Edición 724 desde el 10 al 23 de diciembre de 2010
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MOVILIZACION de la Anef en Santiago

Hacia inicios de diciembre había en Chile decenas de huelgas legales, un paro nacional de los empleados públicos y más de una movilización de organizaciones ciudadanas. Un clima social y laboral no registrado durante más de dos décadas, que se expresa, tal vez de un modo paradojal o como un efecto de ello, en un periodo que las estadísticas establecen de muy bajo desempleo y de alto crecimiento económico. Pese a las estadísticas, y pese a la autocomplacencia gubernamental, el clima de expresión social parece contagiarse, retroalimentarse y reproducirse.
Hacia los primeros días del mes, según información de la Dirección del Trabajo, había 30 huelgas en curso, las que incluían a casi cinco mil trabajadores. Entre ellos, los empleados del casino Monticello, con 39 días en huelga, los mineros de Doña Inés de Collahuasi, con 27 días movilizados y los conductores del Metro, que iniciaban su paro. Entre las empresas citadas había casi tres mil trabajadores en huelga.
Pero la fuerza de la movilización estuvo reflejada en aquellos días por los funcionarios públicos organizados en la Anef, que realizaron un paro nacional con muy alta convocatoria y marchas masivas en las principales ciudades, como no se observaba en las dos últimas décadas. La manifestación del miércoles 1º de diciembre en Valparaíso convocó, según informaron Carabineros, a cerca de treinta mil personas, un número desconocido durante los años de la transición. Esta presión inédita tuvo también efectos inéditos en la Cámara de Diputados al rechazarse la propuesta de reajuste del gobierno que en esos momentos alcanzaba a 4,2 por ciento.
Son numerosas y complejas las razones de la creciente ebullición laboral y social, que se extendía en aquellos días a la movilización de los comuneros de la localidad de Caimanes, entonces en huelga de hambre por 68 días contra minera Los Pelambres por el riesgo de desborde de los relaves de desechos mineros (ver págs. 14 y 15). En otras áreas, hacia finales de noviembre hubo una protesta nacional contra el proyecto hidroeléctrico de Hidroaysén, manifestaciones en varias comunas del país de padres y apoderados por el cierre de escuelas de educación municipalizada y marchas en las regiones más afectadas por el pasado terremoto y maremoto por el lento proceso de reconstrucción y el fin de los planes de empleos de emergencia. Durante los primeros días de diciembre un paro de las funcionarias de Integra y el violento desalojo, con numerosos heridos, de terrenos en Rapa Nui, volvieron a ocupar las portadas de los periódicos. Hacia el futuro, el anuncio del gobierno de poner en marcha, a partir de enero, el Bono Auge ha sido interpretado como un nuevo paso hacia la privatización de la salud, lo que ha puesto en alerta a los gremios del sector.

¿Auge económico?

El floreciente clima de ebullición social sucede en un momento de auge económico, fenómeno que explicaría en parte sólo a las protestas encauzadas como reivindicaciones salariales. Pero el paro de la Anef, las huelgas de Collahuasi, Monticello y también del Metro se han producido por otras motivaciones, entre ellas para lograr una mejor distribución de las ganancias de sus empleadores. Raúl de la Puente, presidente de la Anef, defendió un reajuste superior a un cinco por ciento porque, dijo, “si hay crecimiento económico de seis o siete por ciento, los trabajadores debemos ser partícipes de ello”. Esta misma intención se desprende de la movilización de los mineros de Collahuasi, empresa de las trasnacionales AngloAmerican, Xstrata y Mitsui que tuvo ganancias en 2009 por más de 1.500 millones de dólares y que este año, también con un alto precio del cobre, las mantendrá (ver PF 723).
Al observar las dos últimas décadas, es posible establecer esta relación entre número de huelgas y crecimiento económico. En los primeros años de la década de los noventa del siglo pasado se registraron los mayores índices de movilizaciones sindicales, con un récord histórico de 247 huelgas en 1992, seguido por 224 en 1993, años que registraron tasas también históricas de crecimiento del producto. Recordemos que durante aquella década la economía chilena creció a una tasa promedio anual superior al siete por ciento, lo que llevó a gobernantes y oficiantes del libre mercado a hablar del “jaguar latinoamericano” y a vaticinar, sin temor al ridículo, el salto al desarrollo en pocos años. Volver a oír casi veinte años más tarde el mismo anuncio, y bajo las mismas políticas económicas, no es más que una nueva versión de un mal chiste para las organizaciones de trabajadores.
Los menores índices de huelgas, según estadísticas de la Dirección del Trabajo, estuvieron durante los más bajos periodos económicos. Tras la crisis asiática, desatada a partir de 1998 y extendida durante los años siguientes, las huelgas en Chile bajaron a 121 en 1999, se mantuvieron el 2000 para caer a un mínimo de 86 en 2001.
Pero durante esta última década sucede un fenómeno particular. Esta relación entre demanda salarial y crecimiento económico parece romperse, lo que sugiere otro tipo de interpretaciones al observar distintas variables. Durante la segunda mitad de la década pasada se inicia un proceso de activación de las demandas salariales, las que van a la par de un mayor crecimiento de la economía. A partir de 2005 la economía chilena, arrastrada por las diversas contingencias mundiales, fue reduciendo su tasa de expansión, para alcanzar en 2008 un escaso crecimiento del 3,7 por ciento, hasta caer más de un punto en 2009. Durante ese periodo el número de huelgas pasó de 101 en 2005, a 171 en 2009, lo que contradice el axioma que relaciona el número de huelgas con un alto crecimiento del producto.

El factor inequidad

Hay otros elementos que se deben incorporar en esta interpretación. Desde la mitad de la década pasada, el modelo económico chileno -basado en la desregulación y apertura de todos los mercados- comenzó a dar evidentes muestras de concentración. La riqueza creada, que ha sido a raudales, implantó en Chile una de las peores estructuras de distribución de la riqueza en el mundo, lo que se expresa diariamente al interior de las empresas al observar, por un lado, las enormes utilidades (como la mencionada de Collahuasi y muchas otras) y las condiciones laborales y salariales de sus trabajadores. En un sector como el retail, que lidera los niveles de ganancias y cuyas empresas se han encumbrado entre las primeras sociedades anónimas no sólo de Chile sino de Latinoamérica, el sueldo promedio de un vendedor con jornada completa se ubica en torno a los 350 mil pesos, en tanto en la banca, otro de los sectores que destaca por sus altas utilidades, los cajeros reciben salarios similares. La reciente huelga de los trabajadores de Farmacias Ahumada dejó al descubierto condiciones laborales que lindan en la obscenidad.
Los actuales anuncios complacientes del gobierno y de todo el establishment económico transparentan una realidad que hoy todos los trabajadores chilenos pueden ver con claridad: la utopía neoliberal, que hoy funciona a toda máquina, ya está manifestada y es nuestra actual realidad. La utopía neoliberal está aquí. Es riqueza a raudales, pero extremadamente mal distribuida.
Con una tasa de desempleo en torno al siete por ciento y celebrada por algunos oficiantes del mercado como “virtual pleno empleo” -con la celebración pública por la creación de 300 mil nuevos empleos este año-, con una expansión del consumo histórica y una tasa de crecimiento del producto superior al cinco por ciento, que se elevará al seis por ciento el año entrante, los administradores económicos no ocultan su satisfacción. Porque el objetivo ya está cumplido, aunque no se expresa en los salarios de los trabajadores sino en las impúdicas utilidades de las grandes corporaciones. La mantención de los equilibrios macroeconómicos, la cautela en las demandas salariales, la permanente compresión del salario mínimo y otras consignas de la gestión empresarial es hoy para los trabajadores simple retórica que apunta a mantener un statu quo que favorece los altos dividendos de los accionistas de esas corporaciones.
Las ganancias corporativas durante el año corroboran esta percepción de los trabajadores. La banca obtuvo durante los primeros cinco meses del año utilidades por 690 mil millones de pesos (casi 1.500 millones de dólares), lo que representó un aumento interanual del 53 por ciento, en tanto el conjunto de las sociedades anónimas elevó sus ganancias en un 40 por ciento, al primer semestre. La estatal Codelco, lo que da una referencia de los ingresos fiscales, ganó más de dos mil millones de dólares durante los primeros seis meses del año en curso.
La percepción es de un proyecto económico bien instalado y consolidado, en el cual los trabajadores son los invitados de piedra. La presión por mayores demandas apunta simplemente, como fue una tendencia histórica mundial durante los años de alto crecimiento económico de la segunda mitad del siglo pasado, a buscar una mayor participación en la generación de tanta riqueza. Una mejor distribución del ingreso -también lo demuestra la historia-, sólo se ha conseguido por esta vía. En Chile, a la vista de la encuesta Casen, quedan enormes distancias que acortar, las que no se lograrán en las políticas públicas inspiradas en un concepto de Estado asistencial subsidiario adosado a un modelo de libre mercado.
El creciente clima de ebullición social no queda acotado a las movilizaciones laborales. Porque aun cuando ha aumentado durante los últimos años la tasa de sindicalización, la población activa organizada en sindicatos es muy baja: sólo 12,5 por ciento. Quienes pueden canalizar sus demandas a través de esta vía legal son una mínima proporción de los asalariados. La alta cantidad de empleos precarios e informales, la misma flexibilización de los contratos y las jornadas y los obstáculos aplicados por los empleadores para evitar la sindicalización, fuerzan otras vías de escape para la expresión de las demandas, las que tampoco están limitadas a las salariales. El poder ubicuo de la gran empresa se expresa hoy en prácticamente todos los ámbitos sociales, estrellándose en todas direcciones con la ciudadanía. El caso de Caimanes, de Rapa Nui, de Hidroaysén y, por cierto, del pueblo mapuche, son ejemplos muy claros de la reacción de la comunidad ante la búsqueda de nuevos negocios de las grandes corporaciones. La aplanadora del libre mercado, que durante décadas pasó por encima de los intereses ciudadanos, hoy, finalmente, se halla ante múltiples obstáculos. Una percepción de alerta ha despertado a los trabajadores y a la comunidad organizada.
Gobierno y empresariado observan con temor la negociación con la Anef. Es como el modelo que seguirán los trabajadores del sector privado para organizar sus futuras demandas. Pero estas reivindicaciones tendrían que superar ampliamente los dos dígitos, para comenzar a poner en problemas la rentabilidad del sector privado chileno, que aumenta, como vemos en el caso de la banca, a una tasa de más del 50 por ciento anual. Con estas diferencias en las tasas de ganancias, las que van en su totalidad a los bolsillos de los accionistas, la inequidad en la distribución de la riqueza es un efecto natural de las políticas económicas. Mientras este nivel de ganancias la banca y otras corporaciones lo han mantenido durante unos veinte años, regatean aumentos salariales del uno o dos por ciento. El resultado es uno de los países más injustos del planeta. El camino para torcer esta tendencia no está en las políticas gubernamentales, sino en la calle, en la organización y movilización social.

PAUL WALDER

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 724, 10 de diciembre, 2010)
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