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El corruptómetro
El corrupto se caracteriza por no admitirse como tal. Experto como es, actúa movido por la ambición de dinero. No es propiamente un ladrón. Antes bien, se trata de un refinado chantajista, de esos de conversación delicada, sonrisa amable, ademanes gentiles.
El corrupto no se expone; extorsiona. Considera la comisión un derecho, el porcentaje un pago por servicios, el desvío una forma de apropiarse de lo que le pertenece, la segunda caja un privilegio electoral; y son tontos los que hacen tráfico de influencias sin sacarle provecho.
Hay muchos tipos de corruptos. El corrupto oficial se vale de la función pública para sacar provecho para sí, su familia y sus amigos. Cambia la placa del auto, lleva a su mujer de viaje con pasaje costeado por el erario público, usa tarjeta de crédito a pagar por el presupuesto estatal, hace gastos y obliga al contribuyente a pagarlos. Considera natural la sobrefacturación, la ausencia de licitación, la competencia con las cartas marcadas.
La lógica del corrupto es corrupta: “Si yo no saco provecho, otro se aprovechará en mi lugar”. Su único temor es ser cazado en flagrante delito. No se avergüenza de mirarse al espejo, apenas teme ver su nombre escrito en los periódicos. Confiado, jamás imagina a su hijita preguntarle: “Papá, ¿es verdad que tú eres corrupto?”.
El corrupto no tiene ningún escrúpulo en dar o recibir cajas de whisky en Navidad, obsequios caros de los proveedores o facilitar vacaciones. Lo ablandan con regalos y así disminuyen los trámites burocráticos que atañen a los dineros para las obras públicas.
Y está el corrupto privado, que nunca menciona cantidades, sólo insinúa, cauteloso. De ese modo se vuelve el rey de la metáfora. Nunca es directo. Habla con circunloquios, seguro de que el interlocutor sabrá leer entrelíneas.
El corrupto franciscano practica el toma ahí, da aquí. Su lema es “quien no llora no mama”. No es ostentoso de las riquezas, no viaja al exterior, se presenta como pobretón para encubrir mejor la trapacería. Es el primero en indignarse cuando el asunto en debate es la corrupción que embarra al país.
El corrupto exhibicionista gasta lo que no gana, construye mansiones y castillos, llena la hacienda de vacas, convencido de que la adulación es amistad y la sonrisa cómplice, ceguera. Se vanagloria de su astucia para engañar y mentir.
El corrupto nostálgico se enorgullece de su padre ferroviario, de su madre profesora, de su humilde origen campesino, pero está íntimamente convencido de que, si hubieran tenido las mismas oportunidades de meter la mano en la bolsa, sus antepasados no las hubieran dejado pasar.
El corrupto previsor, calculador, ya está poniendo la vista en el Campeonato Mundial de Fútbol de 2014, y en las Olimpiadas de 2016. Sabe que los Juegos Panamericanos de Río, en 2007, tuvieron un presupuesto de 350 millones de dólares pero acabaron gastándose 1.500 millones.
El corrupto no sonríe, agrada; no saluda, extiende la mano; no elogia, inciensa; no posee valores, sólo saldo bancario. Se corrompe de tal modo que ya ni se da cuenta de que es corrupto. Se tiene por un negociante exitoso.
Melifluo, el corrupto tiene dedos largos, se junta con los honestos para aprovecharse de su sombra, trata a los subalternos con una dureza que lo hace parecer el más íntegro de los seres humanos. Además, el corrupto cree piadosamente que todos le consideran de una inocencia capaz de causar envidia a la Madre Teresa de Calcuta.
El corrupto se juzga dotado de una inteligencia que lo libra del mundo de los ingenuos y le vuelve más agudo y experto que el común de los mortales.
Frei Betto
(Traducción J.L. Burguet)
(Publicado en Punto Final, edición Nº 703, 22 de enero al 4 de marzo de 2010)
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