Edición 665 - Desde el 26 de junio al 10 de julio de 2008
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Luego de evocar el haiku: “Es una lástima cortarla, es una lástima dejarla. Ah, esta violeta”, pienso en Salvador Allende. La historia no soportó el influjo renovador de un hombre como Allende. De alguna forma le quedaba grande a un país caracterizado por líderes tradicionales y, a lo más, reformistas. Como esta violeta, superó los racionamientos sistémicos con su elocuente belleza, desesperando a los que, cuajados en la figura de un patrón de fundo, despojaron a la patria al rechazar la invitación que él hiciera a construir un Chile soberano y libre. Se trocó la vida por la negación y el luto: la ausencia de espacio; un oscuro habitar sin paisajes ni gestos comunes.
Sin embargo, Allende y la juventud, entendida como lo nuevo, están irremediablemente unidos. Su pensamiento ágil y dinámico confió en la pulsión vital que regenerará siempre las fermentadas estructuras.
Las protestas que hoy por hoy realizan los estudiantes en oposición a las sistematizaciones legalistas que consagran al lucro y la acumulación como derechos inalienables, la dicotomía social que implican y el miedo y sometimiento al poder económico-policial que detentan los beneficiados con estas leyes de juego perverso, concuerdan con la esencia del ideario patriótico del Compañero Presidente, desplegado en cada uno de sus discursos. En especial el que hace con respecto a la legalidad del gobierno de la Unidad Popular: “Protestamos contra una ordenación legal cuyos postulados reflejan un régimen social opresor. Nuestra normativa jurídica, las técnicas ordenadoras de las relaciones sociales entre chilenos responden hoy a las exigencias del sistema capitalista”, dijo.
Privatización sistemática y continua de la educación, amparo absoluto a la flexibilidad laboral, rebaja en la responsabilidad penal, prohibición de fármacos para la seguridad sexual en los servicios de salud pública, corrupción en los programas de generación de empleo, condiciones infrahumanas en las cárceles del Sename, persecución a activistas y minorías étnicas, conscripción femenina, control de identidad y detención por sospecha, son sólo algunas de las fórmulas que tiene el Estado para aplacar el influjo y empoderamiento de la juventud, propiciando el desencuentro entre generaciones y la dominación de las ideas rancias que sostienen el statu quo. La misma decrepitud y agusanamiento que triunfó frente al pueblo en 1973 es la que, gracias a la Constitución pinochetista, nos sojuzga ahora, utilizando lo que en resumidas cuentas es su única potestad: la muerte.
Paradojalmente, la muerte es un estado perpetuo y trascendente, tal como lo es en el imaginario nacional la figura del presidente Allende.
A 100 años de su nacimiento, justamente la mitad de la historia de una República que apenas traza un par de siglos, Allende sigue haciendo su promesa. Se encuentra pendiente, a pesar de estar capturado en un sarcástico futuro de Alamedas polutas e intoxicadas de jóvenes rabiosos, usurpados en sus derechos y violentados por las plataformas de poder. Y es por esta misma realidad aciaga que Allende vive en cada voz que se alza para cambiar un Estado capitalista, gobernado por los mismos personajes que desde siempre han engañado al pueblo con el rictus de quien no quiebra un huevo y con las manos, supuestamente, higienizadas por la democracia.
Pago mis necesidades básicas a precio de mercado con billetes iconografiados con rostros próceres, transito por calles y avenidas de nombres rimbombantes aprendidos en aulas de pupitres mohosos, fustigados y chatos con el peso de una historia mediocre a no ser por Salvador Allende, un hombre con miles de soles encandilantes en su interior que iluminaron confiados a las nuevas generaciones. Allende les dijo: “A aquellos que han vivido siempre pegados a una moral caduca y vieja, sin juventud moral: en esta juventud, en esta juventud que repleta el Estadio Nacional, que es la juventud revolucionaria de Chile, hay una nueva moral”.
Cuando el marketing institucional posiciona al bicentenario como un hito en la construcción de la República, pienso si los ciudadanos históricos de la patria de Allende, si esos jóvenes de ayer, portadores de una nueva moral, recuerdan lo que yo, sin recordar, recuerdo. ¿Por qué los falsos líderes, muchos usufructuarios de los valores más importantes del pueblo chileno, han recubierto al Estado de derecho con una espesa telaraña? ¿Por qué todos hemos consentido como huésped a la amnesia? ¿Por qué sólo es viable recordar el dolor y la trágica visión de la derrota?
Allende no es puramente una muerte trágica o un ícono pop de un partido travestido; encarna el sentimiento más próximo a la verdadera patria joven, a la patria anhelante que aguarda en cada uno de nosotros.
¡Celebremos el centenario del natalicio de Salvador Allende como una oportunidad al retorno! Hagamos de Allende la epifanía de un siglo.

Por Karen Hermosilla T. (*)
 (*) Periodista y estudiante universitaria.
(Publicado en la edición especial Nº 665 de Punto Final, en homenaje al centenario de Salvador Allende, 26 de junio, 2008)