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Raúl Ruiz en
la lluvia del sur
AUTOR: HERNAN SOTO
Su muerte en Francia pareció repentina. Aunque las señales eran contundentes. Un diagnóstico de cáncer, un trasplante de hígado para salvarle la vida, tres meses en el hospital antes de recibir el alta bajo restricciones drásticas. No se le veía saludable. El entusiasmo estaba ahí, sin embargo: después del trasplante hizo una gran película (según los críticos europeos) Misterios de Lisboa, filmada en un Portugal que le parecía cercano. Vino a Chile a filmar. Se juntó con sus amigos en los lugares de siempre, volvió a París para morir allá “contra su voluntad”, como habría dicho Julio Barrenechea.
Vivió setenta años, casi cuarenta fuera de Chile, exiliado en Francia primero y luego como residente. Su vida fue sorprendente. Salió del país después del golpe, con 32 años; casi no tenía formación profesional y sistemática como cineasta, pero había hecho algunas películas, tres destacadas: La maleta, que apenas se recuerda ya que casi nunca se exhibe; Tres tristes tigres que quedó en la memoria por ser en esencia casi una obra verbal más que de movimiento y acción, en que se luce el castellano elusivo de los chilenos, nuestras muletillas y las dificultades para ser asertivos, con personajes de medio pelo que deambulan por bares y boliches en la noche santiaguina, con blancos y negros casi hirientes y penumbras misteriosas, mostrando vidas banales como aludiendo a películas italianas. Convertido en “maestro del cine”, Ruiz se quejaba que era imposible filmar en Santiago por la luz que baña con excesiva fuerza esta ciudad maculada por el smog, casi como en Argelia, añorando en cambio la luz del sur. La luz de su Puerto Montt natal a pocos kilómetros del archipiélago que no olvidaba. Y la tercera película, Palomita Blanca, filmada en colores antes del golpe militar, por lo que tuvo que espero veinte años para ser exhibida. Hubo también otras de compromiso, consonantes con los procesos de cambio de la Unidad Popular y del gobierno de Salvador Allende. Expresaban un pensamiento político que, en esencia, tuvo pocas variaciones.
En su biografía hay cosas portentosas. Antes de cumplir 21 años había escrito más de cien obras dramáticas. Muchas que eran seguramente simples esbozos o borradores apresurados, indicativas, sin embargo, de una potencia creadora y un ansia comunicativa que buscaba canales de expresión.
Le interesaban muchas cosas, también la política. La literatura lo apasionaba. Soportó las clases de derecho durante un tiempo y también los cursos de teología que le deben haber servido para no estudiarla a fondo. Ahora decía que “creía poco en Dios”.
Llegó exiliado en 1974 a Francia. Y tuvo que abrirse paso más o menos a pulso. Era extraordinariamente productivo. En su vida filmó cerca de doscientas películas, en 35 y también en 16 mm. No se restó al uso del video. Hizo largometrajes y también documentales. Improvisaba con facilidad y muchas veces iba armando el guión a medida que trabajaba. Sus actores fueron aficionados, simples extras y cuando tuvo buenos presupuestos, fueron actores famosos que muchas veces postergaban sus aspiraciones económicas por el honor de filmar con Ruiz, como Catherine Deneuve. Trabajó también con Marcello Mastroiani, John Malkovich, John Hurt, y otros.
Las primeras películas exhibidas en Francia, como Diálogos de exiliados y La hipótesis del cuadro robado provocaron molestia entre muchos exiliados que no estaban dispuestos a aceptar películas que se desviaran del cartabón marcado por la resistencia a la dictadura y la denuncia de sus crímenes. Menos se soportaban las notas de humor, la ironía y en ningún caso la mirada crítica. El cine de Ruiz se consideraba por muchos como “raro” (cargo que todavía se mantiene) y fue, curiosamente, uno de los motivos que la famosa revista Cahiers du cinema invocó para dedicarle un número especial en 1983 cuando aún Ruiz era poco conocido. Señaló: “...Todo el cine de Ruiz es ‘torcido’ porque es visto a través de curiosos prismas, siempre desnaturalizando la perspectiva clásica: un cine de ‘tuerto’ (que es el título de una de sus películas). Así como cada plano ruiziano lleva una marca, una cifra, o un secreto (un poco como Orson Welles y los más grandes), una torsión, él propone ejes de toma de vista imposibles, usa todos los trucos...”.
En 1980 el estreno de Las tres coronas de un marinero significó su paso a la celebridad.
A grandes trazos su historia fílmica tiene tres periodos. El primero, el periodo chileno ya mencionado. El segundo, su periodo francés, por así llamarlo, que incluye también Tres vidas y una sola muerte y Genealogía de un crimen, es culminado en 1997 con El tiempo recobrado, basado en la obra de Marcel Proust y finalmente, Misterios de Lisboa. Paralela a esta etapa está su regreso esporádico a filmar a Chile, desbordando fantasía y una búsqueda no estridente de raíces, en que vivos y muertos se mezclan con naturalidad y desparpajo y resuenan los ecos de viejos cuentos y tradiciones en medio de guiños culturales y sesgos humorísticos, sin perder de vista el habla de que hacemos uso, y los ángulos que permiten contar de maneras distintas la misma historia.
Nacido en Puerto Montt donde vivió su niñez, vuelve ahora a las lluvias de su país del sur y se queda en la memoria. Como un desafío que impele a conocerlo bien, porque muchas de sus películas nunca pudimos verlas.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 741, 2 de septiembre, 2011
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