Edición 729 desde el 18 al 31 de marzo de 2011
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Autor: Karen Hermosilla

Está quedando o va a quedar. Esa es la sensación popular ante tanta catástrofe profetizada por la amplia gama de películas referentes al “fin” (por fin) del mundo y su fecha estratégica: el temido, o esperado, 2012.
Esa esperanza seudo religiosa de ser los últimos -que serán los primeros- en habitar este planeta elegido por la gracia divina, ese afán por ser los protagonistas, o proto-agonistas de los últimos versículos del “bestmegaseller” de todos los tiempos, nos hace sentir que hasta en la derrota podremos ser héroes.
La derrota cotidiana, esa que llega al chicotazo del mando medio en el Metro -apretujados a pesar de pagar precios primermundistas por un servicio de cuarta-, que se fortalece cuando debemos pagar intereses, cláusulas abusivas y un sinnúmero de “responsabilidades” que el capitalismo ha puesto sobre nuestros hombros hace tanto que no recordamos otra manera, parece que puede ser subvertida por la gran derrota de la Humanidad.
La idea del Armagedón es la misma que tiene el niño con pataleta cuando mira al cielo y quiere que cada avión se desplome en llamas. La idea del fin del mundo es la misma de la abuela tullida y pobre, que ve cómo todo a su alrededor se desmorona bajo el prisma de su propia descomposición.
Es una salida catastrófica a esa pobreza radical y ontológica que nos mantiene en unos huesos prematuros, que aunque enchapados en grasa Kentucky, parecen revelar la muerte a cada paso. Explica la recurrente analogía con zombis que comenzó hace varias décadas George Romero, el anarquista.
Ese cuerpo que piensa en el colapso para pedir una licencia siquiátrica, o en el golpe de suerte de un accidente laboral, es el mismo que pide a gritos que los cinturones volcánicos entren de una vez por todas en erupción, que la tormenta solar irradie la Tierra e ilumine en primer lugar a los oscuros tentáculos de la dominación. Es el mismo que quiere que se parta la Tierra; baje, de una vez por todas Jesús, o que emerja Hitler, o que sé yo qué fabulador para “hacerse cargo” de lo que los directorios de corporaciones sin rostro no han podido manejar.
Imagínese cuánta gente, con instinto trocado ya por las condiciones enfermas y enfermantes, desea que esto suceda. Gente que sabe que el fin de la historia ha llegado hace tiempo, y dimita Gaddafi o no, tendrá que seguir pagando lujos ajenos, y que sabe que la ONU no persigue la paz en Libia y en ninguna parte, sino los intereses geopolíticos, y que EE.UU. se mueve por amor al petróleo.
Así nomás la cosa. Los guantes fueron colgados hace décadas y la toalla sigue al medio del ring, tiesa ya, como pieza arqueológica de un museo.
Se escarba en el basurero de la historia para encontrar el recuerdo embadurnado de miserables y simples verdades; se abren cajas de Pandora, para terminar con las apologías y volverse más escéptico y amargado.
Se escarba para encontrar algo sólido, en un mundo donde el espacio radioélectrico es lo más concreto con lo que podemos contar; y lo más que podemos asir en el percolado donde chapoteamos amargamente es un pedazo de manzana roja, una peineta, un resto fetal y un billete de luca, todo junto y en una bolita como de hachis. Seguro que alguien se la fuma en la desesperación. En la espera de que alguien, en alguna parte, se conduela y desconecte, en nombre del buen morir de un planeta que pide a gritos la eutanasia, que ha renunciado a toda expectativa, a todo cambio, a toda vitalidad.

 

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 729, 18 de marzo, 2011)
punto@tutopia.com
www.puntofinal.la
www.pf-memoriahistorica.org

 

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