Edición 688 - Desde el 26 de junio al 9 de julio de 2009
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La verdad no se
transmite en TV

El mundo del espectáculo, de la representación, se compone de imágenes. Las absorbe a través de una profusión de cámaras, de una multiplicación de las miradas, y las reproduce a través de millares de pantallas. Hoy todos somos una cámara, todos guardamos imágenes en nuestras casas, oficinas, en nuestros bolsillos. Podemos mirar y también reproducir. Una imagen, estática o en movimiento, ya no le pertenece a su objeto. Desde que ha sido capturada es potencialmente pública.
Las grandes industrias del espectáculo y de las comunicaciones existen por su condición de cámaras, por su capacidad de representar. Pero se trata de una cámara tipo, que elabora la representación y que condiciona a sus objetos. Lo que surge de este proceso de elaboración es un producto, una ficción, una aparente realidad.
¿Quién nos mira tras la cámara? ¿De quién es aquella mirada? Aun cuando no sepamos con claridad la respuesta para estas preguntas, podemos sospecharla porque no es lo mismo la cámara de la CNN, TVN, Al Jazeera o Telesur: las cámaras nos condicionan. Y ante ellas, también representamos, actuamos. Tras este complejo proceso ni lo que ingresa a la cámara ni lo que sale de ella es una realidad: es un producto comunicacional elaborado.
La televisión abusa de esas miradas. Ha convertido sus cámaras en un arma, en una espada moral, en un juez, en un censor, en un delator. Y en un fisgón. Es una cámara que se eleva por sobre el objeto que mira, que lo congela y lo debilita. Busca enfocar a su objeto como lo hace el foco del interrogador, busca ejercer la mirada paralizante del poder. Y ante esas miradas, actuamos, fingimos, a veces huimos.
La industria de la televisión se nutre de esas actuaciones, de una realidad espuria que, tras la elaboración y edición, falsea doblemente. Es la industria del espectáculo, cuya principal característica, casi por definición, es la representación, la simulación de la verdad.
Pero hay otros recursos para continuar en aquella representación de la realidad: la cámara oculta, que parte de la base de la actuación, de la falsedad, de la mentira ante un lente. La verdad, parecen reconocer los operadores de la televisión, no se consigue a la vista de una cámara. Por ello se ha de ocultar.
La nueva temporada de “Informe Especial” se ha apoyado en la cámara furtiva. Lo ha hecho ante el poder político al exhibir las conductas de los diputados; pero también ante simples ciudadanos, al ventilar sus miserias. Es una mirada que penetra las intimidades, las conductas más domésticas de la figura pública, los comportamientos más primitivos de los ciudadanos. Es un lente que captura las vergüenzas, que humilla y silencia. Y una vez más, podemos preguntarnos sobre aquella visión. ¿Quién mira a través de la cámara oculta? ¿Cuál es su poder de intimidación?
Es el poder de la delación. Es una mirada escondida que husmea, que penetra sin concesiones la intimidad, y que ejerce como un control social, que opera como acusador y también como juez. ¿Pero quién ejerce? Simplemente, la industria periodística, cuyo objetivo es la representación, la espectacularidad.
El uso de los lentes ocultos -que no se limita a la televisión, sino que también se han empleado como prueba judicial- es un debate abierto, ético y jurídico, muy lejos de estar zanjado. En su contra se argumenta la intromisión en la intimidad, la vulneración de la vida privada; sin embargo, su restricción frena la libertad de expresión, el derecho a informar. Como lugar de encuentro entre estas dos tensiones está la ética periodística. Por qué, para qué, qué delatar, qué informar. Un lente oculto que hurga en las intimidades del poder político o económico no es igual que una mirada furtiva en la cama de cualquier ciudadano. Como tampoco es lo mismo mirar las operaciones corruptas de una gran corporación o del mismo gobierno, que las trampas que realiza un comerciante al pesar un kilo de papas.
¿En manos de quién podemos poner esta poderosa herramienta que hoy está en manos, y en los bolsillos, de todos? ¿Tiene la industria del espectáculo las atribuciones éticas para levantarse como acusador y juez? ¿Con qué fin denuncia y juzga? ¿Lo hace por la necesidad de informar o para elaborar un buen -y rentable- producto periodístico?
Si pusiéramos una cámara oculta en las reuniones de pauta de los programas de televisión, o en las negociaciones que sus operadores sostienen con sus avisadores, tal vez nos llevaríamos unas cuantas sorpresas. ¿Están ellos en condiciones de erigirse en guardianes de la moral pública? ¿Quién los ha nominado como jueces del comportamiento cívico?
Es mejor pensar que se trata de un puro espectáculo, otra simulación más de la realidad. Porque la verdad no la transmite la televisión.
PAUL WALDER

(Publicado en Punto Final, edición Nº 688, 26 de junio, 2009. Suscríbase a PF)