alcanzada en los 80. Fue la época en que Precht era capaz de liderar a cien mil jóvenes que marchaban cada primavera “de Chacabuco a Los Andes”. Era un tiempo de grandes misas masivas que auguraban un futuro promisorio a la Iglesia chilena. Pero las cosas no fueron tan fáciles como se pensaba.
En primer lugar, la sociedad chilena cambió rápidamente. Si en los 80 la Iglesia disfrutaba de un cuasi monopolio de las “ofertas de sentido”, en los 90 va a encontrar competidores. Y muchos. Las subjetividades se redefinieron a ritmo galopante, se diversificaron las identidades personales y la pastoral, que sólo ayer era un ámbito de desarrollo social y personal interesantísimo, se comenzó a ver como un espacio anticuado y contradictorio. A la vez la pastoral de Precht ya no calzaba con los nuevos obispos, y las nuevas orientaciones de Roma. La síntesis que había logrado en dictadura entre lo personal y lo social, con un leve acento crítico y político, ya no calzaba con monseñor Oviedo, que prefería pontificar sobre la “crisis moral” de los jóvenes. Era preferible una pastoral de “multitudes”, que mostrara que la Iglesia todavía era importante y tenía convocatoria. Se abandonaron las comunidades de base y se puso énfasis en institucionalizar el nuevo prestigio eclesial por medio de universidades y colegios orientados a las nuevas elites emergentes.
Incluso el compromiso con los derechos humanos, que había marcado a fuego la identidad de la Iglesia chilena, comenzó a desteñirse. Primero en virtud de la “paz social”, se pidió privilegiar el perdón sobre la justicia. Luego, con monseñor Errázuriz Ossa, se pasó derechamente a una cerrada defensa de los victimarios, empezando por Augusto Pinochet, durante su prisión en Londres. Y el último signo en este giro involucró a Cristián Precht de forma directa, cuando presentó en 2010 el documento Chile, una mesa para todos que proponía que los condenados por delitos de lesa humanidad accedieran a beneficios carcelarios. Una propuesta tan incomprensible, dado el contexto de impunidad y privilegio que ha acompañado a estos criminales, que incluso el gobierno de Piñera se vio obligado a rechazar públicamente.
La Iglesia, poco a poco, año a año, se ennegreció y no sólo en sus ropajes. Fue perdiendo su ascendiente y su prestigio, y de ser la institución “legitimante” del orden social en la transición, pasó a ser un actor necesitado de legitimación. ¿Pero por quién? ¿Quién puede legitimar a una institución religiosa en el contexto de una sociedad diversificada y moralmente pluralista? ¿Y cómo legitimarse si las instituciones a las que legitimó (el Parlamento, partidos políticos, cámaras empresariales, la CUT) también han caído en una grave crisis de credibilidad y desprestigio?
EL OCASO
Precht, el vicario de la Solidaridad, no parecía encajar bien en el nuevo Chile de la desmemoria. Y Precht, el pastoralista, tampoco calzaba con la Iglesia de los macro eventos y de los “nuevos movimientos” orientados a lavar la conciencia de las elites económicas. Como nunca se le nombró obispo, aunque su influencia y prestigio eran mucho mayores, en 1995 se le designó secretario ejecutivo adjunto de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam). Un cargo con sede en Bogotá, en apariencia importante pero en la práctica muy burocrático y de escasa implantación territorial. Sólo regresará en 1999 como vicario de la zona sur de Santiago. Pero la Iglesia a la que volvió ya era otra Iglesia.
En 2002 se inicia un largo ciclo de escándalos sexuales que involucra a personalidades del clero. El primero en ser denunciado es el arzobispo de La Serena, Francisco José Cox, ex presidente de la comisión organizadora de la visita del Papa. Luego, en 2005, cae José Andrés Aguirre, el cura “Tato”, por abusos sexuales contra menores y estupro. Ese mismo año es condenado Víctor Hugo Carrera, en Punta Arenas, y en 2008 Marcelo Morales Vásquez, en Valdivia. En 2009 el sacerdote filipino Richard Aguinaldo en el Liceo Alemán del Verbo Divino de Chicureo y en 2010, el párroco de Curacaví, Ricardo Alberto Muñoz Quinteros. A fines de ese año José Angel Arregui Eraña en Viña del Mar y Francisco Valenzuela Sanhueza, en Putaendo. En 2011 se conoce el caso de la Madre Paula, superiora de las Ursulinas de Vitacura, y estalla el caso más bullado de todos: Fernando Karadima, líder de una Pía Unión Sacerdotal por medio de la cual influye en buena parte de las diócesis del país.
En ese contexto, la institución eclesial debe reaccionar. La defensa corporativa y la tradicional vista gorda ante los casos de abusos sexuales se deben abandonar, en vista a mejorar una reputación que cae en picada. Sea quién sea, y cueste lo que cueste. El 28 de junio de 2012 el arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, informa a la opinión pública que los sacerdotes Cristián Precht y Alfredo Soiza-Piñeyro han sido sometidos a una investigación preliminar por presuntas faltas basadas en “noticias verosímiles de conductas abusivas con mayores y menores de edad”. Como lo describió el propio sacerdote Marcelo Gidi, abogado a cargo de la investigación canónica, tradicionalmente las autoridades eclesiales “escuchaban la denuncia y no hacían nada o simplemente tomaban remedios secundarios, pero nunca juzgaron ni investigaron”. Después de tanta agua pasando bajo el puente ya no pueden hacer lo mismo.
Cristián Precht ha decidido defenderse. La denuncia involucra a una veintena de testigos, lo que da cuenta de su verosimilitud. Acude, bastante incomprensiblemente, a la asesoría de Raúl Hasbún, en cuanto abogado canonista. El debate estalla en las redes sociales y en columnas de opinión. Su familia y las víctimas de la dictadura recuerdan al pastor de la Vicaría. Pero otros actores intervienen para hacer referencia a los constantes rumores sobre su conducta sexual en los últimos diez años. Se argumenta que la CNI o la ultraderecha católica podrían estar detrás de una conspiración en su contra. Por otro lado, se hace ver la reciente “amistad” de Precht con Alvaro Corbalán, al que visita regularmente en Punta Peuco y al que ofrece escribir una carta dirigida al ministro Luciano Cruz-Coke. En definitiva, pareciera que nuestro héroe de ayer es mucho más incomprensible y contradictoriamente humano de lo que creíamos. Por eso, este proceso puede ser el momento para enterrar al héroe, y con él a todos los héroes vivientes. Y aprovechar la oportunidad de reencontrar al ser humano, que debería asumir sus vergüenzas con tanta dignidad como acoge los honores y los halagos. Pero mientras la investigación siga su curso y no tengamos al frente toda la información, de todas las partes y de todas fuentes, sólo queda acogerse, provisoriamente, a las palabras de Wiggenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor es callar”. Por ahora.
ALVARO RAMIS
(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 762, 20 de julio, 2012)
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