Allende sin pedestal
El escritor Fernando Alegría lo comparó con un gallito de la pasión. Y en realidad tenía la pinta: pechugón por su tórax de nadador, un plumaje brillante -de chaquetas, camisas y corbatas de marca- y un aire bizarro al caminar. Pero no era la pura pinta. Allende también tenía el coraje y la sangre indómita de un gallito de pelea, como lo demostró hasta el último respiro. Se midió de igual a igual con generales traidores y rastreros que el 11 de septiembre mandaron tropas, blindados, artillería y aviones a atacar por tierra y aire al indefenso palacio de gobierno. Los jefes sediciosos inútilmente le intimaron rendición y hasta intentaron engañarlo con la oferta de un avión para él y su familia. Pero esos palurdos con condecoraciones de las guerras de nunca jamás -cobardes, ladrones y miserables, cuyos nombres escupirá la historia-, se encontraron ante una fuerza que era desconocida para ellos. Desafiándolos con un fusil en las manos, se encontraba un hombre de honor que había jurado lealtad a su pueblo, a la Constitución y a las leyes de la república. Justamente lo que no enseñan en la escuela militar. El presidente de Chile ni siquiera se dignó a tratarlos como jefes militares, lo cual habría significado reconocerles una pizca de honorabilidad. Y los derrotó con su gesto final que puso en evidencia lo que eran: bestias carroñeras que tuvieron que conformarse con hozar los despojos del héroe de La Moneda y asesinar, luego de infligirles horrendas torturas, al puñado de valientes que se jugaron la vida en defensa de la libertad.
El heroísmo de Allende, que no alcanza a superar ninguno de los militares que aparecen en la historia épica de Chile, tampoco lo esperaban muchos políticos que combatieron a su gobierno y otros que lo apoyaron, incluyendo temibles “revolucionarios” hasta el día anterior, que a temprana hora del 11 hacían cola en las embajadas pidiendo asilo. Unos y otros tenían la visión de un Allende articulador de acuerdos y compromisos, un experimentado parlamentario, duro en la polémica pero amistoso y tolerante en el trato personal. En su trayectoria apenas existía el lejano antecedente de una decisión extrema: el duelo a pistola, en 1952, con Raúl Rettig, que después fue su gran amigo y embajador en Brasil.
Era fácil engañarse con Allende, y muchos dirigentes de Izquierda se equivocaron. Desconfiaron de su consecuencia revolucionaria porque le reprochaban sus gustos personales, sus modales de caballero, su distancia del estereotipo proletario o del guerrillero. Confundieron su larga lucha por la unidad de la Izquierda y del pueblo con la ambición personal. El mismo bromeaba: “El epitafio de mi tumba será: aquí yace el futuro presidente de Chile”. Los que midieron a Allende por las apariencias, se equivocaron. No percibieron la madera de inmortalidad con que estaba tallado ese hombre.
En Punto Final lo escuchamos en la intimidad de conversaciones sinceras. Algunos compañeros eran sus amigos de confianza, sobre todo Augusto Olivares, Jaime Faivovich, Jaime Barrios, Alejandro Pérez y Carlos Jorquera. Allende se presentaba a veces en las reuniones que el consejo de redacción de PF hacía en el departamento de Jaime Faivovich -abogado y taquígrafo de la Cámara de Diputados, cuyo salario le permitía ponerse con ostras en los meses sin erre-. Pero no siempre lo hacía para compartir el análisis de la coyuntura política. A veces iba a criticarnos una portada o algún artículo. El reproche estaba dirigido a mí, director, y a Mario Díaz, jefe de redacción, que éramos responsables de la edición. Y se armaba la discusión. Era claro que existían diferencias entre la línea editorial de Punto Final y las opiniones de Allende. Pero sus críticas nunca impugnaron lo esencial de nuestra política. La influencia ideológica de la Revolución Cubana y el ejemplo ético del Che servían de sustento al pensamiento político de ese grupo y esto lo compartía Allende. Existía una base muy sólida para tratar las discrepancias en el marco de una relación fraternal y respetuosa. Desde las páginas de la revista sosteníamos un enfrentamiento -que iba subiendo su diapasón a medida que hervía la lucha de clases- con las tendencias reformistas y electoralistas que entonces, como ahora, predominaban en la Izquierda. Eso, sin duda, entorpecía el trabajo político de Allende, decidido partidario de la vía pacífica al socialismo. Así llegó el 4 de septiembre de 1970 y el triunfo del cual muchos dudábamos. Aunque votamos por Allende, lo hicimos jurando por lo bajo que sería la última vez. Olivares, Faivovich, Barrios y Jorquera fueron llamados a ocupar cargos en el gobierno. Pero la identidad política y la amistad del equipo fundador de PF se mantuvo inalterable. Con Allende estuve dos o tres veces durante su gobierno. Una cena en la residencia de Tomás Moro en la que también participaron Tati Allende y el novelista Jorge Edwards (Edwards, que iba a abrir la embajada de Chile en La Habana, relata este episodio en su libro Persona non grata. Pero su imaginación y anticomunismo me convierten en un frío e inescrutable “comisario político” al que Allende habría invitado para visar su designación diplomática. La verdad es que yo no tenía idea ni me importaba lo que hiciera o dejara de hacer el tal Edwards). Otra visita a Tomás Moro fue una noche acompañando a dirigentes del MIR. Casi fuimos testigos de la muerte accidental del presidente. Eduardo Paredes, director de Investigaciones, mostraba a Allende una pistola-ametralladora israelí, nueva y reluciente, y se le escapó un rafagazo que por suerte no hirió a nadie, aunque causó conmoción en la guardia presidencial. La última vez vi a Allende en La Moneda; yo presidía el sindicato de trabajadores del diario Ultima Hora, propiedad del Partido Socialista, y habíamos votado la huelga. El presidente llamó a la directiva sindical para pedir que no paralizáramos el diario y nos hizo ver la cantidad de problemas que agobiaban a su gobierno. Desde luego, accedimos y creo que así le proporcionamos un momento de una alegría que ya escaseaba en La Moneda. Pero Allende ignoraba que de ningún modo íbamos a ir a la huelga. Sólo queríamos presionar a la empresa para que aceptara nuestro pliego de peticiones.
En la mañana del 11 de septiembre de 1973, desde la terraza de Ultima Hora -donde, oh ingenuidad, ¡preparábamos una edición especial llamando al pueblo a resistir!- vimos el ataque aéreo a La Moneda. Era la notificación brutal de que los golpistas estaban dispuestos a todo para arrancar de cuajo lo que Allende había sembrado en la conciencia de los trabajadores chilenos.
Han pasado los años, las sombras del olvido empiezan a cubrir el terrorismo de Estado de militares y empresarios vende-patria, la lucha clandestina, la resistencia y sus miles de héroes y mártires. Se desgranan, uno a uno, los pusilánimes y monótonos años de corrupción y oportunismo de la Concertación. Sin embargo, la admiración y respeto por el compañero Allende han crecido. Su valor y consecuencia de estadista y revolucionario alientan a retomar la lucha por el socialismo. Es cierto que vivimos en un mundo muy distinto al que conoció Allende. Pero los objetivos por los que luchó -y que conquistaron amor del pueblo chileno y admiración universal-, son los mismos. En América Latina han surgido nuevos líderes. El sueño socialista y democrático de Allende ha prendido. Y aunque estos gobiernos afrontan las mismas dificultades y amenazas imperialistas que encaró la experiencia chilena, sus pueblos están luchando. La epopeya de Allende confirmó lo que anticipaba el Che: que en una revolución verdadera, como la que se desencadenó en Chile, se triunfa o se muere. Es la lección de Chile. El pueblo de Allende, sin duda, volverá a luchar por una sociedad más justa sin olvidar esa enseñanza.
MANUEL CABIESES DONOSO
(Publicado en la edición especial Nº 665 de Punto Final, en homenaje al centenario de Salvador Allende, 26 de junio, 2008) |