La aventura de los diccionarios
A menudo soslayados, los diccionarios son una de las mejores compañías del ser humano, una llave maestra para disipar dudas, confirmar certezas o desterrar confusiones; sólo basta extender la mano y sacarlos del anaquel en el que reposan. El esfuerzo es mínimo en comparación con la riqueza que ofrecen, aunque hay algunos a quienes ese gesto mínimo les parece una carga demasiado pesada. También hay quienes piensan que el de la Real Academia Española, por ejemplo, sólo recoge las palabras cuando ya están gastadas por el uso, casi moribundas. El ingenio popular los ha bautizado como mataburros, un nombre no exento de humor y sentido común.
Los intelectuales más conspicuos no vacilan en consultarlos, aunque lo nieguen en público. Otros, en cambio, los encomian sin sentirse disminuidos, los coleccionan y repasan una y otra vez, como el escritor colombiano Gabriel García Márquez, quien los busca con tesón en sus viajes por los senderos del mundo y a menudo los enriquece con vocablos sacados del habla cotidiana, al margen de las academias… o con otros surgidos de su talento sin tregua o derivados del esplendor de su literatura. El adjetivo “macondiano” es una buena muestra. En ocasión del Congreso Mundial de la Lengua, de Cartagena de Indias, se hizo un glosario con sus aportes al idioma.
Recuerdo a un hombre de vasta cultura, corrector de estilo de un diario cubano, quien se tuteaba con las figuras más altas de la cultura de la isla. Cuando se le pedían precisiones sobre una palabra determinada, respondía al instante: vamos al diccionario. Después de leer en voz alta su significado, deslumbraba a los jóvenes reporteros con una disertación sobre los usos de la palabra en consulta, sus orígenes y tránsito por las páginas más luminosas de la literatura, de Cervantes a la fecha. Hay que ir más seguido al mataburros, recomendaba.
El poeta búlgaro Elías Canetti (Premio Nobel de Literatura 1981) fue tajante y lacónico: cuando uno no sabe algo, dijo, va y lo busca en el diccionario. Hay quienes le atribuyen el poder de una Biblia laica. Ahí está todo, aseguran.
Con la diversidad y especialización del conocimiento, es muy difícil, si no imposible, encontrar a alguno de esos antiguos hombres-compendio, tan propios del Renacimiento, que resumían en sí casi todo el saber de una época. En esta era con descubrimientos que avanzan a una velocidad supersónica hay tantas parcelas de profundidad insondable, que nadie puede aspirar a alcanzar siquiera la superficie de tan múltiples campos. Los diccionarios que no deben faltar son los del idioma. Cuantos más, mejor. No hay ninguno que no vaya a la zaga de la lengua viva, cambiante, empujada por la necesidad cotidiana en constante renuevo y con los matices propios de cada cultura, como ocurre con el español de este lado del Atlántico. Los vacíos de unos los pueden llenar otros, en una relación dialéctica de interacciones y complementos, como el de María Moliner, por ejemplo, que ella concibió como un texto de uso diario, de especial importancia sobre todo para los escritores. En lo que se refiere al idioma, más allá de los lexicones, los hay etimológicos, enciclopédicos, de antónimos y sinónimos, de ideas afines, de dudas y dificultades, de palabras y locuciones extranjeras, de locuciones latinas, de sintaxis, de gramática pura, de regionalismos.
Los diccionarios abarcan todas las ramas del conocimiento, de la medicina al deporte, a la arquitectura, el cosmos, la magia e incluso el ocultismo y los fenómenos parasicológicos. Y los de arte, un primor para los sentidos. Hay diccionarios que por su encuadernación, datos anexos, ilustraciones, grabados, fotos y dibujos que le añaden riqueza, y por la calidad del papel, entran por los ojos e imponen su dominio con un caudal que invita a una expedición constante por sus páginas. Internet se ha asomado con fuerza a ese mundo, pero el espejo virtual está sometido a los azares impredecibles de la tecnología, a las huestes en crecimiento de los virus y a las amenazas de un mundo en crisis energética, entre otras muchas.
Quien posea un diccionario, aunque sea pequeño, debe considerarse afortunado. Pero hay que usarlo a conciencia, navegar por sus páginas como quien emprende una exploración por territorio infinito, y nunca reducirlo a la condición de objeto de adorno en la biblioteca. Los diccionarios son una permanente invitación a la aventura.
ANUBIS GALARDY
(Publicado en “Punto Final” edición Nº 684, 1º de mayo, 2009. ¡¡Suscríbase a PF!!) |