Edición 653 - Desde el 7 al 20 de diciembre de 2007
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El Titanic y la DC


La Democracia Cristiana pasó de ser una chalupa, en los años 50, a Titanic, en los 60, y de nuevo ha vuelto a ser una chalupa. Ningún militante se atrevería a afirmar, como decía Radomiro Tomic en 1964, que este partido duraría treinta años en el poder. La estupidez humana es ilimitada, pues siempre cree que las grandes naves jamás chocarán contra un iceberg. La Democracia Cristiana nunca previó un número suficiente de botes salvavidas para rescatar a sus militantes del naufragio que era previsible.
Nada tiene que ver la actual crisis de la Democracia Cristiana con los quiebres ocurridos en 1969 y 1971, que dieron nacimiento al Mapu y a la Izquierda Cristiana. En esos tiempos, el partido era como el Titanic: ofrecía, nada menos, que una revolución en libertad; tenía el 43 por ciento de los votos, 82 diputados y hubiera elegido cinco senadores en Santiago, con toda facilidad. Prácticamente no había oposición: la derecha estaba pulverizada y la Izquierda andaba sin rumbo; era como si Eduardo Frei Montalva hubiera ganado el Loto.
Al poco andar, en 1965, comenzaron a aparecer los disconformes, llamados rebeldes. El primer líder de esta tendencia fue Alberto Jerez, senador por Concepción, muy querido por don Eduardo. Luego se fueron agregando Julio Silva Solar, Rafael Agustín Gumucio, Jacques Chonchol y un grupo de jóvenes althusserianos, entre los cuales destacaba el malogrado Rodrigo Ambrosio, uno de los personajes más inteligentes de la política chilena que, a lo mejor, de vivir hoy, se hubiera transformado en capitán de industria o en un lobbista, como la mayoría de sus camaradas. En la división de 1969 sólo se marcharon dos senadores, Jerez y Gumucio, pero el daño fue irreparable pues la Democracia Cristiana dejó de ser el partido único de gobierno y su votación fluctuó entre 20 y 25 por ciento, cifra que, con altos y bajos, se mantiene hasta nuestros días.
Creo absurdo comparar los debates ideológicos de entonces, con un alto porcentaje de profetismo cristiano, con el quiebre de la Democracia Cristiana ahora. Son dos partidos distintos. El primero pretendía ser la vanguardia del cristianismo social -incluso hablaba de socialismo comunitario, de democracia proletaria, pretendiendo superar a la Izquierda tradicional en la revolución social por venir-; el segundo correspondería a la categoría weberiana de un partido burocrático de castas, cuyo centro consiste en administrar el poder y apropiarse, en forma personalista, de los ministerios, subsecretarías, seremis y empresas del Estado, entre otros.
Esto de perder diputados no tiene ninguna importancia: la Izquierda Cristiana, en 1971, se llevó de la Democracia Cristiana nueve diputados, muchos de ellos los mejores, como Luis Maira, Pedro Videla y Osvaldo Giannini. En la siguiente elección, la IC quedó con un solo diputado -Luis Maira- y el Mapu con Oscar Guillermo Garretón -hoy gerente de peninsulares empresas-. En la Democracia Cristiana no se estilaba expulsar militantes, pues eran buenos para los debates y el respeto a las opiniones ajenas, por muy locas que fueran. Sólo recuerdo dos expulsiones: la del diputado Patricio Hurtado, por apoyar a Fidel Castro, cuando apenas había triunfado la revolución cubana, que entonces era aplaudida por todos los progresistas del mundo. Anteriormente, en los años 40, había ocurrido lo mismo con el gran líder Manuel Garretón, demostrando los falangistas de esa época un miserable moralismo y mezquindad.
El quiebre actual de la De-mocracia Cristiana debe ser ubicado en el ámbito del fracaso de la Concertación que, cada día, se hace más evidente a causa de la carencia de ideas, por la falta de esperanza, por el reemplazo de la democracia por la corruptocracia, por la transformación de ex revolucionarios en lobbistas y empresarios, por preferir la administración y la “eficacia” a la relación intrínseca entre ética y política. Es apenas risible querer resucitar una moral del plebiscito del 88, que hoy está cien pies bajo tierra.
¿Quién puede entender a los colorines? Por un lado critican el modelo, son tenaces en la crítica a sus apitutados camaradas que copan las empresas públicas e, incluso, las privadas; no tienen piedad con José Pablo Arellano, Ajenjo y Jorge Rodríguez Grossi. Pero aún mantienen a varios de sus prosélitos en altos cargos públicos. Las críticas de Adolfo Zaldívar al modelo son más tajantes que la del más radical pensador antisistémico. Un ingenuo creería que está dispuesto a reemplazarlo por el socialismo; aparenta ser un defensor de la clase media, ¿quién diablos sabe qué es eso? Defiende las Pymes y las microempresas, hueso muy sustancioso para cuanto demagogo intenta aparecer. En general, sus críticas son certeras cuando tocan al partido transversal de Expansiva, pero uno no sabe hasta dónde está dispuesto a llegar.
Sólo el Tony Rabanito sostiene hoy que la Concertación es un conglomerado izquierdista, que lucha contra la derecha, cuando lo que sabe hacer bien es pactar con ella. En estas circunstancias, acusar a Adolfo Zaldívar de aliarse con los reaccionarios no es más que tautología, pues si observamos  la política en estas últimas semanas, constataremos que Larraín & Larraín han pasado más tiempo en La Moneda que en sus respectivas casas políticas. En el fondo, tenemos un gobierno de consenso detrás de la puerta

RAFAEL LUIS
GUMUCIO RIVAS
 


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