Edición 727 desde el 21 de enero al 4 de marzo de 2011
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Metáforas gastadas

Autor: Alvaro Ramis

El debate del proyecto de ley sobre uniones civiles ha desatado una ola de controversias entre los parlamentarios. Pero la sociedad civil parece presenciar la discusión con mucho menor apasionamiento. No son tiempos para dejar correr la sangre por una u otra concepción del bien y la vida buena, y menos en un área tan íntima como las relaciones de pareja. El proyecto llega desfasado, tratando de responder a un conjunto de cambios que han acontecido en la vida familiar a velocidades vertiginosas, y que no parecen ser entendidos ni siquiera por quienes los han vivido.
La actual prescindencia ciudadana ante estas propuestas contrasta con los viejos conflictos que vivió Chile cuando se instauró el matrimonio civil, en 1884. En ese momento, el matrimonio dejó de ser visto bajo la metáfora de una alianza religiosa y comenzó a ser entendido bajo la metáfora del contrato entre iguales. Los cambios en el mundo de la vida, a diferencia de las transformaciones en los sistemas políticos o económicos, acontecen cuando la metáfora que explica los vínculos humanos deja de cumplir su rol y ya no ofrece sentido a quienes escuchan. Entonces, ya no es posible mantener públicamente ese relato, por muy antiguo y lógico que parezca. A fines del siglo XIX era evidente que para una parte importante de la sociedad el matrimonio no podía ser entendido como un sacramento eclesial, que ataba indisolublemente a los cónyuges por arbitraria decisión divina. Era necesaria una nueva narrativa, en la que el matrimonio se pudiera reinterpretar desde la conquista más preciada de la Ilustración: la autonomía moral de los sujetos. Ese nuevo matrimonio civil permitió a su vez que el matrimonio religioso recobrara, para aquellos que así lo estimaran, su carácter específico, despojado de la coacción arbitraria a los no creyentes que ahogaba su legitimidad.
Sin embargo, el relato del contrato cívico, que vino a reemplazar al sacramento religioso, no logró desprenderse de herencias atávicas del patriarcalismo. Ya en 1869 John Stuart Mill había desatado la controversia con su célebre ensayo La esclavitud de la mujer en el que sostenía: “Creo que las relaciones sociales entre ambos sexos -aquellas que hacen depender a un sexo del otro, en nombre de la ley-, son malas en sí mismas, y forman hoy uno de los principales obstáculos para el progreso de la Humanidad; entiendo que deben sustituirse por una igualdad perfecta, sin privilegio ni poder para un sexo ni incapacidad alguna para el otro”. Un ideal que debería haber sido inherente, por mínima coherencia, con la metáfora del matrimonio como contrato legal. Pero que no se consiguió sino con largas luchas feministas. Baste recordar que en nuestro país este pacto laico, entre personas en pleno uso de razón, se consideró indisoluble hasta la reforma del Código Civil de 2004. Una indisolubilidad que no tenía más argumento que la discrecionalidad del legislador. Además, por muchos decenios la ley sobre matrimonio civil mantuvo una serie de privilegios del padre de familia, que convertían a la mujer en una virtual “menor de edad” que no podía administrar bienes, firmar contratos, decidir sobre la educación de los hijos, etc. De allí que Stuart Mill afirmara: “La ley de la servidumbre en el matrimonio es una monstruosa contradicción, un mentís a todos los principios fundamentales de la sociedad moderna y a toda la experiencia en que se apoyó para deducirlos y aplicarlos… El matrimonio es la única forma de servidumbre admitida por nuestras leyes”.
Esa larga historia de incoherencia, entre la libertad e igualdad proclamada y la libertad y la igualdad jurídicamente instituida, ha contribuido a la deslegitimación del matrimonio entendido como contrato. Creo ser de los pocos miembros de mi generación que se ha casado, y por ambos ritos. Porque la mayoría de mis amigos y amigas ha decidido lanzarse a sus proyectos de convivencia en pareja sin más alarma ni más aviso que el que les dictó su soberana gana. Y no los veo tristes ni desilusionados por ello. Desgastada la coherencia política del contrato liberal, la metáfora matrimonial podría haber conservado alguna legitimidad si ese trámite garantizara alguna protección social. Pero en un país sin un mínimo Estado de bienestar como el nuestro, los papeleos y los trámites ante el Fisco parecen tiempo muerto y dinero perdido. Si el Estado no aporta, que al menos no moleste, parece ser la idea en boga, y que explica que hoy el 52% de los niños chilenos nazcan en parejas que no han suscrito contrato matrimonial alguno. En este contexto, la mayoría parece desear que el Estado no se entrometa en sus proyectos afectivos y familiares. Aunque comparto estos argumentos, soy de los que aún creen en el matrimonio como acto de socialización del amor. Pienso que en un mundo en el que prima un individualismo extremo, una nueva forma de considerar el rito matrimonial podría ayudarnos a valorar los vínculos comunitarios que nos constituyen como personas, en una historia que no ha empezado en nosotros ni concluirá tampoco con nosotros. Pero lo entiendo como un momento comunicativo, que dé espacio a la espiritualidad, a las palabras, a la inspiración compartida: el matrimonio como metáfora viva de una alianza de amor entre libres e iguales.

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 727, del 21 de enero al 3 de marzo, 2011)
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