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Historias de marinos y
de esclavos
Con
escasa población, y relativamente poco conocidas, las islas del
archipiélago de Juan Fernández, y más al sur las
islas Santa María y Mocha -llamadas también “araucanas”-,
tuvieron una vida agitada y emocionante desde mediados del siglo XVII
hasta la primera mitad del XIX. El triángulo imaginario del que
son vértices fue intensamente recorrido por piratas y corsarios,
exploradores, comerciantes, contrabandistas, guerreros, cazadores de lobos
marinos, balleneros y otros navegantes.
Además de ser las únicas islas habitables situadas frente
a las costas del Chile histórico -entre Copiapó y el Bío
Bío- disponen de buenas bahías y abundante pesca y agua
dulce. Salvo en Juan Fernández (en una sola de las islas del archipiélago)
los españoles o los chilenos no tuvieron guarniciones, durante
largo tiempo. Fueron, por lo mismo, lugar de recalada y refugio, de abastecimiento
y preparativos para el contrabando que los barcos extranjeros realizaban
con las colonias de España, agobiadas por el monopolio comercial
de la metrópoli.
El recorrido era casi siempre el mismo. Los barcos venían del Atlántico
luego de haber soportado la travesía por el Cabo de Hornos. Llegaban
a la Mocha, se reabastecían y reparaban las embarcaciones descalabradas
y desde allí, seguían a la isla Santa María que,
por estar más cerca de Talcahuano y Concepción, servía
para obtener informaciones. Finalmente, llegaban a Juan Fernández;
en Más a Tierra preparaban el gran salto a través del Pacífico
hacia Polinesia, China y Japón o bien, se lanzaban hacia el norte,
recalando, por lo general, en las islas Desventuradas -actualmente San
Félix y San Ambrosio, abundantes en loberías- pasando frente
a las costas peruanas y cursando hacia los Galápagos, buen punto
para la caza de ballenas. Luego, era seguir rumbo a México o a
las costas entonces deshabitadas de California.
Piratas y exploradores pasaron por las islas. Sin embargo, los principales
visitantes fueron contrabandistas -franceses, ingleses y norteamericanos,
en ese orden- y después loberos y balleneros. La caza del lobo
marino produjo enormes utilidades, por las pieles que se vendían
en Asia, especialmente en Cantón. La explotación de la ballena
fue aún más rentable y de mayor envergadura. Los balleneros
norteamericanos se convirtieron en los más importantes. Las tripulaciones
de sus más de setecientos barcos sumaban 18 mil hombres. Una flota
avaluada en veinte millones de dólares producía anualmente
siete millones en ganancias. Muchas fortunas de Boston, Nantucket, New
Bedford y otros puertos de Nueva Inglaterra, prosperaron con la caza de
la ballena. Era frecuente que los armadores dieran ballenas como dote
a sus hijas.
Los barcos norteamericanos eran funcionales, veloces y pequeños,
demandaban dotaciones poco numerosas. Recorrían el Atlántico
pero también se desplazaban por el Pacífico, llegando hasta
el mar de Japón en busca de las zonas abundantes en grandes cetáceos,
especialmente los llamados sperm-whales, cachalotes que podían
pesar más de veinte toneladas, ricos en grasa y esperma, muy apreciada
para la fabricación de velas. En las dos décadas siguientes
a 1788, los buques balleneros obtuvieron 300 mil barriles de esperma de
ballena, de los cuales el 40% fue obtenido por norteamericanos; el resto
por buques ingleses, holandeses, franceses y de otras nacionalidades.
La caza del lobo marino se efectuaba en las costas e islas por tripulaciones
que desembarcaban practicando matanzas horrorosas. En muchos casos -como
ocurría en las islas chilenas-, era necesario establecer verdaderos
campamentos. No se trataba solamente de matar lobos; era necesario descuerarlos,
secar las pieles y luego curtirlas. La explotación alcanzó
proporciones gigantescas. Se calcula que entre 1793 y 1807, en Juan Fernández
y las islas “araucanas” se colectaron más de tres millones
y medio de pieles, lo que significó una brusca caída de
la población de lobos. Un hecho que tuvo imprevista consecuencia:
a falta de carga hacia los mercados orientales, los barcos norteamericanos
e ingleses empezaron a transportar partidas de cobre de la zona de Coquimbo
y Atacama, con destino a China y la India.
En el mar chileno y en las islas habitables los navegantes extranjeros
establecieron una especie de cofradía. En las memorias del capitán
norteamericano Amasa Delano, citadas por Eugenio Pereira Salas, se dice
que la isla Santa María “es el gran rendez-vous para los
buques ingleses y norteamericanos, que pueden obtener agua y madera sin
inconvenientes. En esos largos viajes es necesario intercambiar mutuas
cortesías. Un buque puede necesitar algo que otro puede facilitar.
Es un lugar muy agradable para los tripulantes que se entretienen cazando,
pescando, persiguiendo nidos y jugando a la pelota. Es al igual residencia
de los que escapan de las prisiones españolas y para aquellos que
vienen de Más Afuera, a procurar pasaje en los buques que retornan
al hogar o a la dirección que ellos desean”.
Según Pereira Salas los transitorios colonos se dividían
en categorías: los balleneros, los comerciantes, los contrabandistas.
En segundo lugar, los gangs, o cuadrillas de los buques loberos -dejados
voluntariamente con contratos específicos- que permanecían
allí hasta que llegaban los barcos de relevo. Por último,
estaban los solitarios, los “alones”, es decir los que no
dependían de buques, los que habían sido desembarcados como
castigo, los que lo habían hecho voluntariamente y que sobrevivían
con trabajos esporádicos o vendiendo pieles a las naves que partían
al Oriente.
En las pequeñas colonias, que ocasionalmente eran desmanteladas
por fuerzas españolas, incluso se cultivaban huertas para surtir
de verduras y hortalizas a los barcos y combatir el escorbuto de las tripulaciones.
Existe constancia de que se formaron, también, asociaciones contractuales
en las mismas islas para la recolección, curtido y venta de pieles.
En la Santa María y la Mocha era corriente encontrar a quince o
más barcos anclados, mientras las tripulaciones descansaban o cumplían
faenas de reparación y abastecimiento.
Más que un simple ámbito de aventuras, el archipiélago
de Juan Fernández y las islas “araucanas” -con sus
rutas y conexiones- fueron escenario de sucesos que expresaban fenómenos
económicos, de lucha por la supremacía y expansión
del comercio de los países centrales, comienzo de la globalización
mundial.
A las islas llegaron las guerras del continente. Más a Tierra sirvió
como cárcel para un grupo de patriotas durante la Reconquista y
un siglo después, fue lugar de reclusión de presos políticos.
En la “guerra a muerte”, la costa de la isla Santa María
sirvió para que soldados de Benavides, mandados por el coronel
Picó, atrajeran hasta la orilla a dos barcos, uno inglés
y norteamericano el otro, que luego saquearon, mientras apresaban a los
oficiales y tripulantes.
También en la isla Santa María se cumplió el capítulo
final de la rebelión de un grupo de esclavos negros contra sus
carceleros, en una aventura marítima que perdura como signo de
la fuerza del ansia de libertad (ver recuadro).
El tiempo no se detuvo. Desde el siglo XIX hasta el presente, las islas
pasaron muchas vicisitudes. Sin embargo, a lo menos la Santa María
y la Mocha sufren el inmovilismo y la falta de expectativas. Más
opciones tiene Juan Fernández. Pero todas están por debajo
del umbral que merecen sus habitantes y parecía anticipar su historia
HERNAN SOTO
Babo, el rebelde
- Melville:
Muertos de ayer
Qué carnaval de invierno
en esas islas harapientas de Chile.
Santa María, ¡Así se llamaba la isla!
Allí deben seguir agonizando y muriendo
negros y blancos.
¡Aquel viaje se llamaba terror!
PABLO NERUDA
En febrero de 1805 un barco de bandera española
-la Prueba- entró en una ensenada de la isla Santa María.
Allí estaba anclado un buque lobero norteamericano -la Perseverance-
bajo el mando del capitán Amasa Delano, buen conocedor de las costas
chilenas. En el puente del navío español, el capitán,
Benito Cerreño, tenía a su lado a dos tripulantes de color.
En la cubierta había otros negros. Los barcos se hicieron señales
de amistad. Luego, en el buque yanqui se empezó a preparar un bote
con las provisiones que los españoles precisaban.
Con esa imagen, se abre el desanlace de una historia sombría y
heroica, que había comenzado unos cuarenta días antes en
aguas peruanas. El barco español era un buque negrero. Los que
parecían tripulantes eran esclavos que se habían rebelado
y controlaban la embarcación. Querían volver al Africa,
en una aventura sólo imaginable por el ansia de libertad y desesperación
de los rebeldes.
La Prueba había partido en diciembre desde Valparaíso rumbo
al Callao y Lima. Llevaba un cargamento de algo más de setenta
esclavos, unos veinte hombres adultos y el resto mujeres y niños.
Estaban destinados a ser vendidos en Lima. Con el capitán Cerreño
y algunos oficiales, los españoles eran 36. Entre los esclavos,
que iban encadenados, destacaba un hombre maduro, Babo, jefe de tribu
en Senegal. Junto a él su hijo Mure, que hablaba medianamente castellano.
Estaban decididos a liberarse a cualquier precio. A los pocos días,
la conspiración era general. El 27 de diciembre estalló
la rebelión de los negros que, enardecidos por los malos tratos,
lanzaron al agua y apuñalaron a 18 españoles. Se apoderaron
del barco y notificaron al capitán que debía llevarlos hasta
un país gobernado por negros, si no era en el Pacífico,
tendría que conducir la nave hasta Senegal rodeando el Cabo de
Hornos rumbo al Atlántico.
Cerreño siguió rumbo al norte, con la esperanza de atracar
en las costas del virreinato del Perú. Babo, sospechando algo extraño,
ordenó regresar al sur. Cuarenta días de navegación
los llevaron hasta la isla Santa María. El encuentro con los norteamericanos
fue un infortunio decisivo.
Cerreño, bajo la mirada amenazante de Babo, siempre a su lado,
contó al capitán Delano una historia verosímil. Su
voluntad parecía anulada. No podía hacer otra cosa.
Pasaban las horas y proseguía la faena de aprovisionamiento. En
un descuido, Cerreño pidió auxilio a gritos y se lanzó
al agua para nadar hacia la Perseverance.
El capitán Delano -en conocimiento de lo que ocurría- decidió
atacar al buque negrero. Tenía armas, incluso cañones, y
una tripulación experta. Los negros no se amilanaron. A pesar de
la desventaja numérica y la escasez de armas de fuego, se prepararon
para resistir mientras las mujeres entonaban cantos de guerra.
El combate duró varias horas. Babo fue uno de los primeros en morir.
La mayor parte de los negros murió o quedó gravemente herido.
La Prueba, recapturada, fue llevada a Talcahuano y entregada a las autoridades
españolas.
Ocho esclavos, encabezados por Mure, fueron procesados y condenados a
muerte, en un juicio criminal manejado por Juan Martínez de Rozas,
en ese tiempo abogado de la Intendencia de Concepción. A fines
de marzo se cumplió la sentencia. Los restos de los ocho negros
ajusticiados fueron lanzados a una laguna, cerca de la ciudad.
Vicuña Mackenna, escribiendo en 1869, constataba: “Existe
aún la tradición de que Mure habló en español
desde el banquillo reconociendo justa la sentencia que lo condenaba al
último suplicio, pero alegando que lo que había acontecido
no era sino el resultado inevitable de la crueldad inhumana de sus captores
y de su falta absoluta de derecho para ir a robar hombres libres a sus
hogares”.
Los sobrevivientes no juzgados -las mujeres y los niños- fueron
de todas maneras enviados a Lima, y vendidos en el mercado de esclavos.
La historia de rebeldía y venganza de la Prueba está hoy
casi olvidada. Sobrevive en las páginas de la novela Benito Cereno
de Herman Melville, pero con otra óptica. El autor centra la atención
en el capitán español, al que convierte en personaje enigmático
cuya voluntad es anulada por el poder luciferino de Babo. Le preocupa
poco la gesta, mezcla de heroísmo y fatalidad, de ese grupo de
esclavos que muere por ser libres, que es lo que debería recordarse
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